Javier Cotelo Villarreal

Al volante de un santo


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Padre me dijo que uno de aquellos días me llevaría a dar un paseo en coche por Roma. Después de oír Misa me fui a Orsini, otro centro de la Obra muy cerca del Tiber.

      Giorgio De Filippi, un estudiante de Medicina, me llevó a conocer Roma en una moto Vespa de color verde. Fuimos hasta el final de la Via Appia Antica, donde nos quedamos sin gasolina... La situación me resultaba familiar... Empujábamos la Vespa hasta coronar las cuestas, y bajábamos remando con los pies. La “ley del litro” era inexorable.

      Iba llamando a diario por teléfono a Villa Tevere, hasta que me dijeron que fuese al día siguiente para salir de paseo con san Josemaría. Montamos en un Fiat Topolino de color negro. El Padre iba delante, junto al conductor, que se llamaba Armando Serrano. Como era un coche de dos plazas, yo ocupé el lugar destinado a las maletas, en la parte posterior. Al poco de salir, el Padre insinuó que volviésemos a casa porque yo iba muy incómodo, como una pescadilla, mordiéndome las rodillas. Yo insistí en que iba estupendamente, y estaba dispuesto a recorrer Roma de aquella manera sin ningún problema. San Josemaría cedió, y fue explicándome cosas de los sitios por donde pasábamos. En Via Nazionale hizo que me fijase en una iglesia valdense con torre de ladrillo y franjas de piedra blanca. «Parece una iglesia en camiseta», dijo. Desde el Circo Máximo subimos al Aventino. Me bajé del coche para ver la cúpula de San Pedro, como hacen siempre los turistas, por el ojo de la cerradura del parque de la Orden de Malta. Llegamos a la plaza de San Pedro, donde el Padre recitó el Credo como solía, es decir, con el añadido «a pesar de los pesares» a propósito de la Iglesia. Alguna vez explicó el sentido de ese inciso: «En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos» (Es Cristo que pasa, 131).

      El día 15 por la mañana me despedí de él en Villa Tevere y, ya en Madrid, supe que no podría ir a América sin haber cumplido antes el servicio militar. De hecho, ya no fui al Perú pero, siguiendo la expresión castiza de mi tierra, “que me quiten lo bailao...”.

      LA PRIMERA VEZ QUE LLEVÉ A SAN JOSEMARÍA EN COCHE

      A PRIMEROS DE OCTUBRE DE 1953, los del centro de estudios estábamos haciendo un rato de oración en el oratorio de Diego de León cuando oímos la potente voz de san Josemaría: «¿No hay nadie en esta casa?». Fue una sorpresa, pues no sabíamos que estuviese en Madrid. Pocos segundos después, descorrió la puerta, entró en el oratorio e hizo una genuflexión pausada y llena de piedad, que me impresionó. Avanzó hasta la cruz de palo colgada en la pared frente al Sagrario y la besó con tal cariño que me pareció que la abrazaba. Luego salió silenciosamente.

      Poco después supe que sería yo quien le llevaría en el nuevo coche, aún por estrenar, regalado por los padres de Fernando Camacho. Se trataba de un Renault Fregate idéntico al de mis padres, que yo sabía manejar. «Por favor, prepara el coche, porque mañana llevarás al Padre a Los Rosales», me dijeron. Así se llama un centro de mujeres en Villaviciosa de Odón, una localidad cercana a Madrid.

      Y así lo hice. Al poco, san Josemaría se montaba en el asiento de atrás, acompañado por Amadeo de Fuenmayor, catedrático de Derecho Civil, que se había ordenado sacerdote cuatro años antes. En cuanto arranqué, me animó a que condujese tranquilo, como lo hacía cuando llevaba a mis padres. Después me preguntó si sabía qué era el “silencio de oficio” y me lo explicó con detalle: «Un abogado no puede decir ni a su propia mujer ni a nadie el lío en que se ha metido uno de sus clientes; un médico no puede comentar: “Fulano tiene mal el hígado, porque bebe demasiado…”. Hacer esos comentarios es faltar al silencio de oficio. Pues bien, el silencio de oficio [en tu caso] consiste en que ni ve dónde va, ni oye lo que se dice… No puedes ir contando que llevaste al Padre aquí o allá, ni decir lo que iba hablando. ¿Está claro?». Nunca he olvidado esta lección, que ha sido fundamental en mi vida. Ciertamente, en estos recuerdos parece que me salto esa petición de silencio, pero no es así: él me pidió personalmente que contase a quienes vinieran detrás cómo nos quería, y sus sucesores me animaron también a hacerlo de forma expresa.

      Al llegar a Los Rosales, entró san Josemaría con don Amadeo, y yo me quedé esperándoles en el jardín posterior de la casa. Desde allí se oía el rumor característico de una tertulia con el fundador del Opus Dei: el gran silencio con el que se escuchaban sus palabras, interrumpido a menudo por risas femeninas.

      Durante esos días le llevé un par de veces a centros del Opus Dei cercanos a Diego de León. Siempre procuraba animarme.

      En todo caso, había hecho algo mal al desempeñar aquel encargo, y es probable que en aquella ocasión indicara que nadie me dijese nada. Prefería hacerlo él mismo cuando regresara a España en la siguiente ocasión. Y así fue. Al año siguiente, durante una tertulia —para diversión mía y de todos— me señaló con el dedo: «Este me llevó en un coche empapelado. Esperaba llevar a alguien más importante para desempapelar el coche». Efectivamente, el coche estaba tan nuevo que aún tenía protegida la tapicería con papel de estraza, y a mí no se me había ocurrido quitarlo.

      PATOS EN EL TABLERO

      MI PRIMERA ESTANCIA EN ROMA para trabajar en las obras de construcción de Villa Tevere comenzó en el verano de 1955 y continuó durante el curso 1955-56, mientras estudiaba 2.º de Arquitectura. También pasé en Roma el verano de 1956, después de hacer los exámenes en Madrid. Me dedicaba a ayudar en el estudio de arquitectos que estaba proyectando y dirigiendo esas obras.

      El primer encargo que recibí fue proyectar las puertas de la Sacristía Mayor, y otros detalles de ese mismo ambiente. Después me ocupé de diseñar un patio de la primera planta, denonimado Vicolo degli Archi. Jesús Álvarez Gazapo, el jefe del estudio, me explicó lo que deseaba san Josemaría para ese callejón interno: debía ser “el pulmón de la casa”, porque con la ampliación iba a quedar reducido el jardín. Convenía que quien quisiera pasear o tener un rato de esparcimiento pudiera estar allí, en el Vicolo, sin ver ni ser visto por los vecinos, que tendían su ropa en la fachada posterior del edificio contiguo. Con un seto alto de cipreses y unos arcos de pared a pared similares a los que hay junto a la basílica romana de los santos Juan y Pablo, en el monte Celio, se lograría ese aislamiento. Había que convertir la idea general en proyecto detallado, previendo incluso la distribución entre los paños de pared de fragmentos de piedras antiguas y otros elementos decorativos que ya teníamos.

      Una mañana el Padre nos indicó a los arquitectos algo que habíamos hecho mal, y lo hizo con palabras claras, llenas de cariño y de fortaleza. Los errores del arquitecto suelen costar caros… Siempre sufría mientras nos “reñía”, pero también nos recogía después con algún detalle afectuoso. Esa vez, el detalle consistió en pasear por la tarde con nosotros por el Vicolo. No recuerdo cuál había sido el error, pero nunca olvidaré sus palabras durante aquel paseo: «Un buen padre debe tener para sus hijos un corazón cariñoso de madre y de abuela; y debe tener también un brazo fuerte para formarlos en la libertad y responsabilidad de los hijos de Dios… Esa fortaleza es también cariño. No es un buen padre el que es dulzón y blandito como un merengue. Debe esforzarse en corregir y enseñar, para hacer de sus hijos unos buenos cristianos». Sin pretenderlo, describió de un modo formidable cómo era su paternidad: nos quería muchísimo, a cada uno, también mientras nos corregía.

      El Vicolo degli Archi me recuerda también a Adolfo Isoardi, uno de los primeros argentinos de la Obra que habían ido a Roma. Quería enviar una fotografía a sus padres, y san Josemaría le sugirió que se la hiciese conmigo, que siempre he sido muy delgado, para que a su madre le pareciese, por contraste, que su hijo había engordado. Nos la hicimos allí, en el Vicolo.

      En una ocasión estaba yo en el estudio de arquitectos, ante el tablero, buscando la forma de colocar, entre dos columnas finas que ya teníamos,