Nicolas Bourriuad

Inclusiones


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como una red de polinizaciones y actividades conjuntas. Pero el mundo no es una “casa” administrada por un patriarca, sino un espacio que supuestamente tenemos que compartir con otras formas de vida: con lo Otro. Y allí donde la ecología “considera siempre y exclusivamente el medio ambiente en términos de hábitat”, como lo ha escrito Emanuele Coccia, resulta clave “reconocer que existe lo inhabitable, que el espacio nunca podrá ser habitado de manera definitiva” (1) y que se trata, más que de establecerse, de mezclarse mejor.

      La crisis climática es, sin embargo, el primer acontecimiento que sincroniza a las sociedades humanas desde el desembarco de Cristóbal Colón en América. En la catástrofe ecológica, los pueblos amazónicos y los dirigentes del G7 comparten de nuevo una misma actualidad. A falta de algo mejor, celebramos esta sincronía desastrosa que incita a nuestras conciencias a que reconozcamos las interacciones y los lazos entre culturas, formas de vida y ecosistemas: aquello que Occidente se ha empecinado en destruir desde hace varios siglos. Sucede que los humanos y los no humanos, por primera vez desde la era del neolítico, se ven forzados a inventar un modo de cooperación, mientras la tecnología humana se ve obligada a buscar eso que Peter Sloterdijk llama una “homeotecnología”; es decir, un saber técnico que opere en el interior de las fuerzas naturales en vez de violarlas mediante un vínculo de dominación. La China taoísta, los dogones de Malí, los cherokees o los mapuches ya habían optado por esta forma de pensar según la cual no todos los retrocesos son malos, con la salvedad de que no se trata, justamente, de un paso atrás, sino de la inclusión tardía de las voces que fueron silenciadas por Occidente.

      Al mismo tiempo, el individuo conectado vive la inmediatez de la información en tiempo real, sobreexigido, bombardeado por acontecimientos más o menos artificiales. La densificación se apodera del planeta, y la población humana del siglo XXI tiene que afrontar una saturación sin precedentes. Si esta es, sin duda, la era de la sincronización de los tiempos, el capitalismo y la catástrofe ecológica nos conducen, los dos, hacia su versión estándar: en otras palabras, a una homogeneidad y una universalidad abstractas. Las luchas en pos de nuevos “colectivos” están lejos de haber disipado la ideología dominante, construida sobre un juego de oposiciones binarias y abstractas. Al auge de las homeotecnologías tiene que acompañarlo, no obstante, un nuevo holismo, un enfoque o un abordaje inclusivo del mundo, un pensamiento inmerso en ese medio natural que nos han enseñado a percibir como un “entorno”. Lo que Jacques Lacan bautizó el “estadio del espejo” es ese momento en que el niño se percibe por primera vez en su totalidad y no como un conjunto de fragmentos. Tengo la convicción de que el antropoceno funciona como un “estadio del espejo” colectivo, proponiendo la imagen de un universo por fin integral, hecho de lazos vitales y de codependencias, en reemplazo de un mundo hecho trizas por la depredación económica. Este enfoque inclusivo del mundo se orienta, entre los artistas de nuestro tiempo, hacia una forma actualizada de totemismo. Lo cual nos conduce a la antropología, pues este término designa un modo de organización social fundado sobre el principio del tótem: es decir, la convicción de que existe un lazo, una comunión esencial, entre una persona (o un grupo) y las especies naturales, sean estas animales, vegetales o incluso atmosféricas. La idea central del totemismo es la existencia de un lazo, de una conaturalidad dinámica entre los humanos y su medio.

      Occidente ha forjado un principio