el de aquel cuyos usos y costumbres propenden a la reproducción de estereotipos favorables al statu quo: respiramos en una atmósfera de certezas que pululan y se comparten cual si fueran adictivas pero poco nutritivas golosinas. Y buena parte de lo que se dice y se cuenta, además de ser el producto de una polución ideológica, ha sido urdido para distraernos de nuestra condición de seres finitos, pues, como siglos atrás sentenció Pascal: «Los hombres, no habiendo podido remediar la muerte, la miseria, la ignorancia, han ideado, para ser felices, no pensar en ellas»[9]. No extraña, por tanto, que oigamos a la gente hablar de la enfermedad como si de un tabú se tratara. Y compartir esta y otras opiniones significa que, tras haber contraído el síndrome de la alteración, he dejado que las voces de otros resuenen en mi cámara craneal.
De tal suerte que lo contrario de la alteración es el ensimismamiento: la cualidad de hacer de uno mismo una frontera última, de volcar la atención hacia dentro en lugar de hacerlo hacia fuera, para poner entre paréntesis opiniones e influjos ideológicos y hurgar así en la propia entraña con ánimo de encontrar algo más que meros ecos. Sólo en virtud del ensimismamiento, pues, nos emancipamos de la manipulación mental de la que somos objeto, porque estando ensimismado uno duda de lo que tiene ante sí, coteja opiniones, contrasta argumentos: alcanza a vislumbrar lo que permanece invisibilizado por el «libre» juego de reciprocidades en que nos hallamos inmersos. ¿Y qué es, entonces, a lo que el enfermo se enfrenta cuando, ensimismado, no sabe más a qué atenerse? Es justo esta pregunta para la cual no tenemos todavía respuesta, pero que intentaremos abordar con el debido cuidado.
En la angustia, por ejemplo, el ensimismamiento se produce cuando el mundo parece desplomarse ante nosotros, o bien, cuando el diapasón de la nada hubo descendido hasta el nivel de nuestros quehaceres y argumentos. La suspensión se vuelve insoportable, y es necesario trazar una línea de fuga, urdir un insólito plan de ataque a la circunstancia que, por lo visto, no puede soportar durante mucho tiempo el vértigo de la libertad. Así, la angustia desempeña una función disruptiva: ella abre la posibilidad de un nuevo encuentro óntico con el mundo, de rebelarse y sellar un pacto inédito con él, provocando básicamente que abramos los ojos a realidades ocultas de las que, por otra parte, suele separarnos esa imagen ideal, esa fachada narcisista que construimos para reprimir nuestros miedos prístinos. Supongo que la enfermedad depara una situación similar. La tarea es, pues, demostrarlo.
[1] Cfr. G. Canguilhem, Escritos sobre la medicina, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, p. 47.
[2] Ideolojía, aforismo n.o 1966.
[3] V. Woolf, De la enfermedad, Palma, José J. de Olañeta Editor, 2014, pp. 29-30.
[4] Véase Aurora, 54.
[5] H. Marcuse, Contribuciones a una fenomenología del materialismo histórico (1928), seguido de Sobre filosofía concreta (1929), Madrid, Plaza y Valdés, 2010, p. 85.
[6] J. Arnau, La invención de la libertad, Girona, Atalanta, 2016, p. 115.
[7] J. Ortega y Gasset, «Ensimismamiento y alteración», en Obras completas, t. V, Madrid, Alianza-Revista de Occidente, 1983, p. 299.
[8] Daría la impresión de que recuperamos aquí aquella «jerga de la autenticidad» que Theodor W. Adorno sobajó con los venablos de la crítica. Pero no es así. Sin embargo, habrá que esperar a la última sección del capítulo IV para deslindar el problema.
[9] Pensamientos, 133-168.
CAPÍTULO II
Extirpar la forma, dominio de la masa
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