que su lengua coreana no podía replicar, sintió un intenso placer, como si fuera una mariposa recién salida del capullo.
Pero dos semanas después de empezar el colegio en Baltimore (cuando pasaron lista mientras ella estaba leyendo en secreto cartas de sus amigos de Corea y no reconoció su nombre nuevo y no respondió, lo que hizo que el resto de sus compañeros se riera), la sensación de mariposa recién nacida fue sustituida por una profunda y desproporcionada irritación, como cuando se quiere meter a la fuerza un cuadrado dentro de un orificio redondo. Más tarde, cuando dos chicas representaron la escena en la cafetería y oyó a una de ellas con el pelo del color del ramen repitiendo en tono burlón su nombre: “Mary Yoo? Ma-ry Yooo? ¿MA-RYYYYY YOOOOO?” sintió como si se rompiera a golpes de martillo.
Comprendía, por supuesto, que el nombre no tenía nada que ver, que el verdadero problema se encontraba en no conocer el idioma, ni las costumbres, ni a la gente, nada. Pero resultaba difícil no asociar el nombre con su nueva personalidad. En Corea, como Mei, era muy habladora. Se metía en líos constantemente por hablar con sus amigos y solo podía evitar la mayoría de los castigos gracias a sus habilidades de comunicación. La nueva Mary era una chica rara y muda, amante de las matemáticas. Un cuerpo silencioso, obediente y solitario, envuelto en un caparazón de pocas expectativas. Era como si prescindir de su nombre coreano la hubiera debilitado, como a Sansón cundo le cortaron el cabello, y la criatura que sustituía a la anterior fuera alguien sumiso e insignificante que ella no reconocía y que tampoco le gustaba.
La primera vez que su madre la llamó “Mary” fue el fin de semana siguiente al incidente en la cafetería, durante su primera visita a la tienda de ultramarinos de la familia que los alojaba. Los Kang habían pasado dos semanas enseñando a su madre y consideraban que estaba lista para atender la tienda. Antes de la visita, Mary se imaginaba un elegante supermercado: todo, en Estados Unidos, era supuestamente grandioso; por eso se habían mudado aquí. Pero al bajar del coche, tuvo que esquivar botellas rotas, colillas de cigarrillos y a un vagabundo durmiendo sobre la acera debajo de hojas de periódico.
El vestíbulo de la tienda parecía un ascensor de carga, tanto en tamaño como en aspecto. Cristales gruesos separaban a los clientes de la sala abovedada donde se guardaban los productos y en los ventanales protegidos por cristales blindados había letreros: El cliente es rey, Abierto desde las 6:00 hs, 7 días a la semana. En cuanto su madre abrió la puerta a prueba de balas y, aparentemente, de olores, Mary sintió el aroma de los fiambres.
—¿Desde las seis hasta la medianoche? ¿Todos los días? —preguntó Mary antes de entrar. Su madre esbozó una sonrisa avergonzada delante de los Kang y la llevó por un pasillo estrecho, pasando junto al congelador de los helados y la cortadora de fiambre. En cuanto llegaron a la parte posterior, se enfrentó a su madre—. ¿Desde cuándo lo sabes?
El rostro de su madre expresaba dolor.
—Mei-ya, en todo este tiempo creía que querían que les ayudara, como una asistente. Anoche comprendí que para ellos, esto es como su jubilación. Les pregunté si contratarían a alguien para ayudar, tal vez una vez por semana, pero me dijeron que no pueden permitírselo por lo que les cuesta tu colegio. —Dio un paso atrás y abrió la puerta de un armario, en el que había un colchón que cubría casi toda la superficie del suelo de hormigón—. Me han preparado un sitio para dormir. No todas las noches, solamente si estoy demasiado cansada como para volver en coche a casa.
—¿Entonces por qué no vivo aquí contigo? Puedo ir al colegio de aquí o puedo venir después, a ayudarte —dijo Mary.
—No, los colegios de este vecindario son espantosos. Y de noche no puedes quedarte aquí. Es muy peligroso, está lleno de pandillas y… —cerró la boca y sacudió la cabeza—. Los Kang te pueden traer a visitarme los fines de semana, pero es lejos de su casa. No podemos molestarles tanto…
—¿Nosotras, molestarles a ellos? —protestó Mary—. Te tratan como una esclava y tú se lo permites. Ni siquiera entiendo por qué hemos venido aquí. ¿Qué tienen de bueno estos colegios? ¡Están aprendiendo las matemáticas que yo estudié en cuarto grado!
—Sé que ahora te resulta difícil —respondió su madre—. Pero es por tu futuro. Tenemos que aceptarlo y esforzarnos todo lo posible.
Mary se indignó con su madre por rendirse, por negarse a luchar. Había hecho lo mismo en Corea, cuando su padre les había informado los planes que tenía. Mary sabía que su madre estaba muy en contra de la idea (los había escuchado discutir al respecto), pero al final, había cedido, como hacía siempre, como estaba haciendo ahora.
Pero no dijo nada. Dio un paso atrás para observar a su madre con más atención, esta mujer a la que se le estaban acumulando lágrimas en los pliegues entre los dedos de las manos que tenía unidas como en oración. Dio media vuelta y se alejó.
Se quedó el resto del día en la tienda, mientras los Kang salían a celebrar su jubilación. A pesar de lo enfadada que estaba con su madre, no podía menos que admirar la energía y la delicadeza con la que manejaba la tienda. Hacía solamente dos semanas que habían comenzado a enseñarla, pero ya conocía a la mayoría de los clientes, a quienes saludaba por nombre y les preguntaba por sus familias en inglés; hablaba despacio y con mucho acento, pero de todos modos, mejor de lo que Mary podía hacerlo. En muchos sentidos, era maternal con los clientes: se anticipaba a sus necesidades y les levantaba el ánimo con su risa afectuosa, casi coqueta; pero era firme cuando resultaba necesario, como por ejemplo para recordarles a varios clientes que con las cartillas estatales para alimentos no se podía comprar cigarrillos. Al mirar a su madre, se le ocurrió la posibilidad de que de verdad le gustara la vida aquí. ¿Sería por eso que se quedaban? ¿Porque llevar una tienda la hacía sentirse más realizada que siendo solamente su madre?
Al caer la tarde, entraron dos chicas, la menor de unos cinco años y la mayor, de la edad de Mary. Su madre inmediatamente desbloqueó la puerta para dejarlas entrar.
—Anisha, Tosha. Qué guapas estáis hoy —dijo, y las abrazó—. Os presento a mi hija Mary.
Mary. Sonaba extranjero con el tono y la cadencia tan conocida de su madre, como una palabra que nunca hubiera escuchado antes. Poco natural. Fea. Se quedó quieta, en silencio, mientras la niña de cinco años sonreía y decía:
—Es muy buena tu mamá. Me da caramelos.
Su madre se rio, le dio un caramelo y un beso en la frente:
—Entonces, por eso vienes todos los días.
La mayor le comentó a su madre:
—¿Sabe una cosa? ¡He sacado una A en el examen de matemáticas!
—¡Pero qué bien, ya te dije que lo conseguirías! —exclamó su madre.
Y luego la chica se dirigió a Mary:
—Tu madre me ha estado ayudando toda la semana con las divisiones largas.
Cuando se fueron, su madre le comentó:
—¿No son un encanto esas niñas? Me dan tanta pena; su padre murió el año pasado.
Mary trató de sentir tristeza por ellas. Quiso sentirse orgullosa de que esta mujer tan querida por todos y tan generosa fuera su madre. Pero lo único que podía pensar era que esas niñas verían a su madre todos los días, la abrazarían todos los días mientras que ella, no.
—Es peligroso abrir la puerta así —observó—. ¿Para qué instalan una puerta blindada si vas a abrirla y dejar que entre la gente?
Su madre la miró durante un largo instante.
—Mei-ya —dijo, y trató de rodearla con los brazos, pero Mary dio un paso atrás para esquivarla.
—Me llamo Mary ahora —respondió.
*
A partir de ese día, Mary comenzó a decirle “Mamá” en lugar de “Um-ma”. Um-ma era la madre que le tejía suaves jerseys, la que la esperaba todas las tardes después del colegio con té de cebada y jugaba a las tabas con ella, mientras hablaban