Maureen Child

Magia en el mar 


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de esos pensamientos enrevesados. Aunque la razón por la que estaba haciendo el crucero no era muy agradable, no había motivos para no disfrutar de lo que la rodeaba.

      Había maceteros con flores de Pascua anclados a la cubierta, guirnaldas de pino recorriendo las barandillas y los cojines de las sillas y tumbonas eran blancos y rojos. Sonrió para sí al pensar que todo el barco parecía una esfera de nieve, con los adornos navideños y la gente feliz atrapados dentro del cristal esperando a que una mano gigantesca la agitara.

      Habría sido perfecto del todo si no tuviera que decirle a su exmarido que no eran tan ex como creían. Pero ya que estaba en ese barco para dejar el tema solucionado, lo mejor que podía hacer era ponerse manos a la obra.

      Tenía planes para enero y debía ocuparse de este problema para poder llevarlos a cabo. Quería un futuro y solo lo conseguiría si ella misma se lo construía.

      Se detuvo para contemplar el mar. Mientras oía las olas golpeando la quilla, inhaló el frío y salado aire y sonrió a pesar de la inquietud que la invadía.

      Su familia estaba arriba en el atrio, y seguro que bien arrimados a la mesa de galletas y chocolate caliente. Sabía que Charlie y Chris, los hijos de Maya, ya tenían planeado explorar la sala de la nieve. Esa actividad con nieve artificial sería muy popular, sobre todo habiendo niños californianos que no tenían muchas oportunidades de jugar a lanzar bolas de nieve.

      Siguió avanzando y subió por las escaleras porque desde el ascensor no se podía ver el océano.

      Aunque, por mucho que se dijera que quería contemplar las vistas, la realidad era que estaba buscando modos de entretenerse para prolongar el momento todo lo posible. La idea de volver a ver a Sam la inquietaba. La desequilibraba. Siempre la había hecho sentirse así y, al parecer, nada había cambiado.

      Una vez ya en la cubierta superior, fue hacia la suite del propietario. Sabía perfectamente dónde se encontraba porque se ubicaba exactamente en el mismo lugar en cada barco Buchanan. Cuanto más se acercaba a esa amplia puerta cerrada, más vueltas le daba el estómago y más se le aceleraba el corazón.

      –Mierda.

      Había sacado a Sam de su vida hacía meses. Su matrimonio había acabado. Así que, ¿por qué narices solo pensar en él la afectaba tanto?

      –Porque, al parecer, tengo una vena masoquista –murmuró, y llamó a la puerta.

      Cuando Sam abrió, se miraron directamente a los ojos. Suspiró. Sam era el único hombre que la había mirado así; que la había mirado como si nada más importara en ese momento. El único hombre que podía hacer que le temblaran las rodillas solo con una mirada. El único hombre que le hacía querer meterse en su cama y no salir de ella jamás.

      «Y esa es precisamente la razón por la que estás metida en este lío», le susurró su mente.

      Un año atrás había seguido a su corazón… y a sus hormonas, y se había casado con el hombre de sus sueños, pero al final había acabado viendo esos sueños desmoronarse y convertirse en polvo.

      Con ese pensamiento en la cabeza, dijo:

      –Hola, Sam.

      Entró en la suite y miró alrededor. Era imposible no admirar aquello. Las vistas y el muro de cristal eran impresionantes y le recordaban a las del piso de la playa.

      Eran sobrecogedoras, al igual que el resto del camarote.

      Se giró para mirarlo y, manteniendo unos metros de distancia, añadió:

      –Sam, tenemos un problema.

      –No creo que tú y yo tengamos nada ya.

      Se cruzó de brazos sobre su musculoso torso y agachó la cabeza para mirarla. Era una técnica que solía usar, esa mirada de profesor a alumno estúpido. Pero por mucho que hubiera podido emplearla con todos los demás, con ella jamás había funcionado.

      –Te equivocas –contestó Mia con brusquedad.

      Sam enarcó una ceja.

      –Bueno, ahí va. ¿Sabes cómo firmamos los papeles del divorcio?

      –Lo recuerdo.

      –¿Recuerdas que los enviamos mediante un mensajero por envío rápido?

      –¿Qué tal si vamos directos al grano? –bajó los brazos–. ¿A qué viene todo esto, Mia?

      –Bueno, al parecer no estamos tan divorciados como creíamos.

      A Sam se le cortocircuitó el cerebro.

      Lo que Mia estaba diciendo era absurdo. Ridículo. Por supuesto que estaban divorciados.

      Aunque ¿y si no lo estaban…? De pronto algo parecido a la esperanza se iluminó en su interior, pero lo aplacó en un instante. ¡No! Estaban divorciados. Lo suyo estaba acabado.

      –¿Cómo es posible? –sacudió la cabeza y levantó una mano–. No. Da igual. No es posible.

      –Al parecer sí –Mia se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones blancos y volvió a sacarlas.

      Cuando movió la mano izquierda, él se fijó en que no llevaba los anillos de boda y compromiso y eso le provocó una punzada de… no sabía qué. Se preguntó qué habría hecho con la alianza de oro y diamantes y el anillo de compromiso a juego que le había regalado, pero se dijo que eso no era asunto suyo.

      Además, lo que tenía que hacer era escucharla y dejar de fijarse en cómo se movían sus manos y en cómo esa camisa de seda verde esmeralda hacía que sus ojos parecieran más verdes de lo habitual. Llevaba su melena pelirroja y ondulada suelta cayéndole sobre los hombros y rozándole el cuello. Tuvo que controlarse para no alargar la mano y acariciarla.

      –Pues resulta que el mensajero que tenía que haber entregado nuestros papeles del divorcio en el juzgado…

      –¿Qué?

      –No lo hizo –Mia se encogió de hombros–. Sufrió un infarto al corazón en el trabajo y cuando fueron a vaciar su apartamento, encontraron montañas de documentos que no habían sido enviados. Supongo que el pobre tendría síndrome de Diógenes o algo así y acumulaba la mayoría de los paquetes que tenía que enviar.

      Sam no se lo podía creer.

      –Al parecer encontraron incluso ¡muñecas Repollo de hace cuarenta años! –sacudió la cabeza y suspiró–. Pobres niñas que nunca llegaron a recibir las muñecas que querían.

      –¿En serio te preocupan esas niñas que ahora tendrán cincuenta años?

      –Pues sí. Están contactando con los afectados y yo me enteré la semana pasada.

      –¿La semana pasada? ¿Y por qué no me han informado a mí?

      –Probablemente porque era mi nombre el que aparecía en el remitente del sobre que enviamos por correo urgente.

      Sam dio unas largas zancadas que lo alejaron más aún de ella y después se giró para mirarla. Para mirar a su esposa. No ex.

      –Así que seguimos casados.

      –Sé cómo te sientes. Yo tampoco me lo podía creer. Bueno, entonces ya entiendes que hay un problema.

      –Sí, lo entiendo, sí –dijo avanzando hacia ella lentamente–. Lo que no entiendo es a qué viene tanta urgencia y por qué Michael tuvo que anular varias reservas para haceros hueco a tu familia y a ti. ¿Por qué era tan importante subir a este barco para decirme algo que podrías haber solucionado desde casa con una maldita llamada de teléfono?

      –No era algo que quería tratar por teléfono y la semana pasada estabas en Alemania. Este crucero era la primera oportunidad que tenía de hablar contigo en persona.

      –Vale, entendido.

      Admitía que últimamente no había estado muy accesible. Desde que Mia y él se habían separado, se había mantenido más ocupado