ni cuando había subido la escalera, ni cuando la había dejado sobre la cama… ni cuando la había desnudado.
Tal vez, sí se había despertado… Pero, entonces, recordaría lo sucedido y no había ni una sola imagen en su cabeza.
No quería pensar más en aquello.
Furiosa, bajó a la cocina y se preparó una taza de café. No comió nada. No tenía hambre. La verdad era que se sentía mareada.
Se quedó junto a la ventana, bebiendose el café cálido y reconfortante. Era una mañana brillante de otoño y le gustaba observar todo lo que ocurría fuera. Esa era una virtud que le resultaba muy útil en su trabajo y que le ayudaba a no pensar en lo que había ocurrido.
Después de la lluvia torrencial de la noche anterior, el sol brillaba aquella mañana con toda intensidad. Las hojas se dejaban arrastrar por una leve brisa. El primer día libre que tuviera las barrería todas.
Quedaban ya muy pocas flores en el jardín, pero el otoño traía otras diversiones. Se quedó mirando el complicado entramado de una tela de araña.
No obstante, por mucho que se empeñaba en pensar en otras cosas, no lo conseguía. ¿Cómo iba a poder trabajar? No podía concentrarse cuando en algún lugar había un vago recuerdo al que no podía darle forma concreta y que le perturbaba: cálidas manos acariciando su cuerpo…
Sacudió la cabeza. No, no recordaba aquello. Realmente, no recordaba nada.
Se sobresaltó al oír el timbre del teléfono.
Levantó el auricular lentamente.
–¿Diga? –le costó lograr que la voz no le temblara… Pero, después de todo, no podía ser él. ¿Para qué iba a llamar? A pesar de esa certeza, algo le decía que no sería la última vez que lo había visto.
–¿Zoe? –la voz sonó insegura pero muy familiar–. ¿Eres tú? ¿Estás bien?
Era la ayudante de producción, Barbara, una mujer activa, muy trabajadora de veintipocos años.
Zoe se recompuso como pudo.
–Sí, claro que soy yo.
–No sé, me suenas diferente, como si te hubieras quedado sin aliento. ¿Te he despertado? ¿Habías olvidado que empezábamos a las cinco y media? ¿Te has dormido?
–Sí, me he dormido. El despertador no sonó. Pero estoy ya a punto de salir –todo el mundo debía de estar lanzando improperios contra ella, por haberles hecho levantar tan pronto–. Llegaré en media hora. ¿Will ha empezado ya? ¿Ha colocado las cámaras?
–Sí. Creo que ya está casi listo. Acaba de irse a desayunar y hay un montón de extras por aquí devorando salchichas.
–Bien. Estaré allí lo antes posible.
Zoe colgó, dejó la taza, agarró sus cosas, cerró la puerta de la casa y se metió en el coche, tratando, continuamente, de librarse de los recuerdos que la agitada noche le había dejado.
Ya pensaría sobre ello más adelante. En aquel momento, no podía permitirse nada que no fuera pensar en la película.
Con un poco de suerte no volvería a ver a Connel Hillier nunca más en su vida.
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