href="#ulink_1976fe7e-362d-5ca9-9434-c5a323d6cf71"> La megamordida de un Moby Dick prehistórico
Nostradamus y la profecía cumplida
El espinoso pez con joroba de fábula… o de fabulista
Las mascotas del señor y la señora Marcus
El pterosaurio encontrado en el mundo perdido
Biodiversidad III: el reino animal
La araña troglodita y la caverna de Platón
Bestiario prehistórico de Tolkien I
Bestiario prehistórico de Tolkien II
Secretaria, secretaria… y no sólo fui tu secretaria
Juegos de palabras intraducibles… o casi
Megachile con megalengua chomskiana
El dinosaurio vicioso y la banda de la buena suerte
Darwinula, darwini, darwinii, darwinia, darwiniana, darwiniensis…
Cuando el nombre de un científico es el nombre científico
La mosca escorpión que soñaba con ser nombrada como la mujer pájaro
La aturdida condición del tordo
Aventuras y desventuras con Steve Irwin, el Cazador de Cocodrilos
Las arañas tramperas de Bond, Jason Bond
¡Extra, extra! Se vale repetir, segunda parte
Depredador y todo un género de arañas de película
ESTO NO ES EL FIN: CUARTETO CALAVÉRICO A MANERA DE EPÍLOGO
A manera de preámbulo: inclasificable presentación de Carlos Linneo y su nomenclatura binominal
Hace mucho, mucho tiempo, los humanos nombraban a los cerdos cerdos… pero también puercos, cochinos, gorrinos, guarros, lechones, marranos, cuinos, y no faltaba quienes trataran a los jabalíes como un cerdo más. En el mundo todo era confusión.
Así estaban las cosas en el Reino de los Seres Vivientes cuando, cierto día, apareció un hombre que, para distinguirse de los demás, llevaba el nombre de Carl Nilsson Linnaeus, pero al que los hispanohablantes que lo conocían se referían como Carlos Linneo, o Carlitos, para abreviar.
A Charlie se le ocurrió que un sueco, como él, o un inglés, o un ruso o un mexicano o alguien de la nacionalidad que fuese, sin importar qué idioma hablase, podría saber que gris, pork, svin’yao y cerdo se referían al mismo animal si todos usaban un lenguaje en común al referirse al porcino personaje. Como todo ente instruido en sus días hablaba o, al menos, entendía algo de latín, Carolus Linnaeus escogió esta lengua muerta para dar a cada especie de ser vivo no uno, sino dos nombres.
Y vio Linneo que era bueno, y dijo a los taxónomos, sus seguidores y herederos intelectuales: “Desde ahora este puerco vulgar será conocido como Sus scrofa domestica”.
Y desde ese ahora, cuando alguien nos habla de la calidad de los jamones de un Sus scrofa domestica, al mencionar su nombre científico sabemos que no se refieren, por ejemplo, a los de Pumba, el facocero (Phacochoerus africanus) de la película El rey león, sin importar que físicamente se parezcan mucho.
Es momento de hacer una pequeña digresión: ¿no es este relato tan inexacto y, peor que eso, este libraco, una vulgarización extrema de la Sagrada Ciencia de la Taxonomía, responsable de clasificar a los seres vivientes? ¿Dónde quedó el rigor académico? ¿Quién pretende explicar de manera profunda y en unas cuantas páginas lo que a un especialista dentro de la zoología, la botánica o la microbiología le toma años y hasta décadas aprender en laboratorio, campo y biblioteca?
La verdad es que, en efecto, lo que el lector tiene en sus manos está muy lejos de ser un tratado de taxonomía. Por el contrario, y como indica su título, en estas páginas lo que aparecen son anécdotas variopintas sobre las mil y una razones —y, a veces, las sinrazones— detrás de los nombres científicos con que fueron bautizadas por sus descubridores una pequeña muestra de las millones de especies que viven, o han vivido alguna vez, en nuestro planeta.
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