Catherine Spencer

La hija oculta


Скачать книгу

dicho su madre a Imogen, cuando se había enterado de que Joe la había llevado a casa, después de una fiesta que celebró Imogen con sus amigos–. Si se le ocurre otra vez poner un pie en esta casa, haré que lo arresten por allanamiento de morada.

      Pero aunque Joe tenía bastantes defectos, la franqueza había sido una de sus virtudes y no se acobardó con aquella advertencia. Mientras que otros chicos habrían fingido no tener ninguna relación con ella, él retó a su madre.

      –Esperaba que te comportaras como un caballero y no me lo recordaras tú –le dijo Imogen.

      –Pero yo no soy un caballero, Imogen. Nunca lo fui. Seguro que no te has olvidado de eso.

      ¿Qué tenía que responderle? ¿Le tendría que confesar que estaba deseando que la besara? ¿Tendría que admitir, para ser tan franca como él, que era el hombre más excitante que había conocido en su vida?

      –¿Cómo podría haber olvidado? –le preguntó ella, abrumada por el recuerdo–. Un caballero habría…

      –¿Qué? –le preguntó él, mirándola a la cara–. ¿Qué habría hecho un caballero que yo no he hecho?

      Quiso responderle que un caballero se habría mantenido en contacto. Un caballero le habría escrito, habría ido a buscarla y se habría negado a apartarse de su lado. La habría apoyado cuando más lo hubiera necesitado, sin importar lo que pudiera pensar su madre. Habría compartido su desolación. Pero él no lo había hecho, porque al fin y al cabo ella le daba igual.

      –¿Qué es lo que pasó con exactitud, Imogen?

      Estaba retándola a que hablara con tanta franqueza como estaba hablando él. ¿Por qué no? ¿Por qué se tenía comportar de forma delicada, como si tuviera miedo de herir sus sentimientos mientras él estaba pisoteando los suyos?

      –Nos acostamos juntos, Joe. Una sola noche. La princesa de hielo tenía que aprender y qué mejor que un chico que se había acostado con casi todas las chicas del pueblo. ¿Es eso lo que quieres oír?

      –No –respondió él, quitándole la mano de encima–. Yo nunca me he engañado sobre por qué te acostaste conmigo aquella noche, Imogen. Pero te juro que yo pensaba que guardabas un mejor recuerdo de aquel encuentro.

      –¿Qué más da, Joe? A ti seguro que no se te quemó el cerebro pensando en ello.

      –¿Tú crees?

      A unos cincuenta metros, la cúpula iluminada del hotel brillaba en la noche, como un faro. ¿Por qué no salía corriendo al refugio que la llamaba? ¿Por qué se dejaba provocar para desvelar sus verdaderos sentimientos?

      –Estás casado, ¿no? –le dijo, mirándolo a la cara–. Tienes dos hijos, los dos van al colegio, lo cual quiere decir que has estado bastante atareado desde la última vez que te vi. Por lo que se ve, aquel encuentro no te ha impedido seguir con tu vida, sin ningún arrepentimiento.

      –¿Y eso te molesta, Imogen?

      –En absoluto –le respondió, sacando a relucir su orgullo–. ¿Por qué me iba a molestar?

      –No lo sé –le dijo con un cierto tono de humor en su voz–. Aunque he de decirte que ni estoy casado, ni soy el padre de esos dos niños.

      –Pero Patsy me dijo que era su tía, con lo cual tú eres… ¡Dios mío! La risa que trató por todos los medios reprimir sonó como un balido de una oveja–. Qué estúpida soy.

      –Yo soy su tío –le aclaró él.

      –Bueno, ha sido un error natural por mi parte –dijo ella, deseando desaparecer de allí lo antes posible, antes de que la pudiera humillar más–. Sean era un año más joven que yo. No se me ocurrió que él se hubiera casado.

      –De nuevo te confundes, Imogen. Se casó con Liz Baker cuando tenían diecinueve años y Dennis nació a los seis meses.

      En la última media hora, Imogen había ido de sorpresa en sorpresa. Esa era la única excusa que había para el comentario que hizo:

      –¿Quieres decir que se tuvieron que casar a la fuerza?

      La mirada que le dirigió, medio de pena, medio de disgusto, le puso la carne de gallina.

      –Nosotros los mortales tendemos a cometer esos fallos Imogen. Nos dejamos llevar por nuestros apetitos animales. Aunque no creo que alguien de tu refinada sensibilidad pueda entender eso.

      Claro que lo entendía, más de lo que él se imaginaba.

      Pero no merecía la pena decírselo. Intentando buscar una forma de escapar de aquella situación, llegaron por fin a la puerta de entrada a Briarwood. No deseando otra cosa que desaparecer cuando antes, se obligó a mostrar la buena educación que le habían enseñado desde pequeña.

      –Encantada de verte otra vez, Joe. A lo mejor nos encontramos otra vez.

      Cualquier otro hombre habría entendido la indirecta, le habría dado la mano y se habría marchado. Pero no Joe Donnelly. Lo primero que hizo fue mirar la mano que ella tenía extendida, después la fachada iluminada del hotel, antes de mirarla de nuevo a la cara.

      –¿Me estás diciendo que te alojas en el Briarwood, o es que quieres que me vaya cuanto antes para que nadie te vea conmigo?

      –No, me alojo en este hotel.

      –¿Por qué? ¿Por qué no te quedas en tu casa?

      –Porque no está mi madre y no quise poner a los criados en un compromiso.

      –¿Y por qué se ha ido si sabía que venías?

      –Porque… –se detuvo y respiró hondo–. Haces muchas preguntas, Joe Donnelly.

      –Supongo que eso significa que me vas a dejar que te invite a una copa mientras me cuentas lo que has hecho desde la última vez que nos vimos.

      –No, gracias. Estoy cansada.

      –En otras palabras, que no me meta donde no me llaman.

      –Más o menos.

      Se quedó mirándola durante un rato.

      –Muy bien. Siento haberte molestado. No lo haré más.

      Y a continuación hizo lo que ella había querido que hiciera. Se dio la vuelta y se fue por donde había venido. La dejó por segunda vez, sin siquiera dirigirle una segunda mirada. Y ella, como una tonta, sintió una punzada en el corazón.

      Perdió todas sus fuerzas. Tanto fue así, que se tuvo que apoyar, por miedo a caerse. Una pareja que pasaba por allí, hasta pensó que estaba algo bebida.

      –Parece que ésa ha agarrado una buena –comentó la mujer.

      A Imogen poco le importó lo que pensaran. Porque sólo podía pensar en una cosa, en marcharse a su habitación a enfrentarse con sus emociones. Porque acababa de darse cuenta de que, a pesar de todos los años que habían pasado, todavía seguía enamorada de Joe Donnelly.

      Había estado huyendo años para al final ir a Rosemont a enfrentarse a la realidad.

      El teléfono estaba sonando cuando entró en su habitación. Era Tanya.

      –Estas cansada –le dijo, cuando Imogen le contó sus sentimientos–. Has hecho un viaje muy largo en avión, además de lo que has conducido en coche.

      Pero aquello no convenció a Imogen. Se estaba dando cuenta de que no era posible desenterrar sólo partes de su pasado. Era un todo o nada, y ella no estaba preparada para aquello.

      Patsy estaba estirada en el sofá, viendo las noticias de las once, cuando Joe entró en casa.

      –Hola –le saludó ella, apagando la televisión–. ¿Qué tal?

      –Bien –se dejó caer en el sofá, al lado de ella y se quedó mirando la televisión–. ¿Has llevado a los niños a casa?

      –Claro