Masha Gessen

Sobrevivir a la autocracia


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electo no estaba preparado, que su propia victoria le había pillado desprevenido. Pero también era evidente que Trump no sentía mucho interés por la tarea de completar el gabinete, convencido además como estaba de que gran parte del mismo no debería siquiera existir.

      El interés de Trump por la presidencia se manifiesta en destellos y atisbos puntuales. A diferencia del Gobierno en general, el Ejército claramente sí le atraía –incluso se dice que había esperado un desfile militar en su investidura–, así que sus primeras nominaciones fueron generales: Mike Flynn como asesor de seguridad nacional, John Kelly como jefe del Departamento de Seguridad Nacional, James Mattis como secretario de Defensa y Mike Pompeo, capitán retirado, en la CIA.46 Al parecer también le interesaba la elección de su personal como espectáculo, así que para elegir al secretario de Estado montó algo que recordaba a su reality televisivo: entrevistó a su antiguo rival electoral Mitt Romney y lanzó la idea de nombrar al antiguo alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, antes de anunciar finalmente que se había decidido por el CEO de Exxon Rex Tillerson, otro magnate sin ningún tipo de experiencia en un Gobierno.47 Las competencias de Tillerson se reducían a haber llevado a buen puerto una serie de negociaciones con algunos de los regímenes más represivos del mundo, como Rusia y Arabia Saudí.

      En sus primeras semanas en el cargo, Trump firmó una ristra de órdenes ejecutivas que se correspondían con sus promesas electorales: construir un muro en la frontera sur, aumentar las deportaciones de inmigrantes, prohibir la entrada a EEUU de viajeros de países predominantemente musulmanes y acabar con el sistema de seguridad social creado por la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible.48 Estas órdenes estaban redactadas con descuido y no quedaba claro cuáles iban a ser sus consecuencias, en caso de que las hubiera; los fondos para construir el muro no podían recaudarse mágicamente a golpe de orden ejecutiva, y tampoco era posible revocar la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible de esa manera. The New York Times informaba de que el equipo del nuevo presidente era escuálido, apenas media docena de asesores desorientados en la Casa Blanca, donde no eran capaces ni de encontrar los interruptores de la luz, mientras que el propio Trump se desentendía de todo lo que no saliese de su pantalla de televisión. La jornada de trabajo presidencial finalizaba a las seis y media de la tarde, decía The New York Times.49 Una vez retirado a sus aposentos, se dedicaba a disparar tuits, espoleado por “comentarios aleatorios”, en palabras del mismo periódico.50

      Trump había hecho campaña a partir del insulto al Gobierno y él mismo era un insulto a la presidencia. Pero ¿podría alguien tan absurdo, tan incompetente a todas luces, suponer un peligro verdadero? Durante los primeros meses de la presidencia, la esperanza de que Trump se volviera “presidencial” se fue viendo remplazada poco a poco por la de que aquello se le diese lo suficientemente mal como para no poder infligir daños permanentes. Podríamos haber imaginado, aunque no vaticinado, que una pandemia convertiría su ignorancia arrogante en algo letal.

      Nos imaginamos a los villanos de la historia como genios del mal. Esto sucede porque aprendemos sobre ellos en los libros de historia, donde se tejen narrativas que imbuyen de lógica retrospectivamente a los acontecimientos, de manera que parecen predeterminados. Los historiadores y sus lectores aportan un sesgo de percepción inevitable al relato: si un acontecimiento histórico provocó una enorme destrucción, entonces la persona que estuvo detrás de este acontecimiento debía ser un monstruo de proporciones correspondientes. Por muy terrorífico que sea contemplar las catástrofes del siglo xx, resultaría todavía más pavoroso imaginar que la humanidad hubiese penetrado en sus momentos más oscuros sin pensar siquiera. No obstante, si leemos textos de esa época, veremos que los contemporáneos de Hitler y Stalin los consideraban personas de escasa inteligencia, educación e imaginación y, de hecho, incompetentes como personas para el liderazgo gubernamental y militar. Contrariamente a lo que se piensa, no eran prodigios de la política poseídos por un talento extraordinario que los llevó hasta el poder. Más bien fue su ignorancia tranquilizadora, esa arma contundente, lo que propulsó su ascenso en un mundo terriblemente complejo.

      Los dictadores contemporáneos, cuyo ascenso contemplamos en tiempo real, mantienen sus perfiles humanos. Fuimos testigos de la codicia y la vanidad de Silvio Berlusconi, que hizo una gestión catastrófica de la economía italiana. Reconocemos el deseo desesperado de Putin de despertar admiración o al menos miedo, a menudo literalmente a costa de su propio país. No obstante, la distancia física hace parecer a los villanos más grandes de lo que son en realidad. A medida que empezaba a calar plenamente el absurdo de Trump, acabando con cualquier esperanza de que se volviese un presidente digno, Putin iba convirtiéndose, en la imaginación estadounidense, en un brillante estratega, un experto agente secreto que tramaba el fin del mundo occidental. Lo cierto es que Putin era y sigue siendo un hombre de poca educación, mal informado, poco curioso, cuya ambición es mucho mayor que su comprensión del mundo. Hasta el punto de que, si tiene algún interés por el Gobierno, lo único que le preocupa es su propio papel al respecto –en el panorama mundial o en la televisión rusa–. Ya esté en una cumbre, pilote un avión o vuele en ala delta con grullas siberianas, lo que le interesa es el espectáculo del poder. En esto, Trump y él se parecen: para ellos, el Gobierno, la presidencia y la política empiezan y terminan en el poder, y la política pública no es más que la representación del poder.

      Trump estaba instituyendo el Gobierno a golpe de tuit, pero también, de manera más general, a golpe de gesto. Ese gesto podía ser una llamada telefónica a Carrier, el fabricante de unidades de aire acondicionado que aparentemente logró hacerle abandonar sus planes de deslocalizar puestos de trabajo de Indiana a México (lo cierto es que en el mejor de los casos la llamada consiguió retrasar unos meses algunos despidos), o anunciar la prohibición de viajar a EEUU desde Europa como respuesta a la propagación del coronavirus.51 La campaña de Trump se basaba en parte en su convicción de que la presidencia tenía que ser un cargo de decisiones simples y gestos claros. En público predicaba soluciones en una sola frase, mientras en privado se comenta que le preguntó repetidas veces a un asesor de política exterior por qué EEUU no podía usar armas nucleares “ya que las tenemos”.52 Durante su tercer mes en la presidencia autorizó un bombardeo en Siria. Envalentonado por la cobertura televisiva positiva, ordenó que se emplease en Afganistán un dispositivo explosivo gigantesco conocido como “la madre de todas las bombas” y después se jactó de haber dado al Ejército “autorización plena” –¿para qué complicar las cosas poniéndoles limitaciones a los generales?–. Al mes siguiente, Trump anunció que EEUU se retiraría del complejo y extensísimo Acuerdo de París para el clima, que tanto había costado negociar y que aparentemente él no había hecho ningún esfuerzo por entender: la complejidad del acuerdo resultaba ya en sí misma ofensiva, y la solución pasaba por la simplicidad de retirarse de él.

      En abril de 2017 Trump admitía que ser presidente estaba resultando más difícil de lo que esperaba.53 No pareció que el descubrimiento le insuflase humildad alguna. En línea con su manera de entender la política, reprochaba a sus oponentes –su predecesor, las élites, el establishment– que hubiesen complicado tanto las cosas. De no haberlo hecho, las cosas serían como tenían que ser: un hombre daría órdenes y se ejecutarían. No sería necesario tratar con legisladores recalcitrantes o, peor aún, con investigadores entrometidos. Un país, en posesión de las bombas más grandes del mundo, dominaría a todos los demás y no tendría que preocuparse por las intrincadas relaciones entre todos esos otros países. EEUU funcionaría como una empresa, una anticuada compañía vertical de esas que se gestionan mediante el puro y simple ejercicio del poder.

      La incompetencia de Trump es militante. No es un factor que pudiera mitigar el peligro: es el peligro mismo. La mecánica de la pugna entre la incompetencia militante y el conocimiento se pudo ver a lo largo de las audiencias de su proceso de destitución en 2019 y, de nuevo unos meses después, durante la pandemia del COVID-19. En este último caso, los propios expertos en salud pública del Gobierno trabajaban para contener la pandemia y sensibilizar a los ciudadanos mientras el presidente desacreditaba estos esfuerzos y minimizaba los riesgos con la petulancia de un hombre orgulloso de su ignorancia. En el otro, Trump, su abogado personal Rudy Giuliani y una pequeña troupe de diletantes y estafadores se dedicaban a lo que ellos llamaban objetivos de política exterior (que la testigo Fiona Hill describió con mayor precisión como “recados políticos”)