Lee Wilkinson

La madre secreta


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Entonces está decidido. ¿Puedes estar preparada mañana después de la fiesta? A la edad de Caitlin viajar en coche es muy aburrido, pero si lo hacemos por la noche dormirá gran parte del viaje.

      Cuando salieron de Nueva York, a última hora de la tarde, llevaba un buen rato nevando. Copos blancos cubrían las aceras, se adherían a farolas y edificios, y se acumulaban con forma de sombrero puntiagudo sobre los semáforos. Las carreteras estaban despejadas y el viaje, en el todoterreno que Matthew había preferido a su Jaguar habitual, fue cómodo y poco problemático.

      Tal y como él había predicho, Caitlin, recién bañada y en pijama, dormía profundamente en un saco de dormir. Durante largo rato, el silencio sólo se vio interrumpido por el ruido del limpiaparabrisas.

      Caroline miraba los copos de nieve sin verlos en realidad; pensaba en la fiesta de cumpleaños. Le había puesto a Caitlin un vestido de fiesta y lazos a juego, que ella misma había comprado esa mañana. Cuando Matthew llegó a por la niña sólo había dicho «Vaya, estás preciosa», y eso alivió su desazón.

      –¿Puede venirse Caro? –preguntó Caitlin.

      –¿Por qué te llama Caro? –espetó él, con voz disgustada.

      –Yo se lo sugerí –admitió Caroline.

      –¿No crees que «nana» sería más apropiado?

      –Pensé que quizás hubiera llamado así a su abuela… algunos niños lo hacen –explicó ella, apurada.

      –¿Puede venir, papi? –insistió Caitlin.

      –¿Quieres que venga?

      La niña asintió con fuerza.

      –¿Tienes algo mejor que hacer? –preguntó Matthew, posando sus ojos verdes en el rostro de Caroline.

      –No, me encantaría ir –repuso ella con entusiasmo; la posibilidad de asistir la hizo tan feliz que olvidó su precaución habitual.

      La fiesta fue un gran éxito. Si Caroline hubiera notado la frecuencia con que Matthew la miraba a ella, en vez de a Caitlin, se habría alarmado; pero estaba tan ensimismada mirando a la niña, que el único momento difícil fue cuando una de las empleadas la llamó «señora Carran» y percibió la mirada helada de Matthew.

      –¿Te gustó la fiesta? –preguntó él irónico, como si hubiera adivinado sus pensamientos.

      –Oh, sí. Siempre me han gustado las fiestas infantiles –contestó ella con ligereza, intentando no mostrar su emoción–. Ver sus caritas y sus reacciones es fascinante.

      –Creí que quizás, al tener que estar pendiente de tantos niños, te habrías arrepentido de ir.

      –Oh, no, me encantó.

      –Aunque quizás deberías haber llevado uniforme –reconvino él mordaz–. El personal creyó que eras la madre de Caitlin.

      Caroline se quedó callada.

      –¿Has estado antes en Clear Lake? –preguntó él, dando un súbito giro a la conversación.

      –No –mintió ella, inspirando profundamente.

      –El paisaje es precioso, con bosques, montañas y manantiales de agua caliente. Es muy popular entre los neoyorquinos; por eso decidí construir el centro termal –con un ligero tono despectivo continuó–: Permite que los hastiados ciudadanos, o al menos los acomodados, se relajen y se dejen mimar en un entorno pintoresco.

      –Suenas un poco… despectivo…

      –Me encanta el lago, pero el ambiente del club siempre me ha parecido agobiante, por no decir claustrofóbico. Hace un par de meses pusieron en venta una vieja casa que me gustaba y decidí comprarla. Así, cuando haya acabado con las reformas, tendré un sitio realmente mío al que ir cuando necesite escapar de la ciudad.

      Caroline se relajó y comenzó a respirar con regularidad, pero la calma sólo duró un instante.

      –A mi hermanastro también le gustaba escaparse de la ciudad, pero solía quedarse en un hotel al norte del lago. Estaba allí de vacaciones cuando conoció a la mujer que se convirtió en su esposa. Creo que tuvieron un encontronazo en el vestíbulo del hotel. Fue amor a primera vista, al menos por parte de él. Estaba loco por ella…

      Caroline, dolorida, se preguntó por qué razón Matthew le contaba eso. Parecía que estuviera atormentándola a propósito.

      –Aunque supongo que no tenía ni idea de cómo era ella en realidad… –añadió Matthew con amargura y enfado–. Lo cierto es que la madre de Caitlin no tenía ni escrúpulos ni moralidad.

      Caroline se estremeció. Estaba claro que, a pesar del paso del tiempo, Matthew aún odiaba a su cuñada. Él puso punto final a la conversación encendiendo la radio; el sonido de Puente sobre aguas turbulentas inundó el coche.

      Caroline, vacía y emocionalmente agotada, apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. Debió quedarse dormida; cuando abrió los párpados entraban en el lujoso centro termal que vio por primera vez cuatro años atrás.

      Entonces había una tormenta de nieve; ahora vislumbró una escena de serena belleza. La nieve cubría todo con un suave manto de blancura y algunos copos revoloteaban suavemente en su caída hacia el suelo, pero el cielo estaba casi despejado. De la zona central partían varios caminos bien iluminados y ante la puerta principal había un árbol de Navidad enorme, adornado con bolas brillantes.

      A Caroline la sorprendió que Matthew, en vez de dirigirse a la entrada principal, tomara un camino hacia la izquierda y parara ante un chalet de madera de una sola planta, ligeramente apartado del resto.

      –¿Algo va mal? –preguntó él secamente, al ver la sorpresa en su rostro.

      –No… Imaginaba que nos alojaríamos en tu apartamento del edificio principal.

      –¿Cómo sabes que tengo un apartamento en el edificio principal? –preguntó él, su voz sonó tranquila pero letal.

      –Bueno, no, no es que lo sepa, claro… Pero me imaginé… –tartamudeó ella, y calló.

      –Lo cierto es que has acertado –admitió–. Dispongo de una suite, pero sólo tiene dos dormitorios; habrías tenido que compartir uno con Caitlin. O conmigo –Caroline se sonrojó profundamente y él añadió con sorna–. No me gustó la primera opción y creí que a ti no te gustaría la segunda.

      Matthew abrió la puerta y salió del coche. Ella, molesta y alarmada por su estúpido error, lo siguió.

      Caitlin, firmemente sujeta al asiento que compartía con Barnaby, seguía dormida. Matthew levanto a ambos con cuidado y los llevó al chalet, a una pequeña habitación con mobiliario infantil. Después, mientras Caroline la acostaba, salió a por el equipaje.

      Caroline encendió el intercomunicador, bajó la luz de la lámpara al mínimo y, tras besar la arrebolada mejilla de la niña, salió a la bonita zona de estar. En el centro de la habitación, situado a un nivel más bajo, había un sofá cubierto con suaves cojines, frente a la chimenea ya encendida. A un lado había una moderna cocina francesa, con un frigorífico bien abastecido.

      Caroline se quitó el abrigo y lo colgó tras una de las puertas correderas del vestíbulo, todavía desconcertada. Había esperado un bullicioso hotel, y la idea de estar allí a solas con Matthew le parecía maravillosa e inquietante al mismo tiempo; por no decir peligrosa. Desde su vuelta de Hong Kong, él estaba muy raro, siempre parecía a punto de estallar.

      Recordó sus palabras «…si me resulta imposible no ponerte las manos encima…» y tembló. Sólo tenía que besarla o tocarla una vez, y estaría perdida…

      La primera vez que lo vio, aunque tenía una cierta relación con otro hombre, se enamoró perdidamente de él. Matthew satisfizo sus deseos más profundos y primarios, y cuando recordó la intensidad de su respuesta cuando él le hizo el amor, su frente se cubrió de sudor