Jake Shears

Los chicos siguen bailando


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estaba lleno de exageraciones. Me sentía un pánfilo, y a menudo avergonzado de mis expectativas sobre la magia real. A veces creía que la gente podía leer mis pensamientos excesivos, y ello me humillaba.

      Poco después, me llevó a unos lujosos multicines a ver el musical Annie. Le cantaba Tomorrow a la secretaria de la oficina de mi padre, a la amiga de mi madre, a cualquiera que me escuchara. El cine tenía unas gigantescas ventanas y, en el interior, cortinas de terciopelo rojo y naranja y alfombras estampadas que apestaban a mantequilla. Cada puerta de cada sala era un misterio; cada una señalaba un nuevo universo. Pero estaba convencido de que acabaríamos entrando en la sala equivocada y viendo algo tan espantoso como aquellos niños que caían en la picadora de carne.

      En otra ocasión, mi madre nos llevó a mí y a mis hermanas a ver Los cazafantasmas. Tan pronto como el primer espectro apareció en pantalla a los cinco minutos, el tejido de mi realidad se deshizo aún más. Arrastré a mi madre al vestíbulo del cine y, por supuesto, me eché a llorar. Fuimos a comprar al centro comercial que había al lado mientras mis hermanas acababan de ver la película, y pude observar cómo mi madre echaba un vistazo entre las perchas de leggings, cómo el fino material entre sus dedos se parecía a la malla que separaba nuestro mundo de las dimensiones desconocidas. Tenía tanto miedo de que alguna espantosa criatura del infierno apareciera por detrás de las blusas granate de cuello redondo y creara un caos total…

      Cualquier mínimo detalle podía desatar un estado obsesivo de pánico. Había una toma de la mano de alguien en una planta embotelladora al comienzo de Silkwood: me parecía un presagio de fatalidad. El vídeo de Don’t come around here no more reproduciéndose detrás de mis párpados cuando cerraba los ojos, Tom Petty recogiendo los adentros de Alicia en el país de las maravillas como si fuera un pastel. No podía dormir solo. Me despertaba en mitad de la noche, caminaba lentamente hacia el pasillo y allí me quedaba. La casa estaba viva y respirando. Me metía sigilosamente en la cama de mis padres por la parte de mi madre. Ella entonces me devolvía con amabilidad a mi cama y se quedaba allí hasta que me dormía. Pero a veces se rendía y me dejaba dormir a su lado. Este hábito continuó casi hasta el instituto.

      A pesar de que no podía arreglármelas solo, me fascinaba lo que me asustaba. Hacía que mis hermanas me contaran aliens o gremlins. Ellas eran pacientes y tenían habilidad para fragmentar las películas en actos, convirtiendo los exitosos thrillers en historias para dormir. Podía pasarme la vida buscando en nuestro videoclub. Las cajas con VHS eran bastante gráficas y daban miedo, y yo revoloteaba cerca de las lascivas carátulas de cartón hasta que me obligaban a ir a la sección de niños, que era donde debía estar. Qué mal me caía la mujer del mostrador. Siempre me recomendaba que me llevara a casa aburridas películas de animales o wésterns familiares. Me sentía obligado a alquilarlas, y acababa haciéndolo solo para no herir sus sentimientos. En casa, Phar lap o The golden seal se reproducían mientras yo me sentaba solo y las miraba, aburrido. Odiaba las películas que ella me recomendaba; nunca había nada que se le pareciera a un teleñeco, y los caballos siempre acababan muriéndose al final.

      Mis pesadillas se atemperaban con sueños de hombres. Pensaba en ellos abrazándome amablemente. Quería dormirme en sus brazos. Mientras veía El show de los teleñecos una tarde con mis hermanas, me dirigí a ellas y les dije que me iba a casar con el presentador invitado de ese episodio, Christopher Reeve. Imaginaba que sería un marido perfecto, y ¿acaso no sería fantástico poder envolver sus hombros con mis brazos? Mis hermanas fueron amables pero firmes: los chicos no se casaban con chicos. Me sonrojé. Es la primera vez que recuerdo sentirme realmente avergonzado.

      En los ochenta, Mesa, Arizona, estaba donde las afueras de Phoenix avanzaban lentamente hacia el desierto. Era el refugio de los parques de caravanas, una masa hervida de patios de grava y aparcamientos, cicatrizada con centros comerciales y tiendas de alimentación. Los nuevos negocios parecían emocionantes hasta que el último de los globos de la inauguración explotaba y el polvo vestía el lustre de los anuncios de plástico rasgado.

      Mi familia vivía en una casa de estilo rancho que mi padre había construido en los sesenta. Se asentaba sobre una pieza cuadrada de tierra rodeada por huertos de naranjas y campos de algodón, que a veces se convertían en plantaciones de sandías. La casa, de clase media, tenía aires spielbergianos: linóleo de motivos amarillos en la cocina y moquetas espumosas de verde oliva en los dormitorios. Cualquier indicio de ostentación residía en las antigüedades que mi padre había comprado en una venta de bienes a unas viejas tías ricachonas. Las alfombras orientales y las pinturas al óleo con marcos ornamentados no tenían sentido al lado de nuestro papel de pared años setenta y nuestras colchas de pana, pero desde mi bajo punto de vista eran tesoros de otro mundo, lejos de aquel desierto abrasador.

      Tanto mi padre como mi madre provenían de pasados modestos, así que no había demasiadas extravagancias más allá del amor que mi padre sentía por el transporte y la maquinaria. Su mayor pasión eran los aviones, y construía barcas y reensamblaba coches viejos con sus manos desnudas. El dinero que se gastaba en nuestro ocio siempre estaba acompañado por su trabajo duro y su ambiciosa imaginación.

      * * *

      Nació Archibald Borders Sellards allá por 1928, justo antes de la Depresión, en California, a las afueras de Los Ángeles, que él recordaba como una franja de campos de naranjas cortados por carreteras sucias. Se esforzó al máximo en la escuela, pero no importaba cuánto lo intentara, no pudo aprender a leer. Resultó que la causa de esto fue que mi padre y su tío pintaron una casa entera con pintura de plomo cuando mi padre tenía ocho años. Todos los días él se cubría de pintura, los colores corriendo por sus brazos. Nadie se percató por entonces de lo perjudicial que era y de cómo dañaba las habilidades principales del aprendizaje. Mientras crecía, me preguntaba constantemente por qué mi padre no podía deletrear bien.

      Dejó la escuela en séptimo y optó por intentar ganar dinero con el que contribuir a la supervivencia de la familia. Empezó a trabajar limando herraduras. Por diez centavos la pieza, el cocinero de la cafetería de su antigua escuela le compraba los conejos muertos que él cazaba. Cuando tenía doce años, se marchó con un circo y recorrió California; su principal tarea era mantener en marcha el generador de luz, que servía para que las luces de la carpa funcionaran. El circo viajaba con un elefante, un chimpancé, caballos y bailarinas. Mi padre conducía los camiones entre actuación y actuación, a pesar de no tener el carné de conducir. Eso lo convirtió en un conductor cuidadoso para el resto de su vida.

      Todo se resumía en trabajo interminable y agotador, duro para un hombre adulto, mucho más para un chaval de trece años con solo algo de ropa a sus espaldas. Una noche, el ácido derramado de una batería se comió sus pantalones, y tuvo que seguir llevándolos hasta que encontró otro par. Al final, se especializó en rociar con espray insecticida los limoneros, montado encima del camión, su cabeza flotando sobre los campos mientras los regaba con pesticidas. Siguió trabajando, mes a mes, y esperaba a alguna tarde libre