Elle Kennedy

Amor inesperado


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del hockey más competitivo que jamás se haya visto. Todos deseamos llegar al torneo nacional y, si eso sale mal, esperamos una puntuación lo suficientemente buena como para ir a la final. Hay temporadas enteras en juego aquí.

      —Sí —coincido, y abro la botella—. Estamos cansados. Apenas puedo mantener los ojos abiertos en clase. Todo mi cuerpo es un gran moretón. Vivo y respiro por estas eliminatorias. Me obsesiono con la estrategia cada noche antes de dormir. —Doy un trago largo—. Pero esto es por lo que nos apuntamos, y estamos muy cerca de recoger los frutos. El partido contra Princeton será el más duro de la temporada.

      —A mí no me preocupa Princeton —dice Coby con una sonrisa arrogante—. Ya les hemos ganado una vez este año.

      —Muy al principio de la temporada —señalo—. Se han puesto las pilas desde entonces. Han arrasado en los cuartos de final contra Union.

      —¿Y? —Coby se encoge de hombros—. Nosotros también lo hicimos.

      Tiene razón. La semana pasada jugamos el mejor partido de hockey de nuestra vida. Pero ahora estamos en las semifinales. La cosa se ha puesto seria.

      —Ya no es al mejor de tres —les recuerdo a los chicos—. Ahora es eliminación directa. Si perdemos, estamos fuera.

      —¿Después de la temporada que hemos hecho? —dice Dmitry—. Nos seleccionarán para el torneo nacional incluso si no llegamos a la final de la liga.

      —¿Apostarías la temporada entera por eso? —lo reto—. ¿No preferirías tener el puesto garantizado?

      —Bueno, sí, pero…

      —Pero nada —lo corto—. No dejaré que nuestras esperanzas dependan de que nuestra temporada se considere lo suficientemente buena como para continuar. Voy a apostar por que le demos una paliza a Princeton este fin de semana. ¿Lo entiendes?

      —Sí, señor —masculla Dmitry.

      —Sí, señor —repiten algunos de los chicos más jóvenes.

      —Ya os he dicho que no tenéis que llamarme señor. Dios.

      —¿Quieres que te llamemos Dios? —dice Brooks, que parpadea inocentemente.

      —No, eso tampoco. Solo quiero que ganéis. Que ganemos. —Y estamos tan cerca que casi noto el sabor de la victoria.

      Llevamos… mierda, ni siquiera sé cuánto hace que Harvard no gana el campeonato de la NCAA de hockey. De todos modos, no lo ha hecho durante mi liderazgo.

      —¿Cuánto hace que los Carmesí no ganamos la Frozen Four? —le pregunto a Aldrick, nuestro chico de estadísticas residente. Su mente es como una enciclopedia. Sabe cualquier trivialidad que exista sobre el hockey, por minúscula que sea.

      —1989 —confirma.

      —Ochenta y nueve —repito—. Hace casi tres décadas que no nos coronamos campeones nacionales. Los partidos del Beanpot no importan. La final de la liga no cuenta. Nos centramos en el premio de verdad.

      Barro la sala con la mirada de nuevo. Para colmo, McCarthy está mirando el móvil otra vez, y ni siquiera se molesta en disimularlo.

      —En serio, ¿sabes qué le estaban haciendo a mi polla cuando has convocado esta reunión? —se queja Brooks—. Había sirope de chocolate de por medio.

      Algunos de los chicos aúllan.

      —¿Y lo único que querías hacer era soltarnos este discursito digno de El Milagro? Porque, sí, lo entendemos —añade Brooks—. Tenemos que ganar.

      —Sí, tenemos que hacerlo. Y no necesitamos distracciones. —Le dedico a Brooks una mirada penetrante y, luego, hago lo mismo con McCarthy.

      El de segundo se alarma.

      —¿Qué?

      —Que también me refiero a ti. —Fijo la mirada en la suya—. Déjate de jueguecitos con la hija de Chad Jensen.

      La aflicción se refleja en su rostro. No me siento mal por delatar a McCarthy a quien sea que no lo supiera, porque estoy bastante seguro de que todo el mundo ya lo sabía y sus madres también. Lleva su rollo con Brenna como una insignia de honor. No habla del tema en los vestuarios como un cerdo, pero tampoco se calla la boca sobre lo guapa que es la chica.

      —Mira, no suelo deciros qué hacer con vuestras pollas, pero estamos hablando de unas pocas semanas. Seguro que las podéis tener guardaditas en los pantalones durante este tiempo.

      —¿Entonces no tenemos permiso para follar? —exclama horrorizado Jonah, uno de tercero—. Porque, si es así, me gustaría que fueras tú quien llamara a mi novia para informarla del tema.

      —Buena suerte, capitán. Vi es una ninfómana —añade Heath entre risas, en referencia a la chica de Jonah de toda la vida.

      —Espera un segundo. ¿Tú no saliste del bar con una pelirroja guapísima la otra noche? —pregunta Coby—. Porque no parece que hagas lo que predicas, hermano.

      —La hipocresía es la muleta del demonio —dice Brooks con solemnidad.

      Reprimo un suspiro y levanto una mano para que dejen de hablar.

      —No digo que no tengáis rollitos; solo quiero que no os distraigáis. Si no puedes organizarte con el rollo, no lo tengas. Jonah, Vi y tú folláis como conejos y nunca ha afectado a tu rendimiento sobre el hielo. Así que, por mí, seguid haciéndolo. Pero tú… —Echo otra mirada severa a McCarthy—. Tú la has liado durante toda la semana en los entrenamientos.

      —Qué va —protesta.

      Nuestro portero, Johansson, se une a la conversación:

      —Has fallado todos los tiros a puerta en el ejercicio de esta mañana.

      McCarthy se queda atónito.

      —Tú has parado todos mis tiros. ¿Me estáis echando esto en cara porque tú eres un buen portero?

      —Eres nuestro mejor marcador después de Jake —responde Johansson, y se encoge de hombros—. Tendrías que haber metido al menos un par.

      —¿Y por qué tiene que ser culpa de Brenna que haya tenido un mal día? Yo… —se calla de golpe y se mira la mano. Supongo que ha recibido una notificación.

      —Por Dios, acabas de confirmar lo que dice Connelly —ruge Potts, uno de nuestros delanteros—. Deja el móvil. Algunos de nosotros queremos que la reunión se termine ya para irnos a casa y abrirnos una cerveza.

      Me giro hacia Potts.

      —Hablando de cerveza… Bray y tú tenéis oficialmente prohibido asistir a fiestas de hermandades hasta nuevo aviso.

      —Venga ya, Connelly —se resiste Will Bray.

      —El beer pong es divertido, lo entiendo, pero vosotros dos tendréis que absteneros. Por el amor de Dios, Potts, te está saliendo barriga cervecera.

      Todos los ojos de la sala se posan en su torso. Lo lleva cubierto por una sudadera de Harvard, pero lo veo en el vestuario cada día. Sé lo que hay debajo.

      Brooks me chista con desaprobación.

      —No puedo creer que estés avergonzando a Potts por su cuerpo.

      Le frunzo el ceño a mi compañero de piso.

      —No lo avergüenzo. Solo señalo que todos esos torneos de beer pong lo ralentizan en la pista.

      —Es verdad —dice Potts, taciturno—. Últimamente, meto mucho la pata.

      Alguien se ríe.

      —No estás metiendo la pata —le aseguro—. Pero sí, podrías considerar dejar la cerveza un par de semanas. Y tú. —Es el turno de Weston—. Llegó la hora de la abstinencia para ti también.

      —Que te den. El sexo me da superpoderes.

      Pongo