Javier Cotelo Villarreal

Al volante de un santo


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de Santa María de la Paz.

      Recuerdo que san Josemaría, que seguía muy de cerca la construcción de los oratorios de la sede central (como siguió también los de Villa delle Rose y Cavabianca, centros internacionales de formación de mujeres y hombres, respectivamente, en las cercanías de Roma), me habló mucho de Talleres de Arte Granda en julio de 1958, cuando volví a Roma para una estancia breve. Dimos una vuelta por la casa y me enseñó la Sacristía Mayor y los oratorios de alrededor, que yo no había visto terminados y que habían quedado preciosos. También me mostró el oratorio de Santos Apóstoles y el soggiorno o sala de estar de Uffici, que estaban aún en obras. Por último, quiso que viera algunos cálices que se habían conseguido, y me dio algunas ideas sobre lo que se podía hacer para que todo lo relacionado con el culto fuese digno y bello.

      UNOS DÍAS EN ROMA

      NO FUE MI ÚNICO VIAJE A ROMA en la época en que trabajé en Talleres de Arte Granda. Hice otro para llevar una columba (un tabernáculo o sagrario con forma de paloma) para el oratorio más cercano al dormitorio de san Josemaría, llamado familiarmente el oratorio del Padre. Salí de Madrid el 1 de octubre de 1959, con la columba despiezada en numerosos paquetes. Jesús Álvarez Gazapo fue a recogerme al aeropuerto de Ciampino. Al llegar a Villa Tevere subimos inmediatamente con los paquetes y las herramientas necesarias para ensamblar todas las piezas sobre la mesa de trabajo.

      No tardó en aparecer san Josemaría, que me saludó con un abrazo muy afectuoso. Me preguntó por la salud de los de mi Centro en Madrid, y por mis padres. Después fue desenvolviendo todo, comenzando por el paquete más pequeño, que resultó ser el pequeño copón de la columba eucarística. ¡Qué alegría le dio contemplar aquella pequeña joya! Javier Echevarría, que estaba con nosotros, tuvo que salir unos instantes, y san Josemaría esperó a que regresara para terminar de desempaquetarlo todo. Después de sacar todos los elementos y de unirlos, tuvo entre sus manos la preciosa columba y su contrapeso.

      Fuimos a continuación al oratorio para instalarla, en sustitución de la que había. Javier Echevarría retiró el Santísimo, para que pudiésemos trabajar. El Padre seguía de cerca todo lo que hacíamos: sustituir las poleas del techo, colgar la columba y el contrapeso con sus cadenas, limpiarlo todo y reservar de nuevo al Señor Sacramentado, en su nuevo copón, dentro de la columba. San Josemaría, con mucha devoción, rezó una estación y la comunión espiritual. Todos estábamos visiblemente emocionados.

      Al Padre le encantó la columba. Esos días la enseñaba a todos: abría con devoción la portezuela anterior para que contemplaran el coponcito a través de la segunda puertecita de cristal. Era una maravilla, pero a la vez le parecía insignificante. Como solía decir: «A mí, para el Señor todo me parece poco. La pobreza en las cosas para el Señor, la entendemos así: tener lo suficiente, y lo más rico posible».

      Esta columba fue sustituida luego por otra mejor. Recuerdo que, mientras estaba dibujando esta segunda columba, me decía que estilizase la paloma, alargando el cuello. Cuando Talleres de Arte la entregó, le encantó; pero me dijo que el cuello podía haber sido incluso un poco más largo. Sobre el dibujo, el cuello me resultaba exageradamente largo; pero una vez más él tenía razón. Se hacía cargo de las proporciones de un modo sorprendente. En cuanto a la columba de 1959, está ahora instalada en el oratorio de la Casa del Fiume, en Cavabianca, a las afueras de Roma.

      En aquellos días de octubre de 1959, desde mi llegada hasta que me marché de Roma, estuve constantemente con san Josemaría. A pesar del cansancio que sufría entonces, no se ahorró esfuerzos para enseñarme todo, con continuos detalles de afecto y de agradecimiento.

      El día 2, aniversario de la fundación del Opus Dei, me enseñó el oratorio de San Miguel, que yo no había visto terminado y que a él le parecía muy bonito. Me hizo considerar que estaba construido con materiales baratos: ladrillos, travertino y hormigón que imitaba madera: «Con materiales pobres y con mucho amor de Dios se pueden hacer oratorios preciosos», decía.

      Cuando entramos en el Aula, un salón contiguo a ese oratorio, el Padre repitió a voces, lleno de alegría, la leyenda que había en el friso: «¡Vale la pena! ¡Vale la pena! ¡Vale la pena!». Después de saludar a Manolo Caballero, un artista que estaba allí modelando un relieve, le sugirió algunas mejoras. Manolo, con su marcado acento andaluz, dijo: «Tengo la narí pegá ar modelo, y lo demá ven la coza mejó que yo». San Josemaría me sentó a su lado, y tomando pie de lo que había dicho Manolo nos habló acerca de la corrección fraterna. Nosotros no nos vemos la propia nariz, que tenemos tan pegada. Los demás, en cambio, la ven fácilmente... Del mismo modo, ellos ven mejor que nosotros nuestros defectos y errores, que están más pegados a nuestro yo que la nariz… Por eso es tan necesario que nos corrijan con cariño.

      Muy cerca de allí entramos en un patio inferior, atravesando un pequeño porche que lo rodea, bautizado como Galería de Abajo. En ese patio hay una fuente que san Josemaría, con buen humor, llamaba del “Cha-Cha-Cha”, por el ritmo cadencioso de su chorrito. Me llevó de un extremo al otro, para que viese, en lo alto, una representación mural de ángeles que sostienen la leyenda Omnia in bonum y saludase a una imagen de la Virgen que hay en la fachada del edificio de Uffici.

      Esos días pasamos varias veces por el oratorio de Santa María de la Paz —la actual iglesia prelaticia del Opus Dei— y su anteoratorio, todavía sin terminar. San Josemaría no cesó de indicar detalles que había que rematar, que Jesús apuntaba en su libreta a gran velocidad. Por eso, cuando me preguntan quién hizo esto o lo otro, siempre digo que todo Villa Tevere es de san Josemaría, porque es verdad. Y esta verdad se puso bien de manifiesto durante aquellos días: ¡con qué amor, con qué constancia seguía todos y cada uno de los detalles! Si algo que había indicado seguía sin hacerse al cabo de un tiempo razonable, “achuchaba” a los arquitectos: «Esto ya hiede», decía.

      San Josemaría, que sabía que yo acababa de ser nombrado director del Centro del Opus Dei en la calle Serrano de Madrid, me dijo que don Álvaro del Portillo tenía que decirme algo. Fueron cinco minutos. La conversación giró sobre la responsabilidad de dirigir un Centro: primero, cuidar la propia piedad y la vida interior de los demás que colaboran en la dirección; después, cuidar con cariño especial a los que pidan la admisión en la Obra.

      Regresé a continuación al Vestíbulo del Arco. Allí el Padre me repitió las mismas ideas con otras palabras. Se evidenciaba el celo que tenía por la perseverancia de sus hijos, y en particular por las nuevas vocaciones. Quiso dejarme impresa en el alma la gran responsabilidad que tienen los directores de ser muy rezadores, para ser eficaces. Hay que querer a todos por igual, haciéndoles crecer y ascender poco a poco como por un plano inclinado, me dijo.

      Fueron muchas horas junto al fundador, que me cuidó de una manera muy especial. Me dio unos regalos para mi Centro: una cruz metálica con puntas de flecha, como las que adornan la puerta del Aula, un báculo como los que se habían puesto en el oratorio de San Miguel, y el dibujo de un pato grande. Todos estos objetos pronto acabarían enmarcados en la habitación del director de Serrano. Mientras volaba de vuelta a Madrid, además de considerar el peso de la responsabilidad que el Señor había depositado en mí y de pedir su ayuda, pensé en el tesoro de la Obra como familia. ¡Cuántas gracias teníamos que dar a Dios por tener un Padre en la tierra que nos quería tanto!

      UN PERAL DA MÁS DE UNA PERA

      EL CRECIMIENTO DE LA LABOR apostólica de la Obra en los años 50 fue impresionante. Cuando pedí la admisión éramos unos pocos miles. Siete años después, el Señor había enviado muchos miles de vocaciones. Pues bien, cuando estuvo san Josemaría en Madrid, Zaragoza y Pamplona en octubre de 1960, nos sorprendió diciendo que era ridículo que un peral diese una sola pera; que no podíamos dormirnos en los laureles… Dios nos estaba pidiendo que hiciéramos mucho más. Con la simpatía que derrochaba, nos exigía y nos despertaba para que no nos contentásemos con lo que se había hecho hasta entonces.

      Estuve en la basílica de San Miguel cuando celebró allí la Santa Misa. Estaba abarrotada de gente.