pobladores acudieron a distintas estrategias discursivas y corporales.
Las estrategias discursivas de los vecinos incluyeron la producción de un relato sobre la singularidad de su sufrimiento. Los tópicos de la desdicha y del infortunio (Fassin, 2003) resultantes articularon las figuras de la necesidad, el derecho, el esfuerzo y el merecimiento. La producción de este tipo de relatos fue moneda corriente: las más de tres mil cartas acercadas al municipio por los vecinos del partido incluían, junto con el reclamo escrito por una vivienda, barbijos, radiografías o estudios médicos. Estos elementos se hicieron presentes como una prolongación –o bien una confirmación– de la existencia de esos cuerpos que habían absorbido los males posibles del aire, la tierra o el agua. No había más remedio: como diría Butler (2017: 23), se debía demostrar que hay ciertas condiciones en que la vida se vuelve invivible. Y la enfermedad podía abrir, paradojalmente, nuevos horizontes: frente a los dones de fragmentos de vida, acaso surgirían contradones de medios de supervivencia (Fassin, 2016: 125).
Las estrategias corporales combinaron la permanencia en un espacio profundamente degradado –quedarse– con otras estrategias, tales como la vigilia ante el domicilio particular del intendente –sentarse–, o el extenuante periplo de ir y venir al municipio u otras oficinas estatales a la espera de ser recibidos por algún funcionario –moverse–. Los cuerpos enfermos tenían lo que hay que tener para ser un cuerpo prioritario. No debían hacer casi nada, más que aguantar en el peor sitio imaginable y perpetuar el sufrimiento, deshumanizándose y rehumanizándose en esa compleja negociación con el Estado en la cual ellos eran y no eran, al mismo tiempo, el sujeto careciente que se les pedía que fueran.
¿Dónde empezaban y dónde terminaban esos cuerpos y cuántas dolencias debían absorber para “entrar” en el tiempo estatal? La ilegibilidad de esta política pública no solo provocó una incertidumbre generalizada en esas poblaciones, sino que circunscribió sus repertorios de resistencia. ¿Cómo poner en práctica la estrategia “justa” para ser escuchadas? ¿Con qué argumentaciones ciertos padecimientos son interrumpidos y qué criterios justifican, en cambio, la prolongación de una injusticia o un sufrimiento social?
El capítulo de Olejarczyk deja abiertos varios interrogantes no solo respecto de las tensiones entre justicia social, espacial y ambiental, sino también respecto de las implicaciones del sufrimiento situado como estrategia de lucha; vale decir, los costos del uso de ese lenguaje para las subjetividades políticas de las propias “víctimas” (Fonseca, 2018: 145 y 154). No obstante, así como los sectores populares no salen indemnes de sus complejas interacciones con el Estado, sus resistencias también generan permanentes readaptaciones del poder local.
El capítulo de Sebastián Carenzo problematiza la tensión entre el saber tecnocientífico occidental y el conocimiento cartonero. El autor nos sitúa en el boom del reciclado de la basura que se suscitó a partir del año 2000 y que generó el modelo de gestión de residuos tal como lo conocemos actualmente. El incremento en la presencia de cartoneros en las calles de la ciudad y lo novedoso de los circuitos de reciclado provocaron cambios en la vinculación y los sentidos otorgados a la basura por los ciudadanos.
Si bien los recicladores fueron reconocidos por su aporte esencial en cuanto a la recolección de basura en el entorno urbano, su rol como productores de saberes y de tecnologías aún está invisibilizado. Se trata de una inconmensurabilidad epistémica que permanece intacta, al igual que muchos otros saberes, habilidades y desarrollos tecnológicos de estos actores.
Carenzo nos introduce en dos escenas etnográficas para dimensionar el encuentro entre estas lógicas de producción de saberes. En uno de estos relatos comprendemos que, para los cartoneros, los materiales creados con sus manos no son un bien que pueda exhibirse en un stand de feria, porque no configuran algo externo a ellos mismos. Para Marcelo –uno de los cartoneros que inventó un original ladrillo de papel de etiquetas–, explicar el proceso creativo sin la compañía del objeto sería un contrasentido, casi como querer mirar sin tener ojos. Marcelo solo puede pensarse en estrecha comunión con los materiales con los que se trabaja: Marcelo es-con-sus-ladrillos.
¿Cómo hacer poroso el campo de la gestión pública para esos saberes no estandarizados ni profesionalizados, surgidos de la praxis “plebeya”? La gestión de lo común suele basarse en la transferencia lineal (top-down) de saberes y conocimientos, dejando poco espacio a la incorporación de esas experticias que incluyen lo espontáneo, lo emergente y el conocer haciendo. Esta propuesta obliga no solo a repensar la definición del saber experto, sino también a tomar en serio la pluralidad epistémica que involucra el saber-hacer de los actores sociales excluidos de la definición de lo público, cuyas innovaciones desestabilizan nuestros modos de comprensión y relación con los residuos.
El capítulo de Vanina Lekerman demuestra que las categorías estatales se producen en permanente negociación con la ciudadanía.[17] La autora aborda la vivienda social como un objeto de intercambio que circula entre funcionarios estatales, líderes políticos, dirigentes barriales y vecinos. En un comprometido ejercicio de inmersión etnográfica, Lekerman repone la densa red de relaciones de dependencia y reciprocidad que se tejen entre agentes estatales y habitantes de los barrios populares porteños. La autora argumenta que el habitar adquiere disímiles formas en los barrios populares, tanto para los pobladores como para los agentes estatales. La vivienda social no es, entonces, simplemente una vivienda social: es la vivienda ocupada, negociada, adjudicada, escriturada, prestada, robada, alquilada y vendida.
Asimismo, la trama del don y contradón que urde el Estado con los beneficiarios populares no se restringe a la entrega de la vivienda, sino a complejas transacciones en las cuales un derecho se transforma en deuda. Atrapado en un movimiento perpetuo, el villero contrae con el Estado una deuda que jamás podrá saldar. Se trata de dos movimientos opuestos abarcados por el acto de donar: aproximar a los protagonistas en torno al reparto y alejarnos socialmente en tanto uno se transforma en deudor del otro (Godelier, 1998: 25). El don de la vivienda reproduce una relación de asimetría y no hace sino resaltar la superioridad de los donantes.
El capítulo de Natalia Jauri y María Paula Yacovino traza un recorrido sobre los nuevos asentamientos urbanos en Buenos Aires, que fueron sancionados oficialmente como una suerte de reverso de las “villas históricas”. Como sugieren las autoras, las categorías estatales referidas al hábitat popular conforman sistemas clasificatorios que organizan y jerarquizan el espacio urbano y a los sujetos como más o menos merecedores del uso pleno y goce de la ciudad.
La utilización de diferentes categorías para designar espacios habitacionales relativamente similares en relación con su origen, morfología, tipo de ocupación, calidad constructiva de la vivienda y posición social de sus residentes delimita quiénes son los destinatarios “apropiados” de ciertas políticas sociourbanas. Si las villas fueron ponderadas por su organización social y antigüedad, los asentamientos fueron imaginados a partir de la ausencia de ese atributo. Esta devaluación instrumental de la categoría nuevos asentamientos urbanos justificó que la principal política estatal orientada hacia estos hábitats haya sido, valga la paradoja, una política de omisión. No azarosamente, los residentes de asentamientos se instituyeron como meros beneficiarios de partidas de alimentos: el asistencialismo se desplegó en forma simultánea al desconocimiento del derecho vulnerado a la vivienda.[18] A partir de una reconstrucción sociohistórica, las autoras sugieren que la forma en la que se clasifica es también una disputa por la redistribución de recursos de bien común.
En el capítulo siguiente, Nela Gallardo Araya analiza la instalación de una huerta orgánica en el barrio de Caballito como una práctica de recuperación del espacio público. La Huerta Orgázmika tuvo su origen en la asamblea barrial de Caballito en 2002, cuando un grupo de vecinos se propuso recuperar un predio abandonado y crear un proyecto comunitario social y ecológico. Desafiando las disposiciones higienistas de los cuerpos, esta experiencia colectiva de agricultura en la ciudad se gestó junto con otros espacios recuperados de la ciudad tras la crisis socioeconómica de 2001.
Aceptada inicialmente por la comunidad, la huerta perdió legitimidad con la reactivación económica del país. Las actividades allí realizadas fueron consideradas, tanto