Jürgen Weineck

Entrenamiento total


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       Figura 53. Secuencia hipotética de los procesos de regeneración y de adaptación en el sistema muscular (a), en el sistema ligamentario y de sustentación (b) y después de una regeneración incompleta (c) (Dietrich 1979, modificado de Maeer, y citado por Berthold/Thierbach, 1981, 166).

      1.Establecer tiempos de recuperación suficientes después de un entrenamiento orientado hacia la fuerza.

      2.Evitar cambios bruscos de la carga que afecten un organismo sin preparación.

      3.No entrenar con halteras ni trabajar por encima de la cabeza antes o durante el empujón del crecimiento de la adolescencia, pues se puede provocar alteraciones negativas sobre todo en el ámbito de la columna vertebral (cf. Hollmann/Hettinger, 1980, 601; Martin, 1980, 289, entre otros); la carga con el propio peso corporal es un estímulo suficiente para el desarrollo en esta edad.

      4.Evitar cargas unilaterales: la suma de cargas unilaterales puede dañar en determinadas circunstancias un sistema parcial del aparato locomotor, amenazando así la capacidad funcional del sistema en su conjunto.

      5.Evitar cargas estáticas prolongadas: la carga con presión cambiante favorece tanto al cartílago articular hialino como al cartílago fibroso de los discos intervertebrales. Las cargas estáticas empeoran la situación de riego sanguíneo de las estructuras a ellas sometidas, mientras que las cargas activas la mejoran; así pues, debemos optar siempre por ejercicios de fuerza de ejecución dinámica.

      Crecimiento y aparato locomotor activo

      Hasta el inicio de la pubertad, los sexos no se diferencian de forma sustancial ni por su fuerza muscular ni por su estado hormonal (factores ambos en estrecha correlación), ni siquiera tomando como parámetro de comparación la testosterona, hormona sexual masculina tan importante para la síntesis (anabolismo) de proteínas (v. tabla 11).

EdadMujeresHombres
8-910-1112-1314-152010-6530-8030-8521-3441-60131-349328-643

      El nivel de testosterona es muy bajo en comparación con el de los adultos. Por este motivo, un entrenamiento centrado en la fuerza no es especialmente rentable antes de la pubertad. Poco antes de la primera fase puberal el nivel de testosterona aumenta en los chicos multiplicándose por diez aproximadamente (cf. Reiter/Root, 1975, 128; de Marées 1979, 346); en las chicas el ascenso es significativamente menor. Sobre la base de este poderoso empujón hormonal –que transcurre en paralelo a otras revoluciones hormonales– aparece un dimorfismo sexual, esto es, la divergencia entre chicos y chicas en cuanto a factores de rendimiento físicos y a magnitudes antropométricas.

      En los chicos llama la atención sobre todo el marcado aumento de masa muscular, ligado a los cambios hormonales mencionados: el porcentaje de músculo pasa en la pubertad del 27 % al 40 % (Israel/Buhl, 1980, 33). En paralelo a este proceso, el aumento de la testosterona provoca una inducción de enzimas que da lugar, entre otros fenómenos, a una mejora de la capacidad muscular anaeróbica.

      Dado que la capacidad anaeróbica no aumenta de forma notoria hasta la entrada en la pubertad (en niños de corta edad la formación de ácido láctico es aún muy limitada, su máximo se alcanza entre los 20 y los 30 años de vida [cf. Keul, 1982, 31]), las cargas que conllevan una elevada producción de lactato no se deberían aplicar con frecuencia (en la pág. 199 nos ocupamos específicamente de la capacidad anaeróbica en la edad infantil).

      Como compensación de la menor capacidad glucolítica, el niño dispone de una mayor capacidad para los procesos metabólicos oxidativos: un porcentaje mayor de enzimas oxidativas en relación con las glucolíticas permite a la célula muscular del niño aprovechar con mayor rapidez los ácidos grasos libres, y por tanto proteger las reservas de glucosa en mayor medida que el adulto (cf. Berg/Keul/Huber, 1980, 490 s.). La presencia en los niños de un número de mitocondrias –lugares de producción de energía aeróbica– mayor que en los adultos nos confirma estas apreciaciones (cf. Bell/Mac Dougall/Billeter/Howald, 1980, 28).

      Para optimizar el entrenamiento infantil y juvenil necesitamos algunos conocimientos básicos de particularidades psicofísicas en las diferentes etapas de edad. Sólo con este bagaje podremos practicar un entrenamiento adecuado a la edad y al estado del desarrollo, acorde con las aspiraciones y necesidades de niños y jóvenes.

      En la siguiente descripción no nos ocuparemos de las condiciones anatomo-fisiológicas importantes para el desarrollo de las formas principales de trabajo motor (estas explicaciones se incluyen después de la descripción detallada de dichas formas principales), sino de las particulari dades psicofísicas de las diferentes etapas que interesan para la configuración del entrenamiento.

       Tabla 12. Clasificación de las etapas de edad según la edad cronológica

      La tabla 12 nos presenta un resumen de la clasificación de edades que utilizaremos en lo sucesivo. Esta clasificación no se debe tomar como un patrón rígido sino como una orientación general: las transiciones son fluidas y están en parte sometidas a oscilaciones individuales considerables.

      Lactancia y primera infancia

      La edad del lactante y del niño de la primera infancia tiene una importancia decisiva para el desarrollo global del niño. Para el desarrollo motor, el aprendizaje de la marcha y la integración social asociada a este proceso ocupan un lugar de preeminencia. No obstante, esta etapa es irrelevante para la incorporación a un proceso selectivo de ejercicio o de preentrenamiento. Corresponde a los padres la responsabilidad de crear para el niño un entorno psicosocial óptimo y estimulante en el aspecto motor, que se corresponda con las necesidades del niño y favorezca su desarrollo.

      Edad preescolar

      La edad escolar abarca el período entre los 3 y 6 o 7 años (ingreso en la escuela), y se la conoce como “edad de oro de la infancia”. Esta etapa se caracteriza por una intensa pulsión por el movimiento y el juego, una marcada curiosidad por todo lo desconocido –que se manifiesta con especial claridad en la “edad de las preguntas” entre 4 y 5 años–, el gusto por la fabulación y la predisposición afectiva hacia el aprendizaje. El continuo cambio de actividad en esta edad se explica por una capacidad de concentración escasa debido a un predominio marcado de los procesos cerebrales de estimulación frente a los de inhibición. El niño participa en una gran cantidad de juegos, que cambia y reorganiza de múltiples formas.

      El pensamiento del niño en edad preescolar es intuitivo, concreto, próximo a la práctica, estrechamente asociado a la experiencia personal y a una intensa emotividad. Se desarrolla bajo el influjo del juego y de acciones y experiencias motoras prácticas (cf. Demeter, 1981, 60). De aquí se deduce que toda restricción en el juego influye desfavorablemente sobre la capacidad de rendimiento mental. El ingreso en el jardín de infancia (o instituciones similares) supone una primera separación de la casa paterna y conlleva una ampliación del campo de aprendizaje social. Allí el niño, capaz de correr con rapidez, de atrapar un balón o de trepar con habilidad, disfruta de una alta consideración social. La eficacia de sus movimientos convierte a un niño en el compañero de juegos deseado. Las capacidades motoras mejoran de manera sustancial la capacidad de acción social y apoyan el sentimiento de la propia valía.

      Hacia el final de la edad preescolar (entre el quinto y el séptimo año de vida) se produce la primera transformación morfológica, caracterizada por un aumento de estatura y la pérdida de las proporciones típicas del niño de corta