Angie Kim

El juicio de Miracle Creek (versión española)


Скачать книгу

Pero Um-ma siempre le añadía ingredientes: trocitos de pescado sin espinas, un huevo frito sobre el montículo de arroz como un volcán nevado con lava amarilla, rollos de algas con rábanos y zanahorias y yubu chobap, arroz dulce y pegajoso envuelto en tofu frito.

      Pero esa Um-ma ya no estaba, había sido sustituida por Mamá, una mujer que la dejaba sola en la casa de otros, que no sabía que los chicos de su clase la llamaban “china estúpida” ni que las chicas se reían delante de ella.

      Así pasó que, cuando Mary abandonó la tienda ese día, dijo “Adiós” en coreano, utilizando adrede la frase formal que implica distancia y que se usa con desconocidos, y luego, mirándola directamente a los ojos, le dijo “mamá” en lugar de “Um-ma”. Al ver el gesto de dolor en el rostro de su madre (una repentina palidez en las mejillas, y la boca abierta como para una protesta que nunca pronunció, resignada) Mary pensó que se sentiría mejor, pero no había sido así. La habitación parecía inclinarse, y sintió deseos de llorar.

      Al día siguiente, su madre empezó a llevar la tienda sola y a dormir allí con frecuencia. Mary lo entendía, al menos de manera teórica: el viaje a casa duraba media hora en coche, tiempo que podía aprovechar durmiendo, sobre todo porque ella no iba a estar despierta. Pero esa primera noche, tendida en la cama, pensó en que no había visto a su madre ni hablado con ella en todo el día, por primera vez en su vida, y la odió. La odió por ser su madre. Por traerla a un sitio que le hacía odiar a su propia madre.

      Aquel fue el verano del silencio. Los Kang se marcharon de viaje durante dos meses a California a visitar a la familia de su hijo y dejaron a Mary sola, sin colegio, sin colonia de verano, sin amigos, sin familia. Ella intentó disfrutar de la libertad, de convencerse de que estaba viviendo el sueño de cualquier niña de doce años: que ningún adulto la molestara, que la dejaran sola para hacer lo que le viniera en gana, y comer y ver la tele todo lo que quisiera. Además, tampoco había pasado tanto tiempo con los Kang antes del viaje: eran callados y distantes y hacían su vida sin molestarla. Por lo cual no le parecía que estar sola fuera a resultar demasiado diferente.

      Sin embargo, hay algo en los sonidos que hacen las personas. No necesariamente al hablar. Los sonidos del vivir —el crujir de la escalera, un canturreo, la televisión encendida, el tintineo de la vajilla— disipan la soledad. Se echan de menos cuando desaparecen. Su ausencia, el silencio total, se vuelve evidente.

      Y así sucedió con Mary. Pasaba días sin ver a otro ser humano. Su madre regresaba a casa todas las noches, pero no antes de la una de la mañana, y volvía a salir antes del amanecer. Nunca la veía.

      Pero la escuchaba, eso sí. Su madre siempre pasaba por la habitación de Mary al regresar; atravesaba el montón de ropa sucia en el suelo, la arropaba con la manta, le daba un beso de buenas noches y algunas veces, se quedaba sentada sobre la cama, peinándole el pelo con los dedos una y otra vez, como solía hacer en Corea. Por lo general, Mary todavía estaba despierta, aterrada por imágenes de su madre atrapada en un tiroteo al salir del almacén blindado en mitad de la noche; una posibilidad real que había sido la razón principal por la que su madre no había accedido a dejarla vivir en la tienda. Cuando oía a su madre atravesar el pasillo de la casa de puntillas, la invadía una mezcla de alivio y rencor. Le parecía mejor no hablar, por lo que disimulaba estar dormida. Mantenía los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, concentrándose en respirar lentamente y prolongar el momento que le permitía revivir a su madre como Um-ma y saborear el antiguo cariño.

      Eso había sido hacía cinco años, antes de que los Kang regresaran y su madre volviera a dormir en la tienda, antes de que Mary hablara inglés con fluidez y sus compañeros de colegio dejaran de acosarla, antes de que su padre llegara a Estados Unidos y se mudaran a un sitio donde otra vez se sentía extranjera, donde la gente le preguntaba de dónde era, y cuando respondía de Baltimore, objetaban: “No, me refiero a de dónde eres realmente”. Antes de los cigarrillos y de Matt. Antes de la explosión.

      Pero aquí estaban otra vez. Su madre le peinaba el pelo con los dedos y ella fingía dormir. Sumida en esa nebulosa de sopor, se sintió transportada de nuevo a Baltimore y se preguntó si su madre se habría dado cuenta que todas aquellas noches había estado despierta, esperando el regreso de Um-ma.

      —Yuh-bo, la cena se enfría —dijo la voz de su padre y rompió el momento.

      —Enseguida voy —respondió su madre, y la sacudió suavemente—. Mary, la cena está lista. No tardes, ¿de acuerdo?

      Ella parpadeó y murmuró algo, como si se acabara de despertar. Esperó a que su madre se fuera y cerrara la cortina antes de incorporarse y tomar conciencia de lo que la rodeaba. Miracle Creek, no Baltimore, ni Seúl. Matt. El incendio. El juicio. Henry y Kitt, muertos.

      Al instante, imágenes de la cabeza calcinada de Henry y el pecho de Kitt envuelto en llamas le inundaron la mente y le volvió el ardor de lágrimas a los ojos. Durante todo el año, había intentado no pensar en ellos, en aquella noche, pero hoy, después de haber escuchado el relato de sus últimos momentos e imaginar el dolor padecido, sentía como si las imágenes fueran agujas implantadas mediante cirugía en su cerebro; cada vez que se movía, le provocaban un pinchazo tan doloroso detrás de los ojos que solo podía pensar en aliviar la presión, en abrir la boca y gritar.

      Junto a la colchoneta, vio un periódico que había traído del tribunal. Era el de esa mañana, y el titular: Caso: “Mamá querida”: el juicio por asesinato comienza hoy. Una foto mostraba a Elizabeth contemplando a Henry con una sonrisa embobada y la cabeza ladeada, como si no pudiera creer cuánto amaba a su hijo. Era la expresión que tenía siempre en las sesiones de oxigenoterapia, cuando abrazaba a Henry, le alisaba el pelo, le leía. A Mary le había hecho pensar en Um-ma en Corea y había sentido una punzada de envidia al ver la abnegación de esta madre por su hijo.

      Desde luego, todo era una artimaña. Tenía que serlo. La forma en que Elizabeth permanecía sentada durante todo el tiempo en que Matt narraba cómo Henry se había quemado vivo, impávida, sin llorar, sin gritar ni huir de allí. Ninguna madre que sintiera un mínimo de amor por su hijo podría haberse comportado así.

      Mary volvió a mirar la fotografía de la mujer que se había pasado el verano entero disimulando adorar a su pequeño hijo mientras en secreto planeaba su muerte, esta sociópata que había colocado un cigarrillo junto a un tubo por el que pasaba oxígeno, sabiendo que la llave de paso estaba abierta y su hijo estaba dentro. Su pobre hijo, Henry, ese chiquillo precioso, con el pelo tan suave, dientes de bebé, devorado por…

      No. Cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza de lado a lado, fuerte, muy fuerte, hasta que le dolió el cuello y se mareó y el mundo se puso primero de lado y luego patas arriba. Cuando no le quedó nada en la cabeza y ya no pudo permanecer sentada, se dejó caer sobre la colchoneta y apretó la cara contra la almohada, dejando que la funda de algodón absorbiera sus lágrimas.

      LA PRIMERA VEZ QUE HIZO daño a su hijo con intención había sido hacía seis años, cuando Henry tenía tres. Se acababan de mudar a la casa nueva en las afueras de la ciudad de Washington. Una típica mansión imponente, preciosa si se tratara de una propiedad independiente, pero ridícula en ese hacinamiento de casas idénticas, construidas demasiado cerca unas de las otras sobre parcelas pequeñas separadas por minúsculas franjas de césped. A Elizabeth no le gustaban demasiado las afueras, pero su marido en aquel momento, Victor, no quería vivir en la ciudad (“¡Demasiado ruido!”) ni en el campo (“¡Demasiado lejos!”) y consideraba que esa casa (cerca de dos aeropuertos y también de tres buenos centros de educación infantil) era ideal.

      La primera semana después de la mudanza, una vecina llamada Sheryl organizó una fiesta para todos los niños de su calle. Cuando Elizabeth entró con Henry, los niños, montados sobre palos de escoba con cabezas de caballos, locomotoras y coches como los de la película Cars, corrían como bólidos por el cavernoso subsuelo gritando (¿de júbilo, miedo, dolor? No podía saberlo). Los padres se amontonaban junto a una barra de bebidas situada en una esquina, separados de los niños por vallas portátiles; parecían animales encerrados en un zoológico, todos con copas de vino en la mano, inclinados hacia adelante para hacerse oír