una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que resultó de una helada arrasadora había segado más de ocho mil vidas en Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: «Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero». En una representación dirigida al gobierno, en 1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: «Preciso es recurrir al fomento de la industria, como única fuente de una prosperidad universal –decía–. De nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si estas decayesen otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas minas». La profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad minera. Zacatecas, alta y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y plata, en relación con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato tenía en explotación, apenas quedan, ahora, dos. No crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven actualmente en chozas de una sola habitación.
El derramamiento de la sangre y de las lágrimas: y sin embargo, el papa había resuelto que los indios tenían alma
En 1581, Felipe II había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio de los indígenas de América había sido aniquilado, y que los que aún vivían se veían obligados a pagar tributos por los muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos. Que dormían a la intemperie. Que las madres mataban a sus hijos para salvarlos del tormento en las minas.[43] Pero la hipocresía de la Corona tenía menos límites que el Imperio: la Corona recibía una quinta parte del valor de los metales que arrancaban sus súbditos en toda la extensión del Nuevo Mundo hispánico, además de otros impuestos, y otro tanto ocurría, en el siglo XVIII, con la Corona portuguesa en tierras de Brasil. La plata y el oro de América penetraron como un ácido corrosivo, al decir de Engels, por todos los poros de la sociedad feudal moribunda en Europa, y al servicio del naciente mercantilismo capitalista los empresarios mineros convirtieron a los indígenas y a los esclavos negros en un numerosísimo «proletariado externo» de la economía europea. La esclavitud grecorromana resucitaba en los hechos, en un mundo distinto; al infortunio de los indígenas de los imperios aniquilados en la América hispánica hay que sumar el terrible destino de los negros arrebatados a las aldeas africanas para trabajar en Brasil y en las Antillas. La economía colonial latinoamericana dispuso de la mayor concentración de fuerza de trabajo hasta entonces conocida, para hacer posible la mayor concentración de riqueza de que jamás haya dispuesto civilización alguna en la historia mundial.
Aquella violenta marea de codicia, horror y bravura no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo: las investigaciones recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino una población que oscila entre los veinticinco y treinta millones, y se estima que había una cantidad semejante de indios en la región andina; América Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes. Los indios de las Américas sumaban no menos de setenta millones, y quizá más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después se habían reducido, en total, a solo tres millones y medio.[44] Según el marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían vivido más de dos millones de indios, no quedaban más que cuatro mil familias indígenas en 1685. El arzobispo Liñán y Cisneros negaba el aniquilamiento de los indios: «Es que se ocultan –decía– para no pagar tributos, abusando de la libertad de que gozan y que no tenían en la época de los incas».[45]
Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas, y de la corte española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban una protección de papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo trabajo extenuante sustentaba al reino. La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba. De la esclavitud a la encomienda de servicios, y de esta a la encomienda de tributos y al régimen de salarios, las variantes en la condición jurídica de la mano de obra indígena no alteraron más que superficialmente su situación real. La Corona consideraba tan necesaria la explotación inhumana de la fuerza de trabajo aborigen, que en 1601 Felipe III dictó reglas prohibiendo el trabajo forzoso en las minas y, simultáneamente, envió otras instrucciones secretas ordenando continuarlo «en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción».[46] Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el visitador y gobernador Juan de Solórzano hizo una investigación sobre las condiciones de trabajo en las minas de mercurio de Huancavelica: «…el veneno penetraba en la pura médula, debilitando los miembros todos y provocando un temblor constante, muriendo los obreros, por lo general, en el espacio de cuatro años», informó al Consejo de Indias y al monarca. Pero en 1631 Felipe IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema, y su sucesor, Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas de mercurio eran directamente explotadas por la Corona, a diferencia de las minas de plata, que estaban en manos de empresarios privados.
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no regresaban jamás. Luis Capoche, que era dueño de minas y de ingenios, escribió que «estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba el reino». En las comunidades, los indígenas habían visto «volver muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin sus padres» y sabían que en la mina esperaban «mil muertes y desastres». Los españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra. Muchos de los indios morían por el camino, antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina las que más gente mataban. El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al Consejo de Indias, en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí era una «boca del infierno» que anualmente tragaba indios por millares y millares y que los rapaces mineros trataban a los naturales «como a animales sin dueño». Y fray Rodrigo de Loaysa diría después: «Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así como los otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa en ellas y devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables indios…».[47] Los caciques de las comunidades tenían la obligación de remplazar a los mitayos que iban muriendo, con nuevos hombres de dieciocho a cincuenta años de edad. El corral de repartimiento, donde se adjudicaban los indios a los dueños de las minas y los ingenios, una gigantesca cancha de paredes de piedra, sirve ahora para que los obreros jueguen al fútbol; la cárcel de los mitayos, un informe montón de ruinas, puede ser todavía contemplada a la entrada de Potosí.
En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella época que establecían la igualdad de derechos de los indios y los españoles para explotar las minas y prohibían expresamente que se lesionaran los derechos de los nativos. La historia formal –letra muerta que en nuestros tiempos recoge la letra muerta de los tiempos pasados– no tendría de qué quejarse, pero mientras se debatía en legajos infinitos la legislación del trabajo indígena y estallaba en tinta el talento de los juristas españoles, en América la ley «se acataba pero no se cumplía». En los hechos, «el pobre del indio es una moneda –al decir de Luis Capoche– con la cual se halla todo lo que es menester, como con oro y plata, y muy mejor». Numerosos individuos reivindicaban ante los tribunales su condición de mestizos para que no los mandaran a los socavones, ni los vendieran y revendieran en el mercado.
A fines del siglo XVIII, Concolorcorvo, por