Eduardo Galeano

Las venas abiertas de América Latina


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una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que resultó de una helada arrasadora había segado más de ocho mil vidas en Guanajuato.

      Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: «Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero». En una representación dirigida al gobierno, en 1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: «Preciso es recurrir al fomento de la industria, como única fuente de una prosperidad universal –decía–. De nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si estas decayesen otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas minas». La profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad minera. Zacatecas, alta y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y plata, en relación con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato tenía en explotación, apenas quedan, ahora, dos. No crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven actualmente en chozas de una sola habitación.

      En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella época que establecían la igualdad de derechos de los indios y los españoles para explotar las minas y prohibían expresamente que se lesionaran los derechos de los nativos. La historia formal –letra muerta que en nuestros tiempos recoge la letra muerta de los tiempos pasados– no tendría de qué quejarse, pero mientras se debatía en legajos infinitos la legislación del trabajo indígena y estallaba en tinta el talento de los juristas españoles, en América la ley «se acataba pero no se cumplía». En los hechos, «el pobre del indio es una moneda –al decir de Luis Capoche– con la cual se halla todo lo que es menester, como con oro y plata, y muy mejor». Numerosos individuos reivindicaban ante los tribunales su condición de mestizos para que no los mandaran a los socavones, ni los vendieran y revendieran en el mercado.

      A fines del siglo XVIII, Concolorcorvo, por