sin sangre, aún palpitan.
Un cuerpo no lo arman dos figuras
en movimiento; sólo aparentan
un pétreo enlace, una conjunción
tonal en perfecta simetría.
¿Quién, pregunto, de los sumergidos
está más compenetrado, más
inmerso en el otro, ajeno, cuerpo?
¿El que ama, tal vez, o el que es amado?
¿Puede amar acaso el que es amado
más que el que ama con todas sus células?
Quizá pierden menos los que no aman
(o no pueden amar, que es distinto):
por eso se dejan querer, débiles;
por eso sus simulacros cálidos
pasan por verídicos, genuinos,
axiomáticos, certificados.
Pero ellos únicamente saben,
pueriles e intensos, que el amor
es sólo un divertimiento extraño:
ingenuo y recio, urgente e insensato,
que eso representa muchas veces
el amor en su hosco anudamiento.
2
Huye el torrente de la pasión
Una hoja, postrada en una lápida,
tiembla inmovilizada, vencida.
Breve colibrí en una estampida
de una dicha domada, invadida.
Elementos inertes, carnada
de lenguas mancilladas, morada
de muertas naturalezas, nada
retorna al amor ciega, callada,
sorpresivamente: entonces huye
el torrente de la pasión, fluye
el rumor acrisolado, arguye
el inopinado silencio, huye
la palabra, el gesto, el reconcomio.
Conduce el amor al manicomio
(¿duerme al despertar?, ¿despierta insomnio?,
¿celebratorio, enfermizo, momio?),
pero también a la negra tumba.
Aturde el sentimiento, retumba
en la cabeza, arde, explota, zumba:
nace, vive y de nuevo a la tumba.
Una hoja, un colibrí, una morada,
elementos inertes, carnada
enferma, sorpresiva y callada:
aprensión invisibilizada.
3
Pared blanca con niña en la cuerda
Dice la gente que las paredes
se pintan de blanco para darles
luz a las casas. Puede ser. Yo
las pinto de blanco por razones
diferentes. Para que me escriban
dos o cinco poemas, por ejemplo.
Una mujer que se dice tonta
vino a mi casa. Le hablé de barcos
solitarios que navegan en
los jardines, de árboles que crecen
en la palma de la mano izquierda;
de hormigas que en los anocheceres
con sus cánticos hacen cosquillas,
de monstruos que habitan al cerrar
los ojos. De su desnudez en
mis labios entreabiertos. Le hablé
también de los trenes que recorren
mi cuerpo y de los vientos que silban
con violencia cada amanecer.
Pero ella sólo miraba las
paredes blancas. “Voy a escribir
un poema”, dijo. Entonces le di una
pluma, en el preciso momento en
que un tren empezaba a circular
en mis brazos rumbo a no sé qué
destinos. Escribió en la pared:
“No lo digo porque tú me lo
dijiste. Cree lo que quieras, pero
esto es verdad: ese hermoso día
quise besarte, vive Dios, porque
sí”. Vi de nuevo la pared blanca.
Ciertamente, las paredes blancas
dan más luz a una casa. Apagué
la lámpara. Y me puse a inventar
un cuento. Nada más para mí.
Un relato donde nadie hablara,
sino sólo se contemplara una
pared blanca. Ella se tendió, mientras,
en la alfombra. Para contarse un
lírico cuento también, supongo.
Pregunta, de pronto, ¿qué hay detrás
de esa pared blanca? La miro, a ella.
Y luego a la pared blanca. Hay una
niña saltando la cuerda, digo,
y hay un enloquecido arlequín
tomando una espumosa cerveza,
un matemático de una raíz
cuadrada ocultándose, una dama
bebiendo agua en ríos silenciosos
y dos amantes, le digo, amándose
con violencia edulcorada, como
nunca lo haremos, mujer, tú y yo.
4
Notas sordas, sutiles, de un piano
Yo no sé si estoy en un desierto
pero no miro a mi alrededor
un árbol, tampoco una montaña,
ni arena en mis pies, ni un ser humano,
no oigo una voz, no miro una casa,
ni el bruñido murmullo de un río,
ni el terso silbido de los pájaros,
no siento mi cuerpo, ni el sonido
del viento.
§
Me levanto sin prisa.
Escucho, sordas, las notas de
un piano: nimias, finas, sutiles.
Las cortinas se encuentran cerradas.
La luz del sol está fuera, no entra;
luz apenas percibida, es nada.
Oscuridad, tibia oscuridad.
Quiero dormir con los ojos tensos.
Pienso