de defunción para terminar de completarlo, imprimirlo y enviarlo a la madre del difunto en Georgia. Su primer homicidio había sido un caso interesante, un desafío que le había enseñado mucho. El doctor Colt se había disculpado con ella media docena de veces en el último mes, cada vez que la había visto dedicándole tiempo al caso, ya fuera hablando con los detectives de Homicidios, preparando informes para Personas Desaparecidas o colaborando con el laboratorio de Balística en el análisis de suelo, ropa y fibras. Era su primer abrojo: un caso que, por más que lo intentara, no podía quitarse de encima.
—Una vida puede terminar —le dijo el doctor Colt— pero, en ocasiones, el caso vive para siempre.
Dos días más tarde, Livia terminó de completar la carpeta y entregó el informe final a los detectives de Homicidios. El nombre del cuerpo hallado “flotando” en la bahía fue anunciado al público por todos los conductores de programas de noticias de Emerson Bay y Carolina del Norte. Los detalles de la muerte se mantuvieron vagos, ya que la investigación estaba en la fase preliminar, y se siguieron refiriendo a él como un cadáver “flotante” con el que se habían topado unos pescadores. Los periodistas se desesperaron por cualquier información que pudieran encontrar sobre el hombre de unos veinticinco años cuyo nombre era Casey Delevan. Presentaron el informe con tono dramático en las noticias de la noche, pero la triste verdad era que nadie había echado de menos al señor Delevan y nadie lo estaba buscando. La historia no perduró. Después de un día, la identificación del cuerpo encontrado en la bahía pasó a ser una noticia vieja, opacada por el festival Oktoberfest, el cambio de color de las hojas en otoño y las fiestas de Halloween.
Eran las diez de la noche cuando Livia comenzó su trabajo de boxeo con la bolsa en el gimnasio. Vestida con una camiseta sin mangas, pantalones cortos y descalza, atacó la bolsa Everlast con toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo. La sintió blanda, pero sólida cuando le pegó un puntapié. Bajó la pierna y rebotó sobre los pies antes de descargar una combinación de tres puñetazos: dos golpes rectos con la izquierda y un gancho de derecha potente. Luego, otro puntapié. La transpiración le corría por el cuerpo esbelto y largo. Siempre atlética, en el pasado Livia había utilizado la cinta de correr y los aparatos Nautilus. Mientras estudiaba medicina y luego en la residencia, le había bastado con correr en la cinta y hacer un entrenamiento de fuerza suave para mantenerse en forma y descansar la mente. Pero desde que había comenzado como becaria, necesitaba algo más que correr para quitar de su mente la cantidad abrumadora de información que absorbía todos los días. Necesitaba, también, escaparse de esa atmósfera misteriosa de la morgue, donde había cuerpos sobre las mesas, los sonidos chirriantes de las sierras rebotaban en las paredes y el aire estaba impregnado de olor a formol. Era necesario escapar de su convivencia con la muerte, y a juzgar por el cuerpo esculpido que veía en el espejo desde hacía unos meses, había encontrado un refugio ideal.
Los últimos quince minutos de su entrenamiento los dedicaba a boxear con la bolsa. Hacía tiempo que ya no utilizaba el modo “enfriamiento” de la cinta de correr, sino la ducha.
—¡Bien! —exclamó Randy. El también chorreaba transpiración. La camiseta se le pegaba al cuerpo musculoso; los brazos se le tensaron como si quisiera participar de la acción—. Varía un poco más. Si lanzas la misma combinación todo el tiempo, tu adversario se te anticipará.
Livia estaba a punto de soltar otro puntapié de costado con su pierna derecha dominante, pero cambió y usó la izquierda, seguida por un golpe con el dorso de la mano derecha.
—Eso, así —aprobó Randy—. Variar siempre te saca de problemas. Si insistes con ese puntapié de costado, tu adversario lo verá venir. —Controló el cronómetro—. ¡Tiempo!
Livia se inclinó hacia adelante, respirando con pesadez, y apoyó las manos enguantadas sobre las rodillas.
Randy le palmeó la espalda antes de alejarse.
—Buen trabajo; te llevaría a mi ciudad natal como guardaespaldas. Las calles de Baltimore no volverían a ser lo mismo.
—Me imagino.
—Nos vemos la semana que viene, doctora.
Livia se duchó en el gimnasio y, para las once y media de la noche, ya estaba en su casa, en la cama. Tomó el libro de la mesa de noche, furiosa consigo misma por leerlo. Había invertido veintisiete dólares en él y sabía que parte de ese dinero iría a parar al bolsillo de Megan McDonald. La noche anterior, Livia había leído la mitad del libro, que recorría la vida estelar de Megan y todos sus logros. Cubría en detalle el retiro de verano que había organizado y todas las chicas a las que había ayudado en su corta vida. Página tras página Livia leyó sobre el empuje que tenía Megan McDonald; el relato daba a entender que habría sido una gran pérdida si ella no hubiera logrado huir de la cabaña.
Le molestaba la forma en que estaba escrito, el vocabulario empleado y los presagios que hacía sobre el futuro. Le molestaba que el libro convirtiera una tragedia en un relato verídico de suspenso. Le molestaba que Nicole, que había desaparecido de la misma fiesta en la playa esa misma noche, casi no apareciera mencionada. No podía aceptar que su hermana fuera la otra joven, la de perfil más bajo, la menos especial, la que no tenía un padre alguacil ni un currículum similar al de Megan McDonald. Livia detestaba la sugerencia de que el mundo habría sido peor si Megan McDonald no hubiera huido, pero seguiría igual sin Nicole. Lo que más la entristecía era que ya nadie recordaba a su hermana. El país entero estaba hipnotizado, no por la joven desaparecida, sino por la que había logrado escapar.
Durante el último año, Livia había visto todas las entrevistas brindadas por Megan McDonald. No sabía si creerle cuando se mostraba devastada por Nicole o considerarla presumida y vanidosa. Leer el libro no contribuía a cambiar la mala opinión que tenía de la joven. ¿Por qué, se preguntaba, contaría alguien sus miedos y experiencias horrorosas al público hambriento si no era para obtener atención y fama?
Pero, a pesar de todo, no podía dejar de leerlo. Ese relato era lo más cerca que había podido estar de saber cómo había sido la noche en que Megan y Nicole habían sido raptadas. En el momento en que daba vuelta la página para comenzar un capítulo nuevo, sonó el teléfono. Livia respondió al segundo llamado.
—¿Hola?
—¿Livia?
—Sí.
—Soy Jessica Tanner.
Livia recordaba a la amiga de Nicole. Las hermanas Cutty se llevaban diez años y las había unido una relación curiosa. Livia era muy maternal con Nicole y esa cercanía había durado hasta que Livia ingresó en la universidad. Nicole tenía ocho años en aquel tiempo y la relación entre ambas volvía a florecer cuando Livia regresaba en días feriados y vacaciones. Los mejores recuerdos que tenían eran de aquellos momentos. Livia recordaba las noches en que Nicole se pasaba a su dormitorio. Una noche, tarde, trajo una gruesa novela de Harry Potter y se quedó de pie junto a la cama de Livia.
—Tienes que irte a dormir. Mañana juegas al fútbol.
—Un ratito, nada más —imploró Nicole—. Un solo capítulo.
—De acuerdo —sonrió Livia—. Vamos, date prisa.
Corrió la sábana hacia un costado; Nicole trepó a la cama y apoyó la cabeza sobre el hombro de su hermana mayor. Livia buscó la última página que habían leído, marcada con el talón de una entrada a un recital de Taylor Swift del verano anterior.
Abrió el libro y leyó. Un capítulo se convirtió en tres, y pronto la respiración de Nicole se tornó profunda y rítmica. No le hubiera costado mucho cargar a su hermana de nueve años hasta el dormitorio contiguo, pero a Livia no le molestaba compartir la cama con Nicole. Marcó la página nueva en el libro con el talón de la entrada, sintiendo que lo mismo les sucedía a ellas. Cada vez que avanzaban en su historia juntas, Livia se preguntaba qué vendría después, cuando terminara. ¿La seguiría otra más o simplemente llegaría el final? Las hermanas no comparten la cama toda la vida.
Años después, Livia estaba terminando la carrera de Medicina cuando Nicole ingresó en el bachillerato de Emerson Bay. La residencia