Catherine Spencer

La hija oculta


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pensar en él.

      Tanya era una mujer alta y delgada, muy guapa y sofisticada, con cultura y muy agraciada. Pero, sin embargo, no pudo evitar gritarle, como si fuera una niña:

      –¡Mentirosa, mentirosa, mentirosa!

      Lo peor de todo era que tenía razón. Si tenía que ser franca, tendría que admitir que nunca había podido olvidar a Joe Donnelly. Y no era porque no lo hubiera intentado. A veces casi lo había logrado. Semanas, incluso meses, pasaban sin que se acordara de él, en especial cuando estaba realizando algún proyecto. Ayudar a un cliente a decidir entre mármol o pintura sintética para las paredes no eran situaciones muy evocadoras.

      Pero cuando salía con algún amigo, no podía evitar compararlo con un rebelde de pelo negro, y una sonrisa tan varonil y peligrosa que incluso podría pervertir a un santo.

      Lo más probable sin embargo sería que en los nueve años que había pasado sin verlo se hubiera convertido en un señor con barriga, que habría perdido el pelo como su padre.

      –Por tu silencio, puedo decir que he tocado la fibra sensible –comentó Tanya.

      –En absoluto.

      –¡No me digas eso, Imogen! Todavía estás colgada de ese tipo. Admítelo.

      –Me acuerdo de él, por supuesto –dijo Imogen, intentando ser objetiva–. Pero de eso a decir que estoy colgada de él va un abismo. La última vez que lo vi, tenía dieciocho años recién cumplidos y acababa de salir del colegio. Era una niña que se encaprichó de un hombre que parecía atractivo, porque era unos años mayor que yo, y tenía cierta reputación en el pueblo. He madurado desde entonces.

      –Una mujer nunca pierde su fascinación por el hombre que le enseña a amar.

      –Yo sí.

      –Entonces no hay razón para que no vayas a tu casa, ¿no?

      –Ninguna –le dijo Imogen, con el mismo orgullo que la había mantenido alejada de su madre.

      –Y dado que eres tan madura, podrías ir a ver a tu madre y hacer las paces.

      ¿Por qué no? Imogen mordió el extremo de su lápiz y se quedó pensando en ello. Volver a casa suponía tener que volver a vivir algunos momentos dolorosos de su pasado, pero ya era hora de enterrar los fantasmas que habían estado acosándola durante años. Lo importante era ser selectiva en sus recuerdos, centrase sólo en la relación con su madre y no ponerse a pensar en arrepentimientos inútiles sobre un hombre que seguramente no había vuelto a pensar en ella.

      Si lograba tener eso presente y controlaba sus emociones, nada podía salir mal. O al menos eso esperaba.

      –Está bien, me has convencido –le dijo a Tanya–. Aceptaré la invitación y veré si logro solucionar las cosas con mi madre.

      Pero nada le salió como lo había pensado. Empezando con su llegada, una tarde de finales del mes de junio, en Deepdene Grange, la finca de su familia y posiblemente la única propiedad en el pueblo a la que se le podía dar el nombre de «mansión».

      –La señora no está en casa –la criada, a quien no conocía, le informó, quedándose en la puerta, como si temiera que Imogen entrara en la casa.

      Imogen se quedó mirándola, sin decir una palabra. El mes antes de haber salido de Vancouver, se había planteado varias veces si volver a casa de nuevo era una decisión acertada, sensación que fue más acuciante cuando se subió al coche que había alquilado. ¿Y si lo único que conseguía era empeorar las cosas?

      Cuando llegó a Clifton Hill y cruzó las puertas de hierro de Deepdene, se le hizo un nudo en la garganta. Había hecho un camino muy largo para arrepentirse en ese momento.

      Pero lo que no esperaba era aquel recibimiento.

      –¿No está en casa? –preguntó, moviendo la cabeza de la misma manera que la mueve la gente que no está segura de que hayan entendido el idioma en que le están hablando.

      La criada ni siquiera parpadeó.

      –Mucho me temo que no.

      Eran las cuatro de la tarde y sábado, la hora en la que, desde que Imogen se acordaba, Suzanne Palmer tomaba el té en el solarium, antes de vestirse para asistir a algún acto social.

      Para verificar que no se había confundido de sitio, Imogen miró por encima del hombro de la criada. La lámpara de cristal de Waterford brillo a la luz del sol, la balaustrada de roble también, al igual que la alfombra persa que cubría la escalera. Incluso el ramo de rosas que había sobre la consola, debajo del espejo con marco dorado, podría ser el mismo que había en aquel mismo sitio el día que ella se marchó de aquella casa, hacía nueve años, decidida a no volver nunca más.

      La criada se puso de puntillas para impedirle que mirara al tiempo que cerraba un poco la puerta.

      –¿Quién le digo que ha venido?

      –¿Qué? –ensimismada en los recuerdos, la pregunta la pilló desprevenida–. Oh, su hija.

      El imperceptible alzamiento de cejas dio cuenta de su sorpresa.

      –La señora se ha marchado a pasar el fin de semana fuera, pero vendrá mañana por la tarde. No me dijo que fuera a venir nadie.

      No dispuesta a darle la oportunidad a que su madre la rechazara una segunda vez, Imogen había reservado habitación en un hotel. Una buena precaución, al ver que Suzanne Palmer no había informado a sus criados de que tenía una hija.

      –No me esperaba. Me voy a quedar en el Briarwood. De todas maneras, me gustaría dejarle una nota diciéndole dónde estoy.

      –Yo le daré el mensaje.

      –Prefiero dejarle una nota –sin darle tiempo a protestar, Imogen entró en el vestíbulo.

      Imogen había pensado que la criada, al darse cuenta de que conocía aquel sitio, le iba a conceder cierta credibilidad, pero sin embargo no se despegó de ella en ningún momento.

      –A la señora no le gusta que toquen sus papeles –objetó la criada, cuando Imogen se sentó a la mesa de despacho.

      –No se preocupe, que no le haré responsable de mis actos –le respondió Imogen–, y para tranquilizarla le diré que no tengo intención alguna de fisgonear en los asuntos privados de mi madre.

      Aunque de hecho era lo que estaba haciendo. Al intentar sacar una hoja de papel, por accidente, se cayeron varios cheques pagados, algunos de los cuales fueron a parar a sus piernas y otros al pulido suelo de madera.

      La criada, después de una exclamación, se agachó y recogió los que había en el suelo, mientras Imogen recogía el resto.

      –No ha pasado nada –le dijo, colocando el taco de cheques otra vez en su sitio.

      –Pero es que estaban ordenados por número –la joven criada se quejó–. La señora es muy exigente en asuntos como éste.

      Poco había cambiado.

      –Siempre lo fue –le dijo Imogen–, pero si los dejamos como los encontramos, no se dará ni cuenta.

      Empezó a ordenar los cheques por número. El 489 estaba extendido a nombre del Ayuntamiento de Rosemont, para el pago de los impuestos municipales. El número 488 era para el pago de un recibo del teléfono. El 487 era por una suma bastante considerable a nombre del colegio St. Martha, el colegio donde su madre iba de pequeña, en Norbury, a cuarenta millas al oeste de las cataratas del Niágara.

      Aquello no le produjo a Imogen ni curiosidad, ni sorpresa. Suzanne siempre había contribuido generosamente a ese tipo de causas. Aunque no hacía lo mismo con su hija, ni con determinados grupos sociales de Rosemont.

      Una vez ordenados y metidos en su sitio, Imogen le escribió una nota.

      –Sólo me voy a quedar por aquí unos días –le dijo a la criada, mientras le daba la nota–. Le agradecería que le entregara