Nicolas Bourriuad

Inclusiones


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con su medio ambiente, han hecho del espacio una zona de contemplación o de pensamiento, espacio que la comunicación eléctrica aniquila de modo instantáneo”. (16) Ese “cosmos” que evoca Warburg es un espacio abierto que comprende vastas distancias (la “lejanía”) y un más allá; es decir, lo opuesto a la inmediatez digital que en la actualidad aplasta el tiempo y el espacio en las pantallas. Walter Benjamin usaba términos similares para definir el aura de la obra de arte: “la única aparición de una lejanía”. (17) Pero hoy las señales van a la velocidad de la luz: la rapidez de las consecuencias en cadena va a la par de la rapidez de las emisiones humanas, que giran en bucle en las redes sociales. ¿Qué queda de la potencia del arte cuando la instantaneidad tiende a lo absoluto, cuando la destrucción de las distancias va de la mano de un mestizaje sin precedentes en el área de las culturas humanas? “Introducir de manera consciente una distancia entre uno mismo y el mundo exterior”, explica Warburg, “es lo que sin duda podemos designar como el acto fundador de la civilización humana; si el espacio que de esta manera fue abierto se vuelve el sustrato de una creación artística, entonces las condiciones están dadas para que esta conciencia de una distancia se convierta en una función social permanente [...] cuya capacidad o imposibilidad de orientar el entendimiento no significa nada menos que el destino de la cultura humana”. (18) Tomar distancia: el concepto vale también para las áreas físicas y psíquicas.

      Georges Bataille, al describir las pinturas rupestres en la cueva de Lascaux, escribió que “el sentido se da en su aparición, no en la cosa durable que subsiste tras la aparición”. Los frescos en los muros de la cueva de Lascaux o de la cueva de Altamira nos presentan a la sociedad humana tal como existía hace miles de años y en una suerte de cortocircuito: la obra de arte es una huella que tiene el poder de crear un pliegue en el tiempo, uniendo el ayer y el ahora. Allí hay diferencial. Para Bataille, su carácter específico se basa en la existencia de una distancia simbólica en el espacio o en el tiempo. Esta fuerza de aparición, que funda allí su valor, equivale a la irrupción de la lejanía en lo cercano: es su talento para ahondar en nuestro presente, como un túnel que lleva a otro planeta, como una suerte de antimateria. Barnett Newman dice algo análogo en su texto The Sublime Is Now: la obra de arte, escribe él, se revela en un “ahora” que funda su ser y que hace referencia a una realidad antropológica o, más particularmente para el pintor estadounidense, a los rituales amerindios antaño estudiados por Warburg. No obstante, la desaparición de la noción de original en el régimen contemporáneo de la duplicación infinita tiende a abolir, al mismo tiempo, el pasado y el presente de la aparición o, dicho de otra forma, la distancia sobre la cual se fundaba, en el pasado, el aura de la obra de arte: hoy estamos a la misma altura que las señales, inmersos en una proliferación infinita de imágenes que no se apoyan en el pasado y que ni siquiera quieren durar. Señales débiles, señales de carácter giratorio que se proyectan en bucle en las pantallas: la duración de la vida de las imágenes parece marchitarse, como si les faltara ese combustible que es la distancia. ¿Cómo puede hacer el arte para reencontrar esa distancia?

      La esfera artística podría definirse, desde las primeras pinturas rupestres hasta el día de hoy, como un espacio que permite la emisión y la recepción de señales. En efecto, el arte no es una simple imagen (un arte abstracto no propone ninguna) ni una cosa material (el arte no se resume a ello) ni un acto de comunicación: sólo puede definirse como un régimen relacional, un nivel específico de comprensión de la realidad, que los humanos emplean con fines a menudo misteriosos. “La comunicación instantánea destruye el cosmos”: la tesis de Aby Warburg se ilumina si la relacionamos con su concepción energética de la obra de arte, definida como un “dinamograma”, como una huella activa. Si desarrollamos esta idea, podemos admitir que toda obra consiste en la emisión de una señal, la que mantendrá la distancia del tiempo (o del espacio) que separa a dos civilizaciones gracias a la energía que despliega, y la que resistirá a la entropía (y, por lo tanto, a la insignificancia, al olvido, a su destino de desecho) en función de su capacidad para producir una energía que resulte utilizable para los observadores del futuro. Esta energía, que podríamos comparar con una fuerza de propulsión, funda la única definición universal de eso que los occidentales han resuelto llamar “belleza”: es decir, una combinación de maestría formal, de complejidad visual e intelectual, de esa capacidad que tiene el artista para codificar informaciones y sensaciones en la materia (o en el tiempo) y para restituir los retos mentales de la época donde él/ella se sitúa. Del éxito de esta combinación depende el potencial de interlocución duradera de la obra con sus receptores del presente y del futuro. Duradera es aquella obra que renueva regularmente su capacidad de interlocución con los seres humanos, como si con el paso de los años esta obra se conectara con distintas fuentes de energía. En otros términos, la obra duradera siempre logrará conectar con los más variados contextos intelectuales y sensibles: esto se debe a lo que ha capturado de su tiempo y a lo que ha anticipado del futuro, por lo que su forma seguirá hablándonos, generando ideas y derivas visuales con las cuales otros podrán entrar en diálogo. Un “diálogo infinito”, en cierto modo. Pero la vida de las obras de arte está hecha de altibajos de intensidad, en función de los contextos culturales que ellas van atravesando. En este sentido, Marcel Duchamp podía afirmar que “los que miran son los que hacen el cuadro”: si nuestra conversación con él se interrumpe, el cuadro desaparece y se transforma en un mueble que molesta. Pero ¿acaso hemos dejado de conversar con Giotto, con Vermeer, con Shitao, con Yves Klein?

      En el caso de los artistas que están muy cerca de nosotros en términos históricos, este diálogo no se ha estabilizado aún; en el caso de otros artistas, es posible que se renueve cuando emerja una nueva constelación ideológica. La evolución de las mentalidades, sobre todo en lo que atañe a la historia de los pueblos colonizados o a los avances del feminismo, nos permite reescribir hoy la historia del arte incluyendo a artistas como Artemisa y Georgia O’Keeffe o también al indio S.H. Raza, al puertorriqueño Francisco Oller o al marfileño Frédéric Bruly Bouabré: diferentes “conversaciones” que fueron interrumpidas por unos prejuicios ya superados o por unas visiones parciales del mundo. La longitud de ondas que hoy