que las mujeres negras deberían ser pacientes y apoyar a los hombres negros para que recuperen su masculinidad. La noción de feminidad, afirman (y solo cuando se les presiona para que se posicionen se dignan a reflexionar sobre ello o exponer argumentos), depende de su masculinidad. Y esta basura continúa.
Aunque algunas activistas negras se resistieron a los intentos de los hombres negros de obligarlas a adoptar un papel secundario en el movimiento, otras capitularon ante las exigencias masculinas de sumisión. Lo que había surgido como un movimiento que abogaba por la liberación de todas las personas negras de la opresión racista se convirtió en un movimiento cuyo objetivo principal era establecer un patriarcado negro. No sorprende que un movimiento tan preocupado por defender los intereses de los hombres negros no llamara la atención acerca de la doble repercusión que la opresión sexista y racista tenía en el estatus social de las mujeres negras. Se pidió a las mujeres negras que se difuminaran en un segundo plano, que dejaran que el foco alumbrara única y exclusivamente a los hombres negros. El hecho de que la mujer negra fuera víctima de la opresión sexista y racista se consideraba insignificante, porque el sufrimiento de una mujer, por grande que fuera, no podía anteponerse al dolor del hombre.
Irónicamente, mientras que el reciente movimiento feminista recalcaba que las mujeres negras eran víctimas por duplicado, de la opresión racista y sexista, las feministas blancas solían idealizar la experiencia de la mujer negra, en lugar de analizar el impacto negativo de dicha opresión. Cuando las feministas reconocen que las mujeres negras son víctimas y, al mismo tiempo, subrayan su fortaleza y su resistencia, lo que dan a entender es que, aunque las mujeres negras estén oprimidas, se las apañan para sortear las repercusiones nocivas de la opresión siendo fuertes, y eso, simple y llanamente, no es cierto. Por lo general, cuando alguien hace referencia a la «fortaleza» de las mujeres negras hace alusión a su percepción del modo en que las mujeres negras lidian con la opresión. Pasan por alto el hecho de que ser fuerte frente a la opresión no es lo mismo que superar la opresión, y que no conviene confundir la resistencia con la transformación. Con frecuencia, los observadores de la experiencia de la mujer negra confunden estos términos. La tendencia a idealizar la experiencia de las mujeres negras iniciada con el movimiento feminista acabó por permear en la cultura en su conjunto. La imagen estereotípica de la mujer negra «fuerte» dejó de verse como deshumanizadora y se convirtió en el nuevo emblema de la gloria de la mujer negra. Cuando el movimiento de emancipación de la mujer se hallaba en su momento álgido y las mujeres blancas rechazaban el papel de criadoras, de bestia de carga y de objeto sexual, se ensalzaba a las mujeres negras por su devoción a la tarea de la maternidad, por su capacidad «innata» de soportar tremendas cargas y por su accesibilidad creciente como objetos sexuales. Parecía que se nos había elegido por unanimidad para asumir todo aquello de lo que las mujeres blancas se estaban desembarazando. Ellas tenían la revista Ms.; nosotras, Essence. Ellas tenían libros que hablaban del impacto negativo del sexismo en sus vidas; nosotras, libros que defendían que las negras no tenían nada que ganar con la liberación de la mujer. A las mujeres negras se nos apremió a hallar la dignidad no en la liberación de la opresión sexista, sino mediante nuestra capacidad de amoldarnos, adaptarnos y sobrellevarla. Primero se nos pidió que nos pusiéramos en pie para que nos felicitaran por ser «mujercitas buenas» y luego se nos ordenó que nos sentáramos de nuevo y cerráramos la boca. Nadie se preocupó por analizar en qué medida el sexismo actúa de manera tanto independiente como en paralelo al racismo para oprimirnos.
No existe ningún otro colectivo en Estados Unidos cuya identidad se haya socializado tanto como el de las mujeres negras. Rara vez se nos reconoce como un colectivo aparte y distinto de los hombres negros o como una parte presente del grupo general de las «mujeres» de esta cultura. Cuando se habla de hombres negros, el sexismo milita en contra del reconocimiento de los intereses de las mujeres negras; y cuando se habla de mujeres, el racismo milita en contra del reconocimiento de los intereses de las mujeres negras. Cuando se habla de personas negras, el foco tiende a ponerse en los hombres, y cuando se habla de mujeres, el foco tiende a ponerse en las mujeres blancas. Y donde más evidente resulta este hecho es en el corpus de literatura feminista. Un ejemplo al respecto es el fragmento siguiente extraído del libro de William O’Neill Everyone Was Brave, donde se describe la reacción de las mujeres blancas al apoyo por parte de los hombres blancos al sufragio de los hombres negros en el siglo XIX:
Su incredulidad y su conmoción ante la idea de que los hombres se humillaran apoyando el sufragio de los negros y, en cambio, no el de las mujeres demostró los límites de su simpatía por los hombres negros y acabó por comportar la separación de estos viejos aliados.
El fragmento no precisa bien que la diferenciación sexual y racial excluía por completo a las mujeres negras de la ecuación. En la afirmación «Su incredulidad y su conmoción ante la idea de que los hombres se humillaran apoyando el sufragio de los negros y, en cambio, no el de las mujeres», la palabra «hombres» hace alusión exclusivamente a los hombres blancos; la palabra «negros», a los hombres negros, y la palabra «mujeres», a las mujeres blancas. La especificidad racial y sexual de aquello a lo que se hace alusión o bien no se reconoce por conveniencia o bien se suprime de manera deliberada. Otro ejemplo lo hallamos en una obra más reciente de la historiadora Barbara Berg, The Remembered Gate: Origins of American Feminism. Berg escribe:
En su lucha por el voto, las mujeres desatendieron y pusieron en riesgo los principios del feminismo. Las complejidades de la sociedad estadounidense a principios del siglo XX indujeron a las sufragistas a cambiar las bases de su demanda del sufragio.
Las mujeres a quienes alude Berg son mujeres blancas, aunque no lo explicite. A lo largo de la historia de Estados Unidos, el imperialismo racial de los blancos ha mantenido la costumbre de los teóricos de utilizar el término «mujeres» aunque se refirieran exclusivamente a la experiencia de las mujeres blancas, por más que dicha costumbre, tanto si se practica de manera consciente como inconsciente, perpetúa el racismo por el hecho de negar la existencia de mujeres de otras razas en el país. Y también perpetúa el sexismo por el hecho de asumir que la sexualidad es el único rasgo definidor de las mujeres blancas y negar su identidad racial. Las feministas blancas no pusieron en entredicho esta práctica sexista y racista, sino que le dieron continuación.
El ejemplo más flagrante de su apoyo a la exclusión de las mujeres negras se desveló cuando trazaron analogías entre las «mujeres» y los «negros», puesto que lo que en realidad estaban comparando era el estatus social de las mujeres blancas con el de la población negra. Como muchas personas de la sociedad racista en la que vivimos, las feministas blancas se sentían perfectamente cómodas escribiendo libros o artículos sobre la «cuestión femenina» en los que establecían analogías entre las «mujeres» y los «negros». Y puesto que las analogías derivan su fuerza, su atractivo y su misma razón de ser de la sensación de que dos fenómenos dispares se aproximan, si las mujeres blancas hubieran reconocido el solapamiento entre los términos «negras» y «mujeres» (es decir, si hubieran reconocido la existencia de las mujeres negras), dicha analogía habría sido innecesaria. Por el hecho de hacer continuamente esta analogía, inconscientemente sugieren que, para ellas, el término «mujer» es sinónimo de «mujer blanca» y el término «negro», sinónimo de «hombre negro». Y de ello se infiere que, en el vocabulario de un movimiento supuestamente interesado en erradicar la opresión sexista, existe una actitud sexista y racista hacia las mujeres negras. En la sociedad estadounidense, las actitudes sexistas y racistas no solo están presentes en la conciencia de los hombres, sino que afloran en todos nuestros modos de pensar y ser. Con excesiva frecuencia, en el movimiento de emancipación de la mujer se dio por sentado que era posible librarse del pensamiento sexista mediante la simple adopción de la retórica feminista pertinente; es más, se presupuso que el mero hecho de identificarse como oprimida liberaba de ser opresora. Y, en gran medida, esta grave suposición impidió a las feministas blancas entender y superar sus propias actitudes sexistas y racistas hacia las mujeres negras. Por más que hablaran de sororidad y solidaridad entre mujeres, las suyas eran palabras huecas, pues, en paralelo, desdeñaban a las mujeres negras.
Tal como en el siglo XIX el conflicto entre reivindicar el sufragio para los hombres negros o para todas las mujeres había situado a las mujeres negras en una posición peliaguda, las mujeres negras contemporáneas tenían la sensación de