Shana no había tenido mucha experiencia como tía, pero ahora iba a tener la oportunidad de aprender. Estaba a punto de convertirse en la principal tutora de su sobrina mientras su hermana estuviera en el mar, a bordo de algún barco en alguna de sus largas misiones.
Realmente no había esperado aquello para nada. Cuando en su momento Ali rellenó el formulario de «disponibilidad absoluta» y aportó el nombre de Shana, le explicó que era para que la Marina tuviera documentación suficiente que demostrara que Jazmine contaría con alguien que se encargara de ella en todo momento, llegado el caso de que la madre tuviera que embarcar. En aquel entonces a Shana le había parecido un trámite rutinario, una formalidad más que una posibilidad real. Sobre todo teniendo en cuenta que Peter todavía vivía.
Ali llevaba doce años en la Marina. Había viajado por todo el mundo con su marido, piloto también de la Marina, y su hija Jazmine. Hasta que dos años atrás Peter falleció en un accidente producido durante un entrenamiento y todo cambió de golpe.
La vida de Shana también había cambiado, aunque no de una manera tan trágica. Brad… de repente puso freno a sus pensamientos. Ni siquiera quería pensar en él. Todo había terminado. Kaput. Había dicho a sus amigas que tenía la experiencia tan superada que hasta le costaba acordarse de su nombre…
—No dispongo de mucho tiempo —le estaba diciendo Ali—. El Woodrow Wilson zarpará dentro de poco. Este fin de semana te llevaré a Jazmine, pero no creo que pueda quedarme más de una noche.
Shana reprimió una protesta. Sabía que, como buena militar, su hermana no podía discutir las órdenes recibidas. Pero… ¿ese fin de semana? Todavía tenía que desempacar sus cosas. Además, apenas había empezado a practicar con los antiguos dueños de la pizzería-heladería.
De repente se le ocurrió que quizá ella no fuera la única a la que le molestara la súbita partida de Ali…
—¿Qué tiene que decir Jazmine de todo esto?
El titubeo de su hermana le dijo todo lo que necesitaba saber.
—Oh, estupendo —murmuró por lo bajo. Recordaba bien su propia infancia y lo que su madre había llamado un «problema de actitud». Shana siempre había tenido ese problema, desde luego. Soportar el mal humor de Jazmine vendría a ser como un castigo merecido por todo lo que había hecho sufrir a su pobre madre…
—Si te soy sincera… Jazmine no está muy contenta con la perspectiva.
¿Quién podría culparla? La pequeña apenas conocía a Shana. La niña, como buena hija de militares, había vivido en Whidbey Island, en el estado de Washington; luego en Italia y, poco después del accidente mortal de su padre, en San Diego, California. De hecho, madre e hija acababan de instalarse en un alojamiento de la Marina y ahora estaban a punto de abandonarlo. A sus nueve años de edad, Jazmine había viajado constantemente, había perdido a su padre y ahora, para colmo, su madre se disponía a embarcarse por seis largos meses.
Por si todo eso no fuera suficiente, le había caído una tutora del cielo. No le extrañaba que no estuviera nada contenta.
—Nos las arreglaremos bien —dijo Shana, procurando transmitir un mensaje positivo. Pero… ¿a quién estaba engañando? A su hermana no, desde luego. Y a ella misma tampoco.
—Entonces… ¿es cierto que Brad y tú habéis roto? —le preguntó Ali de pronto, con escasa delicadeza.
—¿Brad? —repitió Shana, como si no tuviera la menor idea de lo que estaba diciendo su hermana—. Ah, Brad Moore. Sí, ya está todo olvidado. Hacía ya tiempo que había terminado. Lo que pasa es que o él se olvidó de decírmelo o yo no le presté demasiada atención.
—Lo siento.
Lo último que quería Shana era la compasión de Ali.
—No te preocupes, no importa. Mi vida es fabulosa, o al menos está a punto de serlo. Lo tengo todo bajo control —pronunció las tres frases de seguido, sin respirar. Quizá a fuerza de repetirlo constantemente… terminara creyéndoselo.
—Cuando mamá me dijo que habías decidido dejar Portland y mudarte a Seattle, lo primero que pensé fue que el traslado estaba relacionado con el trabajo. Como no me dijiste nada… —se interrumpió por un momento—. ¿Te has llevado todas tus plantas? Debes de tener un millar por lo menos.
Shana se echó a reír.
—Casi. Pero sí, me las he traído. Lo de trasladarme… ha sido una decisión espontánea.
Era un eufemismo. Un fin de semana subió a su coche y puso rumbo a Seattle con la idea de huir y reflexionar sobre su relación con Brad… hasta que se convenció de que no tenía remedio. Durante cinco años enteros habían estado hablando de matrimonio. Error: ella había estado hablando de matrimonio. Brad se había limitado a fingir el suficiente interés como para tranquilizarla. Y así había sido hasta que…
Inesperadamente, Shana había descubierto a Brad en un restaurante, comiendo con un socio. El tal socio había resultado ser una rubia curvilínea que quitaba el aliento. «Sólo era una comida de negocios», le había dicho Brad después, cuando ella le pidió explicaciones.
Sí, claro… negocios. Shana podía ser algo espesa a veces, pero no era tonta, y además había reconocido al «socio»: se trataba de una tal Sylvia, una antigua enamorada suya que le había presentado en una ocasión. Aparentemente las brasas de aquel añejo amor aún seguían vivas y avivándose, porque después de la comida, los había visto despidiéndose en el aparcamiento… con un largo y apasionado beso.
En su conversación con Brad, le había dado demasiada vergüenza reconocer que los había seguido hasta allí. No tardó mucho tiempo en descubrir adónde se dirigían: a la casa que tenía Brad en la ciudad, donde evidentemente no se dedicaron a estudiar contratos o balances.
Pese a todo, en la discusión que mantuvieron, Brad tuvo el descaro de insistir en que se trataba de una clienta: cualquier semejanza con su Sylvia era puramente casual. Y de la defensa pasó al ataque, quejándose de que Shana se estaba comportando como una arpía celosa. Afirmó sentirse indignado de que Shana hubiera cuestionado su fidelidad, cuando era ella la que pasaba más tiempo fuera de casa, trabajando como comercial para una multinacional farmacéutica. Se había mostrado tan convincente que incluso Shana llegó a preguntarse si no se habría equivocado. Sólo cuando le mencionó que los había seguido hasta su casa, mostró Brad alguna señal de culpa o arrepentimiento.
En ese momento Brad había desviado la mirada, y la expresión de ofendida indignación se vio sustituida por otra de tristeza tan conmovedora… que Shana tuvo que reprimir el impulso de consolarlo. Lo sentía tanto… No había sido más que un flirteo; nada más. Insistió en que no podía perderla; que ella era su vida, la mujer con la que estaba decidido a casarse…
Durante unos días, casi consiguió convencerla. Confusa, decidió conducir hasta Seattle el siguiente fin de semana. Después de pasar cinco años con Brad, había creído conocerlo bien… pero ya no estaba tan segura. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que volviera con ella, de reconciliarse, de arreglar la situación. Incluso se ofreció a pedir ayuda profesional, a hacer terapia. Todo excepto perderla.
Aquel fin de semana, Shana se sumergió en un doloroso proceso de introspección. Quería creer que aquella cita de Brad con Sylvia no había sido más que una aventura aislada. Pero su cabeza le decía que no, que llevaban juntos durante meses… o incluso más.
Estaba reflexionando sobre todo ello, sentada en el parque Lincoln de West Seattle, cuando llegó a la conclusión de que no había marcha atrás. Su confianza había quedado destrozada. Después de semejante experiencia, nunca podría reconstruir una vida en común con Brad. En realidad, su relación había terminado tres años atrás, quizá antes; no estaba segura. Lo que sí sabía era que había estado tan ensimismada en su amor por Brad… que se había tornado ciega y no había visto las señales.
—Estaba bastante mal —le confesó de repente a su hermana. «Fatal»