bell hooks

¿Acaso no soy yo una mujer?


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qué lugar ocupábamos en la sociedad en su conjunto. Y aunque estaba aprendiendo muchísimo acerca del sexismo y de cómo el pensamiento sexista conformaba la identidad femenina, no me enseñaban nada acerca de cómo la raza influía también en su modelación. En las clases y en los grupos de concienciación, cuando llamaba la atención acerca de las diferencias creadas en nuestras vidas por la raza y el racismo, mis camaradas blancas, ansiosas por formar lazos basados en nociones compartidas de sororidad, solían tratarme con desdén. Pero allí estaba yo, una joven negra y atrevida procedente del Kentucky rural, insistiendo en que había diferencias importantes que daban forma a las experiencias de las mujeres blancas y las negras. Mis esfuerzos por entender dichas diferencias, por explicar y transmitir su significado, sirvieron de trabajo preliminar para la escritura de ¿Acaso no soy yo una mujer? Mujeres negras y feminismo.

      Empecé a investigar y escribir mientras estudiaba la licenciatura. Y me asombra pensar que han transcurrido ya más de cuarenta años desde que empecé mi trabajo. En un principio, mis investigaciones toparon con el rechazo de una editorial. En aquel entonces nadie se imaginaba que pudiera haber un público para un libro acerca de las mujeres negras. En general, era más habitual que los negros denunciaran la emancipación de la mujer, por considerarla una reivindicación de las mujeres blancas. En consecuencia, las mujeres negras que se apuntaron con entusiasmo al movimiento quedaron aisladas y desconectadas del resto de la población negra. Con frecuencia éramos la única persona negra en círculos predominantemente blancos. Y sacar a colación el tema de la raza se consideraba un intento de desviar la atención de la política de género. No sorprende, por consiguiente, que las mujeres negras tuviéramos que crear un corpus teórico aparte en el que pudiéramos aglutinar nuestro entendimiento de la raza, la clase y el género.

      Combinando mi política feminista radical con mi necesidad de escribir, decidí desde buen principio que lo que quería era hacer libros que pudieran leerse y entenderse más allá de las fronteras de clase. En aquel entonces, las teóricas feministas lidiábamos con el problema del público: ¿a quién pretendíamos llegar con nuestro trabajo? Llegar a un público más amplio obligaba a escribir una obra clara y concisa, al alcance de lectores que no habían estudiado en la universidad y que ni siquiera habían acabado el instituto. Imaginando a mi madre como mi público ideal, la lectora a quien más anhelaba convertir al pensamiento feminista, cultivé una escritura que resultara comprensible a lectores de diversos trasfondos de clase.

      Acabar de escribir ¿Acaso no soy yo una mujer? y, diez años después, cerca de cumplir los treinta, ver cómo se publicaba supuso la culminación de mi propia lucha por la autorrealización, por ser una mujer libre e independiente. Cuando acudí a mi primera clase de estudios femeninos, impartida por la escritora blanca Tillie Olson, y la escuché hablar acerca del mundo de las mujeres que se esforzaban por conciliar el trabajo con la maternidad, mujeres a menudo cautivas de la dominación masculina, lloré con ella. Leímos su obra fundamental, I Stand Here Ironing, y empecé a ver a mi madre y a mujeres como ella, criadas en la década de 1950, bajo una nueva luz. Mi madre se casó muy joven, sin siquiera haber cumplido los veinte años, fue madre joven y, aunque nunca se consideró una defensora de las mujeres, había experimentado el dolor de la dominación sexista, lo que la había llevado a alentar a todas sus hijas, las seis, a estudiar para que en el futuro pudiéramos ser capaces de cubrir nuestras necesidades materiales y económicas sin depender de ningún hombre. Claro que encontraríamos un marido, pero antes teníamos que aprender a sobrevivir por nosotras mismas. Mi madre, cautiva de las cadenas del patriarcado, nos espoleó a liberarnos.

      Más que ningún otro libro que haya escrito, mi relación con mi madre dio forma al texto de ¿Acaso no soy yo una mujer? y fue toda una inspiración para mí. Escrita en un momento en que el smovimiento feminista contemporáneo se hallaba aún en su juventud, cuando también yo era joven, esta obra temprana tiene muchos defectos e imperfecciones, pero continúa funcionando como un potente catalizador para los lectores y las lectoras que desean indagar en las raíces del feminismo y las mujeres negras. Aunque mi madre ha fallecido ya, no pasa un día en que no piense en ella y en todas las mujeres negras como ella que, sin un movimiento político que las apuntalara ni teoría alguna sobre cómo ser feministas, proporcionaron claves prácticas para la liberación y ofrecieron a las generaciones que las sucedieron el regalo de la elección, la libertad y la plenitud mental, corporal y esencial.

      Agradecimientos

      Hace ocho años, cuando acometí la labor de investigación para redactar este libro, los debates acerca de «las mujeres negras y el feminismo» y «el racismo y el feminismo» eran poco frecuentes. Tanto amistades como desconocidos se apresuraban a cuestionar y ridiculizar mi preocupación por la situación de la mujer negra en Estados Unidos. Recuerdo una cena en la que hablé del libro y una persona, con voz estentórea y ahogándose de la risa, exclamó: «¡Pero ¿qué se puede decir de las mujeres negras?!». Otros se sumaron a sus carcajadas. Yo había escrito en el manuscrito que la existencia de las mujeres negras solía olvidarse, que con frecuencia se las ignoraba o denostaba, y mi vivencia en el momento de compartir las ideas recogidas en este libro me demostró que tales afirmaciones eran ciertas.

      En la mayoría de las fases de mi trabajo conté con la ayuda y el apoyo de Nate, mi amigo y compañero. Fue él quien, al verme regresar de las bibliotecas enfadada y decepcionada por el hecho de que hubiera tan pocos libros sobre mujeres negras, me dijo que debería escribir uno. Y también buscó documentación y me ayudó de modos diversos. Otra fuente impresionante de aliento y apoyo a mi trabajo procedió de las compañeras negras con quienes trabajé en la Oficina Telefónica de Berkeley entre 1973 y 1974. Cuando dejé el trabajo para matricularme en el curso de posgrado universitario en Wisconsin, perdí el contacto con aquellas mujeres, pero su energía y su sensación de que había mucho que explicar acerca de las mujeres negras, así como su creencia en que yo podía hacerlo, me ha servido siempre de puntal. Durante el proceso de edición, Ellen Herman, de South End Press, ha sido de suma ayuda. Nuestra relación ha sido política; hemos trabajado para tender puentes entre lo público y lo privado y convertir el contacto entre una escritora y una editora en una experiencia reafirmante, en lugar de deshumanizadora.

      Este libro está dedicado a Rosa Bell Watkins, quien nos enseñó a mí y a mis hermanas que las mujeres debemos tratarnos con respeto, protección, aliento y amor entre nosotras y que la sororidad empodera.

      Introducción

      En un momento de la historia norteamericana en el que las mujeres negras de todas las regiones del país podrían haber aunado fuerzas para exigir la igualdad para la mujer y un reconocimiento del impacto del sexismo en nuestro estatus social, en gran medida guardamos silencio. No obstante, nuestro silencio no fue solo una reacción contra las feministas blancas ni un gesto de solidaridad con los patriarcas negros. Era el silencio de las oprimidas, ese hondo silencio engendrado por la resignación y la aceptación de lo que el mundo nos tenía reservado. Las negras de la época no podíamos unirnos en la lucha por los derechos de las mujeres porque no concebíamos nuestra condición de mujeres como un aspecto importante de nuestra identidad. La socialización racista y sexista nos había condicionado para devaluar nuestra condición de género y contemplar la raza como la única etiqueta identificativa relevante. Dicho de otra manera, se nos pidió que renunciáramos a una parte de nosotras, y lo hicimos. En consecuencia, cuando el movimiento de emancipación de la mujer planteó el tema de la opresión sexista, argumentamos que el sexismo era insignificante en relación con la realidad más dura y brutal del racismo. Nos asustaba reconocer que el sexismo podía ser tan opresivo como el racismo. Nos aferramos a la esperanza de que la erradicación de la opresión racial bastaría para liberarnos. Éramos una nueva generación de mujeres negras a quienes se había enseñado a someterse, a aceptar nuestra inferioridad sexual y a guardar silencio.

      A diferencia de nosotras, las mujeres negras de los Estados Unidos del siglo XIX eran conscientes de que la verdadera libertad no solo dependía de liberarse de un orden social sexista que negaba sistemáticamente a todas las mujeres unos derechos humanos plenos. Aquellas mujeres negras participaron tanto en la lucha por la igualdad racial como en el movimiento en defensa de los derechos