como una red de polinizaciones y actividades conjuntas. Pero el mundo no es una “casa” administrada por un patriarca, sino un espacio que supuestamente tenemos que compartir con otras formas de vida: con lo Otro. Y allí donde la ecología “considera siempre y exclusivamente el medio ambiente en términos de hábitat”, como lo ha escrito Emanuele Coccia, resulta clave “reconocer que existe lo inhabitable, que el espacio nunca podrá ser habitado de manera definitiva” (1) y que se trata, más que de establecerse, de mezclarse mejor.
La crisis climática es, sin embargo, el primer acontecimiento que sincroniza a las sociedades humanas desde el desembarco de Cristóbal Colón en América. En la catástrofe ecológica, los pueblos amazónicos y los dirigentes del G7 comparten de nuevo una misma actualidad. A falta de algo mejor, celebramos esta sincronía desastrosa que incita a nuestras conciencias a que reconozcamos las interacciones y los lazos entre culturas, formas de vida y ecosistemas: aquello que Occidente se ha empecinado en destruir desde hace varios siglos. Sucede que los humanos y los no humanos, por primera vez desde la era del neolítico, se ven forzados a inventar un modo de cooperación, mientras la tecnología humana se ve obligada a buscar eso que Peter Sloterdijk llama una “homeotecnología”; es decir, un saber técnico que opere en el interior de las fuerzas naturales en vez de violarlas mediante un vínculo de dominación. La China taoísta, los dogones de Malí, los cherokees o los mapuches ya habían optado por esta forma de pensar según la cual no todos los retrocesos son malos, con la salvedad de que no se trata, justamente, de un paso atrás, sino de la inclusión tardía de las voces que fueron silenciadas por Occidente.
Al mismo tiempo, el individuo conectado vive la inmediatez de la información en tiempo real, sobreexigido, bombardeado por acontecimientos más o menos artificiales. La densificación se apodera del planeta, y la población humana del siglo XXI tiene que afrontar una saturación sin precedentes. Si esta es, sin duda, la era de la sincronización de los tiempos, el capitalismo y la catástrofe ecológica nos conducen, los dos, hacia su versión estándar: en otras palabras, a una homogeneidad y una universalidad abstractas. Las luchas en pos de nuevos “colectivos” están lejos de haber disipado la ideología dominante, construida sobre un juego de oposiciones binarias y abstractas. Al auge de las homeotecnologías tiene que acompañarlo, no obstante, un nuevo holismo, un enfoque o un abordaje inclusivo del mundo, un pensamiento inmerso en ese medio natural que nos han enseñado a percibir como un “entorno”. Lo que Jacques Lacan bautizó el “estadio del espejo” es ese momento en que el niño se percibe por primera vez en su totalidad y no como un conjunto de fragmentos. Tengo la convicción de que el antropoceno funciona como un “estadio del espejo” colectivo, proponiendo la imagen de un universo por fin integral, hecho de lazos vitales y de codependencias, en reemplazo de un mundo hecho trizas por la depredación económica. Este enfoque inclusivo del mundo se orienta, entre los artistas de nuestro tiempo, hacia una forma actualizada de totemismo. Lo cual nos conduce a la antropología, pues este término designa un modo de organización social fundado sobre el principio del tótem: es decir, la convicción de que existe un lazo, una comunión esencial, entre una persona (o un grupo) y las especies naturales, sean estas animales, vegetales o incluso atmosféricas. La idea central del totemismo es la existencia de un lazo, de una conaturalidad dinámica entre los humanos y su medio.
El antropoceno nos brinda otra lección: oponerse al capitalismo globalizado, al pensamiento colonial y al patriarcado es una sola cosa porque allí están las tres facetas de un mismo objeto ideológico, tres declinaciones de un sistema de pensamiento donde podemos localizar el origen de la separación que ha establecido Occidente entre naturaleza y cultura. A partir del siglo XVI, después de que se decretara en Europa la disociación entre el cuerpo vil, puramente animal, y el espíritu divinamente designado para controlarlo, fue muy fácil condenar el “estado natural”, donde fuera que este existiese. La racionalización capitalista del trabajo resulta indisociable de este corte tajante entre el ser humano y su medio, ya que ella misma es a la vez inseparable de una división de la naturaleza en unidades abstractas y comercializables. Pero también lo es un fenómeno que se comenta menos: en efecto, antes de convertirse en el sitio de su trabajo remunerado, los campos comunales representaban para los aldeanos un espacio de vida y de subsistencia, su medio. El arte ha seguido un camino comparable: a partir de ese momento de expropiación (de cercamiento), se generalizó en Europa un mercado privado de obras de arte que hasta entonces eran, básicamente, producidas en el seno de una comunidad o de un medio. Lo que se llama la “edad de oro” de la pintura holandesa corresponde a la generalización, durante el siglo XVII, de las grandes expropiaciones agrícolas y de la explotación planificada de las colonias del continente americano. “En otros períodos de la historia, el artista producía para una corte, para un mecenas, para una secta religiosa o para un partido político. Solamente después de la instauración del sistema capitalista, el artista fue llevado a producir para un mercado, para unos desconocidos en el otro extremo del mundo”. (2) Arrastrado a este movimiento general de racionalización abstracta, el arte, a pesar de todo, ha logrado preservar, bajo unas formas a menudo clandestinas o parciales, ciertos aspectos de la función social y de las prácticas espiritualistas provenientes de las sociedades precapitalistas, aspectos que ningún otro ámbito de la actividad humana podía cobijar así. Hoy tenemos que explorar la historia del arte como si fuese una red de galerías subterráneas y volver a coser los lazos rotos.
En mi libro previo, La exforma, (3) traté de mostrar cómo el arte moderno, a partir de Gustave Courbet, se constituyó en un lugar para el regreso de los seres y las cosas rechazadas por el poder: en una fuerza centrípeta que vuelve a dar vida pública a lo expulsado por la fuerza centrífuga. Estas exformas, fruto de negociaciones fronterizas entre lo excluido y lo admitido, entre la mercancía y el desecho, se manifiestan en tres grandes áreas: la ideología, el psicoanálisis y el arte. Antes aún, en Formas de vida, (4) había afirmado la necesidad de “hacer de nuestra vida una obra de arte” como verdadero imperativo categórico de la modernidad artística. Y un poco más tarde, en Estética relacional, (5) traté de teorizar las maneras mediante las cuales una nueva generación de artistas, en los años noventa, se adueñaba de la esfera interhumana y hacía de ella un reservorio de formas que permitieran repensar la actividad artística. Me doy cuenta, ahora que ha pasado el tiempo, que estos libros describen tres facetas del artista: como figura de excepción en el mundo capitalista, como inventor de estrategias que sean refractarias a la esfera productiva, como resistente a la dominación del valor-trabajo. Estos diferentes esbozos de una antropología del rechazo describen unas prácticas a través de las cuales el arte conservó unos valores sepultados o marginalizados por el proceso de racionalización de las existencias o por la exterminación de los pueblos que portaban estos valores. Pues, contrariamente al trabajo tal como se lo concibe y se lo vive en la economía capitalista, el artista sólo se somete a su propio orden y produce objetos en los cuales él/ella se reconoce, proyectando en ellos su persona. Los modos de trabajo que los artistas elaboran, la singularidad sociológica de la que se benefician, pero sobre todo los contenidos de sus trabajos, irreductibles a la ideología productivista, hacen de los artistas de la era capitalista los herederos de los magos, de los alquimistas y de las brujas de la Edad Media, dado que ocupan en nuestros días una posición análoga a la de todos ellos. Sin embargo, si los poderes toleran la presencia del arte en los márgenes de nuestro sistema es porque no constituye una amenaza directa: de esta manera pueden expresarse, desde el interior del sistema, unas ideas que serían indudablemente acalladas si provinieran de un espacio directamente “productivo”. ¿Cómo no advertir que, hoy, en el arte contemporáneo, se manifiesta, aquí y allá, la llama de los espacios confiscados, de las tradiciones matriarcales silenciadas, de las fiestas y los carnavales, del vagabundeo, de la magia animista y del encantamiento, de los cuerpos no sujetos a lógicas disciplinarias y de las espiritualidades vinculadas con la naturaleza? Con el objetivo de entender la naturaleza y las razones de esta persistencia, recurriré al concepto melanesio de mana, que la antropología define como un poder espiritual, una eficacia simbólica vehiculizada por ciertos objetos o por ciertas personas. Este objeto impalpable, al que Claude Lévi-Strauss le atribuyó la cualidad de ser una “forma de pensamiento universal y permanente”, reúne los fetiches y las instalaciones contemporáneas en un mismo espacio, el de una resistencia estética a la ideología utilitaria y productivista.
Occidente ha forjado un principio