–Desde que acabé la universidad –replicó ella, sintiéndose culpable al mentir, pero esperando acabar así con el interrogatorio.
La verde mirada de Matthew Carran recorrió su rostro. Sus ojos siempre habían tenido el poder de acariciar o fulminar. Ahora, como si hubiera adivinado que mentía, sólo podían describirse como glaciales. Tras un instante de silencio, cambió el rumbo de las preguntas.
–¿Ahora le exigen que lleve uniforme?
–No –dijo ella. Lois Amesbury había estado a favor de una cierta informalidad en su relación de trabajo.
–¿Tendría alguna objeción a llevar uno?
Caroline, disgustada por la idea, pero consciente de que no sería conveniente decirlo, se mordió el labio.
–No –contestó.
–¿Qué la impulsó a convertirse en niñera?
–Me gustan los niños –dijo. Era la verdad, siempre le habían gustado.
–Quizás piensa que ser niñera es una forma fácil de ganarse la vida –sugirió él, con voz sedosa.
–Nunca he pensado eso –barbotó ella, herida–. Ser niñera no es una forma fácil de ganarse la vida. Simplemente es el trabajo que más me gusta.
–¿Qué cualificaciones tiene, aparte de «que le gustan los niños»?
–He aprobado todos los cursos exigidos de educación, cuidado y dieta infantil.
–¿Qué dos cosas diría usted que son las más importantes en la vida de un niño?
–Seguridad y cariño –respondió ella sin dudarlo.
Durante un instante pareció que a él lo invadiera una intensa emoción, pero se desvaneció rápidamente, dejando su delgado y moreno rostro vacío de expresión. Caroline, incapaz de mirarlo a los ojos, le miró las manos. Eran delgadas, bonitas y musculosas, de dedos largos y con uñas bien cuidadas.
–¿Fuma? –preguntó él, de repente.
–No –parpadeó ella.
–¿Bebe?
–No.
–Pero, sin duda, … ¿habrá algún hombre en su vida?
Era casi como si la estuviera acosando y ella deseó intensamente no haberse puesto en esa situación.
–No.
–Vamos, por favor… –dijo él, estrechando los ojos.
–No sabía que tener un hombre en mi vida fuera un requisito –espetó ella, dejándose llevar por su genio. Un segundo después, maldijo su estupidez. ¿Por qué enfrentarse a Matthew Carran cuando quería ese trabajo con desesperación?
–Me sobran los sarcasmos, señorita Smith –replicó él, con dureza.
–Lo siento. Pero, ¿no cree que tengo derecho a mi vida privada?
–Todo el mundo tiene derecho a su vida privada. Sólo quiero asegurarme de que la suya no entrará en conflicto con sus obligaciones. Cuando la abuela de Caitlin murió, tuve que contratar a una niñera y cometí un gran error… –con los labios apretados y duros, continuó–. No tengo intención de cometer otro.
Caitlin, pensó Caroline, con el corazón a punto de estallar. La habían llamado Caitlin. La tensión había recubierto su cara de una fina película de sudor; al notar que las gafas se resbalaban las empujó hacia arriba.
–¿Por qué lleva gafas?
La pregunta, un ataque rápido como el de una serpiente de cascabel, la desconcertó.
–¿Perdón? –balbució.
–Le he preguntado que por qué lleva gafas.
–Porque… porque las necesito.
Él se levantó, se inclinó hacia ella y, sin pedir permiso, le quitó las gafas. Rígida por la impresión, intentó mantener la calma mientras él miraba atentamente sus claros ojos aguamarina.
Ansiedad, dolor, soledad, tristeza… fuera lo que fuera lo que vio en ellos no reflejó en su mirada ni un ápice de comprensión ni de haberla reconocido. Caroline dio las gracias a su ángel de la guarda, quienquiera que fuese. Prematuramente, ya que un segundo después Matthew levantó las gafas y miró a través de ellas.
–¿Por qué necesita unas gafas que no son más que cristal tintado? –preguntó. Se las devolvió y ella se las puso apresuradamente.
–Yo… pensé que sería mejor parecer algo mayor –tartamudeó, sin saber qué decir.
–Parecer mayor no la convierte en mejor candidata –gruñó él, con voz gélida.
La tensión la estaba provocando un agobiante dolor de cabeza y, convencida de que nunca conseguiría el puesto, se sintió vacía y desesperada. Comenzó a erguirse, deseando escapar de esos ojos despiadados.
–Bueno, si ha decidido que no soy la persona adecuada…
–Por favor, siéntese –ordenó él secamente–. No he decidido nada similar. Se sentó, temblorosa y él continuó–. Mientras usted venía hacia aquí sostuve una larga conversación con su actual jefa…
Hizo una pausa, como si quisiera mantener el suspense; con cada segundo que pasaba Caroline se ponía más nerviosa.
–Me comunicó que lleva con ellos más de dos años y me dio muy buenas referencias –comentó– ¿Para quién trabajó antes? –preguntó, justo cuando Caroline suspiraba con alivio.
–¿Antes?
–Antes de la señora Amesbury.
Ella comprendió, demasiado tarde, que al decirle que era niñera desde que dejó la universidad se había metido en un buen lío.
–Bueno, yo… –tartamudeó.
–Supongo que se acuerda ¿no? –insistió Matthew. No pensaba darle ni un respiro.
–Con el señor Nagel –improvisó ella, odiando mentir, pero sabiendo que no tenía otra opción–. Cuidé de su niño cuando su mujer los abandonó…
–¿Y?
–Ella volvió y se reconciliaron, así que ya no me necesitaban –dijo ella. Notó que le miraba las manos, que ella se retorcía con nerviosismo, e hizo un esfuerzo por calmarse.
–¿Tiene carta de recomendación del señor Nagel?
–Me temo… creo que la he perdido.
Él le lanzó una mirada escéptica que dejó bastante claro que no se creía ni una palabra. Caroline notó que un rubor de culpabilidad invadía sus mejillas.
–Supongo que sería satisfactoria, o los Amesbury no la habrían contratado –dijo él, y comenzó a golpear la mesa con el bolígrafo–. Muy bien, siempre que Caitlin esté de acuerdo, el puesto es suyo, con un mes de prueba –anunció. Ella lo miró, los pálidos labios entreabiertos; serio, continuó hablando–. Estoy dispuesto a concederle el mismo tiempo libre que tenía en su anterior empleo y, si sigue aquí tras el periodo de prueba, dos semanas de vacaciones pagadas. El salario será de… –mencionó una cantidad muy generosa– y disfrutará de una suite muy confortable al lado del cuarto de la niña.
Ella se quedó callada, y siguió mirándolo fijamente.
–Parece sorprendida. ¿Es que ya no quiere el trabajo? –preguntó con brusquedad.
–No… no es eso… No esperaba que me lo ofreciera.
–¿Por qué no?
–Me ha dado la impresión de que no le gustaba.
–Nunca he creído necesario que me gustara la niñera