Pablo Stefanoni

¿La rebeldía se volvió de derecha?


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liberal-progresistas de que el filme era una suerte de apología de la violencia. “La historia que cuenta y los problemas que plantea son tan profundos, tan necesarios, que si apartas la mirada del ingenio de esta obra de arte perderás el regalo del espejo que nos ofrece. Sí, en ese espejo hay un payaso perturbado, pero no está solo, nosotros estamos ahí a su lado”. En un diálogo crítico con Moore, el cinéfilo Slavoj Žižek (2019) sostuvo que “la elegancia de Joker reside en cómo el paso de un impulso autodestructivo a un ‘nuevo deseo’ de un proyecto político emancipador está ausente del argumento de la película: nosotros, los espectadores, estamos invitados a llenar esta ausencia”.

      En ambas lecturas está implícito un “nosotros” que cuestiona al sistema “por izquierda”. Pero a propósito de la película hubo otro “nosotros” posible: el que tratan de construir y movilizar las llamadas derechas alternativas, constelaciones de fronteras difusas, pero que se proponen capturar el inconformismo social en favor de distintas salidas políticas antiprogresistas. Así, Joseph Watson, que participa en las redes de medios de la alt-right, describió la película como “uno de los momentos culturales más auténticos de los últimos diez años”, porque “todas las personas esperables la odian: The Guardian, Slate, Wall Street Journal”. “¿Por qué el establishment le tenía tanto miedo a esta película?”. Entre otras cosas, respondió,

      porque la forma en que nos han lavado el cerebro para vivir y consumir crea un caldo de cultivo para la soledad, la desesperación y la enfermedad mental. Porque se nos ha enseñado que la gente que piensa diferente es un peligro para la sociedad y que debe ser condenada al ostracismo, intimidada y censurada (Watson, 2019).

      En esta perspectiva, el “nosotros” son los hombres (blancos) enojados, los jóvenes incel (célibes involuntarios, por su acrónimo en inglés) o los “machos beta”. El FBI iba más bien por esta lectura nihilista. En el momento del estreno se preparó no para un levantamiento revolucionario, sino para alguna acción violenta, para algo similar a la masacre que en 2012, en el estreno de El caballero oscuro: la leyenda renace, concluyó con doce personas muertas y más de cincuenta heridas en un cine de Colorado.

      No nos interesa acá discutir cuál es la lectura “correcta” de la película ni menos aún caer en el cliché de que los extremos se juntan. Sin embargo, el ejemplo es ideal para acercarnos a la idea central de este libro: hay argumentos para una y otra interpretación. Si toda obra de arte es abierta y polisémica, Joker es la expresión de la dificultad radical con la que nos enfrentamos hoy para dar cuenta de la orientación política y cultural de la rebeldía.

      En las últimas décadas, en la medida en que se volvió defensiva y se abroqueló en la normatividad de lo políticamente correcto, la izquierda, sobre todo en su versión “progresista”, fue quedando dislocada en gran medida de la imagen histórica de la rebeldía, la desobediencia y la transgresión que expresaba. Parte del terreno perdido en su capacidad de capitalizar la indignación social fue ganándolo la derecha, que se muestra eficaz en un grado creciente para cuestionar el “sistema” (más allá, como veremos, de lo que esto signifique). En otras palabras, estamos ante derechas que le disputan a la izquierda la capacidad de indignarse frente a la realidad y de proponer vías para transformarla.

      En rigor, no se trata de un fenómeno por completo nuevo. Un clima semejante se vivió en las décadas de 1920 y 1930 mientras el mundo se enfrentaba a la “decadencia de Occidente” y, sobre todo, a la crisis de la democracia liberal. El historiador Zeev Sternhell interpretó el fascismo no como una simple y pura contrarrevolución, sino como una suerte de revolución alternativa a la que promovía el marxismo (Sternhell, Sznajder y Asheri, 2006). No se jugaba entonces una batalla entre el futuro y el pasado, aunque el fascismo movilizara imágenes del pasado en una clave retroutópica; se trataba de una disputa por la capacidad de construir futuros posibles y deseables.

      Después de la Segunda Guerra Mundial, al menos en el mundo occidental, la democracia liberal ocupó el centro del tablero y fue expandiéndose como el único sistema aceptable, y eso se profundizó tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el famoso “fin de la historia”, tesis del libro tan citado como poco leído de Francis Fukuyama. ¿Estamos volviendo a una situación en la cual la democracia liberal es “tironeada” por la izquierda y la derecha? Solo muy parcialmente: en verdad, las izquierdas “antisistémicas” abrazaron la democracia representativa y el Estado de bienestar o bien se transformaron en grupos pequeños y sin incidencia efectiva; mientras tanto, son las denominadas “derechas alternativas” las que vienen jugando la carta radical y proponiendo “patear el tablero” con discursos contra las élites, el establishment político y el sistema.

      Y mientras escribíamos sobre todas estas cosas, llegó el coronavirus, un “cisne negro” que alimentó diversos tipos de teorías de la conspiración alrededor del globo y dio lugar a diversas protestas contra los confinamientos y las medidas de aislamiento social, e incluso contra las vacunas.

      Benjamin Teitelbaum escribió en la revista The Nation:

      Se nos dice que el liberalismo ganó las batallas del siglo XX. La democracia, el individualismo, la libre circulación de personas, bienes y dinero parecía la mejor forma de sostener la seguridad, la estabilidad y la riqueza. Pero ¿qué pasa con el mundo en el que hemos entrado, un mundo donde la producción doméstica y el aislamiento social son virtudes? ¿Qué ideología está preparada para beneficiarse de esto? (Teitelbaum, 2020).

      Estamos intuitivamente familiarizados con los problemas de la injusticia, la falta de equidad, la desigualdad y la inmoralidad –solo que hemos olvidado cómo hablar de ellos–. La socialdemocracia articuló estas cuestiones en el pasado, hasta que también perdió el rumbo (Judt, 2011: 217).

      En la década de 1990, “el discurso vacío de los políticos del baby boom” y los ecos de la “tercera vía” terminaron de diluir cualquier épica socialdemócrata. De hecho, parte del uso impreciso y descafeinado del término “progresismo” tiene que ver con esas crisis de las izquierdas reformistas.

      Hoy hay excepciones estimulantes: en los Estados Unidos, Bernie Sanders hizo dos campañas electorales con un programa en defensa de las clases trabajadoras y consiguió movilizar a grandes masas de jóvenes bajo el estandarte del socialismo democrático en un país tradicionalmente hostil al igualitarismo social; la desigualdad se volvió best seller en la pluma del economista francés Thomas Piketty, y muchos activistas buscan articular las luchas por la defensa del planeta con los combates por la justicia social (articular los problemas del “fin de mes” con los del “fin del mundo”). Pero si la historia “volvió”, fue en mayor medida gracias a los movimientos terroristas, identitarios, de extrema derecha, etc., cuyos proyectos el historiador Enzo Traverso considera “sucedáneos de utopías”, que a una izquierda que se quedó sin imágenes de futuro para ofrecer, en parte porque el propio futuro está en crisis, excepto cuando se lo piensa como distopía.

      La filósofa española Marina Garcés habla de una “parálisis de la imaginación” que provoca que “todo presente sea experimentado como un orden precario y que toda idea de futuro se conjugue en pasado”. En ese marco, sostiene, hoy se imponen las “retroutopías, por un lado, y el catastrofismo, por otro”. Por eso, el presente se ha transformado en “una tabla de salvación, al alcance de cada vez menos gente” y el futuro se percibe cada vez más “como una amenaza” (Carrero Bosch y Moncloa Allison, 2018). Ya Déborah