razón: porque la izquierda dejó de leer a la derecha, mientras que la derecha, al menos la “alternativa”, lee y discute con la izquierda. Muchos, en las derechas alternativas, insisten en que la rebeldía juvenil está de su lado. Podemos responder con una media sonrisa despectiva, reafirmarnos en nuestra convicción de que la rebeldía siempre será nuestra, mencionar diferentes rebeliones progresistas o, y ese es el objetivo de este libro, aceptar la provocación e ir a ver en qué consiste esa rebeldía, qué es lo que quieren y por qué hay gente que los sigue. Incluso un paso más: tomar en serio sus ideas aunque nos parezcan moralmente despreciables o ridículas. Es cierto que leer a racistas, desigualitarios y misóginos requiere cierto estoicismo, pero puede dar sus frutos. Muchas de estas derechas se difunden como subculturas on line y se autorrepresentan como cristianos que viven, y hacen su culto, en las cavernas debido al acoso que sufrirían al expresar sus ideas en un mundo controlado por la “policía del pensamiento” progresista presente en los medios, las escuelas y las universidades, pasando por las organizaciones multilaterales o la mayor parte de los gobiernos. Muchos de sus seguidores creen haber tomado la red pill (la píldora roja de Matrix) que les garantiza seguir siendo libres en medio de una dictadura de lo “políticamente correcto” donde ya no se puede decir nada sin ser enseguida condenado a la hoguera. En cualquier caso, leer a un montón de gente que dice que “el mundo es de izquierda” no deja de ser un ejercicio intelectual y político interesante. Es un poco como ver la Tierra desde el espacio. Ver el planeta progre desde la constelación de las derechas insurgentes.
Sin garantías
¿Y por qué hacerlo desde la Argentina? Es posible argumentar que muchos de los fenómenos descriptos en este libro pueden parecer distantes y lejanos. Pero no es difícil relativizar esta percepción. Es cierto que en nuestro país la extrema derecha es débil, y que el “giro a la derecha” encarnado por el triunfo de Cambiemos estaba más cerca, desde el punto de vista ideológico, de Hillary Clinton que de Donald Trump o de Steve Bannon. No es menos cierto que hubo varias expulsiones y rupturas “por derecha” en las filas macristas. Darío Lopérfido, Juan José Gómez Centurión y Cynthia Hotton fueron algunas de ellas, y hoy forman parte de los referentes de las derechas “sin complejos”, involucrados en la campaña celeste contra la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo o en las lecturas revisionistas de los años setenta. El macrismo siempre se negó a inscribirse en una tradición política e intelectual e hizo de la pospolítica su identidad (Vommaro, Morresi y Bellotti, 2015). Incluso se mostró permeable a varias dimensiones de la cultura progresista. Por ejemplo, el Teatro Nacional Cervantes coorganizó el evento “Marx nace”, que conmemoró en 2018 los doscientos años del nacimiento del pensador y revolucionario alemán, así como el megaevento sobre feminismos el año siguiente; el Canal de la Ciudad tiene una programación culturalmente progresista y el gobierno de Mauricio Macri, aunque se opuso en su mayoría a la legalización, promovió el debate sobre el aborto. En el plano de las costumbres, gran parte del macrismo se mostró más cerca de las tendencias new age de autonomía personal y religiosa que de un catolicismo de viejo cuño. Recién muy tarde, cuando tras las PASO Juntos por el Cambio se vio condenado a la derrota, el gobierno hizo un desplazamiento a la derecha, sobre todo en la cuestión de la seguridad (con la paradoja de que uno de los artífices de ese giro fue el peronista Miguel Ángel Pichetto). Entretanto, la derecha dura no dejó de acusar al macrismo de keynesiano y de “populista con buenos modales”, y algunos llegaron al extremo de hablar de un “socialismo amarillo”. El macrismo aparecía en 2015 como la opción política “moderna” que iba a dejar atrás la imagen de una Cristina Kirchner soberbia y monárquica, flanqueada por Julio de Vido, Guillermo Moreno y Hebe de Bonafini. Esto es: no renegaba del progresismo, incluso prometía encarnarlo sin las rémoras populistas del pasado, en una clave antiperonista y sin los “excesos” populistas de nuestro keynesianismo periférico que en el presente representaría el kirchnerismo, como el aumento incontrolado del gasto público, la corrupción asociada a la burguesía advenediza y la cooptación de parte de los movimientos sociales y de derechos humanos.
No obstante, eso no quita que Cambiemos contenga una derecha “de verdad” en su seno, ni puede opacar que su triunfo fuera la expresión de un movimiento social más amplio que expresaba una suerte de “derecha existencial” sin representación política concreta. Micaela Cuesta y Ezequiel Ipar hablan metafóricamente de la emergencia de un “Tea Party argentino”, en referencia al movimiento de base estadounidense que jalonó el terreno político-cultural para el desembarco de Trump en la Casa Blanca (Cuesta e Ipar, 2018). Esta analogía tiene serios problemas comparativos. Sin embargo, no resulta difícil observar que algunos de los cacerolazos, el movimiento celeste, la defensa de la “doctrina Chocobar”, la denuncia del “curro de los derechos humanos”, el cuestionamiento al número de desaparecidos y la narrativa sobre los “planeros” –que termina por colocar a los más pobres en el lugar de “privilegiados”– articularon el rechazo al kirchnerismo con un lenguaje desigualitario y antiplebeyo. Por ahora, los “anticuerpos” del Nunca Más vienen siendo efectivos para evitar una legitimación más amplia de estas visiones, y los intentos de transformar esta fuerza social más o menos difusa en un partido de derecha han fracasado (pero este fracaso no solo tiene que ver con razones de tipo ideológico: también se vincula con la forma en que funciona el territorializado campo político argentino, que dificulta la expansión de las nuevas fuerzas, y con el hecho de que Cambiemos aparecía como la única posibilidad de contener la amenaza populista).
Dicho esto, hoy tenemos “libertarios” argentinos, con Javier Milei como su mascarón de proa. Este economista excéntrico, junto con diversos influencers antiideología de género, como Agustín Laje, fueron dando forma a una subcultura de derecha con atractivo entre posadolescentes ávidos de escuchar “otras campanas”. Y no debemos olvidar la participación electoral, en 2019, de Gómez Centurión y José Luis Espert, quienes, pese a sus malos resultados –producto en parte de la polarización y de sus propias divisiones y torpezas políticas– intervinieron en los debates presidenciales y muchas de sus ideas son más extendidas de lo que su cosecha electoral indicaría. ¿Quién podría asegurar que se trata de formaciones marginales, sin futuro alguno en los siguientes años?
La historia no funciona como garantía. Hasta hace poco, España era considerada una excepción en Europa porque se suponía que la extrema derecha estaba “contenida” en el Partido Popular y que el recuerdo de la dictadura franquista funcionaba como un freno adicional a esas tendencias ya extendidas en el resto de Europa. Un “Nunca Más” español. Sin embargo, la reciente emergencia de Vox acabó con esa excepción y sumó una fuerza virulentamente reaccionaria a la arena política ibérica. En Alemania, la emergencia de una fuerza populista de derecha, con un ala dura que coquetea con el pasado nacionalsocialista, provocó una verdadera conmoción en una nación que pensaba que la historia “nunca volvería”. No obstante, la presencia de Alternativa para Alemania (AfD) en el Parlamento, con más de noventa diputados, erosiona de a poco los cordones sanitarios y republicanos, y su discurso se percibe como menos “anormal”. Más cerca de nuestras fronteras, pocos habrían imaginado, hace algunos años, que llegaría al Planalto un candidato con un discurso anticomunista propio de la década de 1930, violentas diatribas contra la “ideología de género” y una exaltación de las armas y de la violencia característica de la Asociación Nacional del Rifle de los Estados Unidos. Pero Jair Messias Bolsonaro está ahí. En síntesis: tengamos o no en la Argentina una fuerza política de extrema derecha, no estamos ajenos a muchos de los climas de época retratados en las siguientes páginas, básicamente porque nadie lo está.
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Este libro es producto de diversas inquietudes personales. Ubicado en términos ideológicos en la izquierda, me fui interesando por una serie de transformaciones en el mundo de las extremas derechas. Básicamente en cómo se construyó un antiprogresismo de nuevo tipo. Una suerte de Frente Único Antiprogresista, para tomar una fórmula de las izquierdas de las primeras décadas del siglo XX, que termina juntando de algún modo, y no sin fuertes disputas entre ellos, a libertarios con neorreaccionarios, a ecofascistas con homonacionalistas. Ese interés se tradujo en lecturas, intercambios intelectuales y escritura de artículos en el suplemento Ideas de La Nación, en La Vanguardia y en la revista Nueva