Marco Sanz

La emancipación de los cuerpos


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para nosotros un espacio de tensión fundamental. Y lo es por lo menos desde los albores del siglo XX; y hoy en día, por mucho que la tecnología juegue con la posibilidad de manipular átomo por átomo la materia para romper nuestras limitaciones biológicas; hoy, que una nueva pandemia ha cimbrado la infraestructura institucional de varios países; hoy todo indica que nunca en la vida conseguiremos estar definitivamente sanos. Cuesta aceptarlo, pero en nosotros la enfermedad es algo siempre latente.

      Ahora bien, son numerosos los trabajos que han demostrado que la nuestra es una época dominada por el discurso médico: desde Michel Foucault a Lucien Sfez, pasando por Ivan Illich y Susan Sontag, diversos autores señalaron las rutas por las que salud y enfermedad terminaron troquelando muchas de nuestras representaciones de la realidad. Aunque me inspiro en tales aportaciones, querría esforzarme por hacer algo distinto. Intentaré penetrar, a través de un procedimiento de desmontaje crítico, en las entrañas de los conceptos para indagar en qué medida sirven de base para la implementación de dispositivos de dominación. Porque ceñirse sólo a la historia nos llevaría a amoldar la verdad en las hormas del relato, mientras que lo que aquí me propongo nos mostrará hasta qué punto los hechos están condicionados por factores que guardan con el tiempo una relación contradictoria; así como, por otra parte, nos ayudará a comprender que la aversión hacia la enfermedad –y, por extensión, hacia el dolor y la muerte– se explica y justifica en franco interés de la dehiscencia histórica que ha querido concebir al sujeto a imagen y semejanza de un modelo que, obsesionado con el crecimiento desregulado y la aceleración, enmascara la finitud y la vulnerabilidad humana para vender una versión más consumible de nosotros mismos. Sólo de esta forma se antoja posible revertir el agobiante efecto de moralizar la enfermedad y, en un golpe de suerte, quizás hasta podamos quebrar el hechizo de la alienación que ha sobrecargado la experiencia de nuestros cuerpos con una noción castrada de la temporalidad humana, en la medida en que pretende disimular su destino orgánico.

      Dada, entonces, la naturaleza del problema, será necesario compaginar ciertas estrategias metodológicas, tales como la fenomenología y la teoría crítica, si bien en el fondo intento recoger el estímulo de las investigaciones de un autor quizás injustamente olvidado; me refiero a José de Letamendi y Manjarrés (Barcelona, 1828-Madrid, 1897), un galeno y académico catalán cuya trayectoria intelectual desentonó un poco en el contexto de la medicina española del siglo XIX, ya que, según Ángel Ganivet, solía escribir como un filósofo hipocrático, cuando de su profesión se esperaba entonces la pompa de la prosa científica. Concretamente, busco recuperar y redimensionar una idea suya relativa a lo que podría tomarse como emblema de una fenomenología de la experiencia patológica, para vincularla a una crítica de la concepción moderna de la enfermedad.

      CAPÍTULO I

      Fenomenología crítica

      De la mano de Letamendi barruntamos que en cada una de nuestras prenociones late la verdad estructural del fenómeno. Mas, para saber en qué consiste nuestra prenoción de enfermedad, primero es necesario esclarecer cómo es aquello donde tal prenoción entronca con la realidad social. No hablamos sino de la vida, de esta vida nuestra, la de cada cual. Pues si la prenoción de enfermedad es vulgar, le toca al vulgo, «pero al vulgo en estado de solemnidad, a la espontaneidad humana de todo tiempo y lugar, manifestar qué es lo que por enfermedad debe preentender la ciencia, y cuanto más escrupuloso y extenso sea el escrutinio de ese universal sufragio, tanto más solemne, decisivo y supracientífico será el sentido de la prenoción que tratamos de depurar». Se vuelve necesario, así, explorar de qué modo Letamendi puede convertirse en un campo en que fundar la unidad inmediata de teoría y praxis. Si existe realmente ese sufragio universal acerca de la enfermedad, entonces habría que indagar hasta qué punto cabe caracterizar la vida humana como un subsuelo transindividual que, por estar orientado a su propia autorrealización, se halla en buena medida despejado de sesgos o particularizaciones ideológicas. Así, nuestra primera tarea consistirá en «depurar» o abrir paso, a