un niño desvalido” –fue mi primera ocurrencia –. Y decidí prestarle ayuda, sin recapacitar. Tratábase, naturalmente, de no tirar demasiado, de no forzar el alumbramiento y conservar aquella pobre vida que de tal suerte se veía amenazada. Siempre he sido torpe en los trabajos manuales y jamás pasó por mi cabeza la idea de que, algún desventurado día, me vería obligado a actuar de comadrona. Así que, puesto de rodillas sobre el piso húmedo del baño, fui intentando de mil formas distintas rescatar al prisionero de su insólito cautiverio. Tenía ya entre mis dedos una gran parte de su cuerpo, mas la obstinada cabeza no parecía muy dispuesta a abandonar la trampa. El pequeño ser pataleaba y comprendí que estaba a punto de asfixiarse. Fue muy angustioso el momento en que admití que todo estaba perdido, pues de pronto cesó el pataleo y sus miembros adquirieron un leve tono violáceo. “Quizá conviniera –pensé– llamar cuanto antes a la comadrona.” Pero he aquí que, aplicando el conocido sistema que se emplea para descorchar el champagne, logré hacer girar el pequeño cuerpo en un sentido y otro, valiéndome principalmente del dedo pulgar. El resultado no pudo ser más satisfactorio, pues pronto la cabeza comenzó a aparecer, el agua volvió a brotar a grandes chorros y un ruido seco y breve, como el de un taponazo, me anunció que el alumbramiento se había llevado por fin a cabo. Desconfiadamente, le acerqué a la luz y me quedé un buen rato examinándole. Era sumamente sonrosado, en cierto modo encantador, y tenía unos minúsculos ojos azules, que se abrieron perezosamente bajo el resplandor de la luz. Ignoro si me sonrió, pero tuve esa impresión enternecedora. Al punto estiró los pies, pataleó una vez o dos y alargó con voluptuosidad los brazos. A continuación bostezó, dejó caer la cabeza con un gesto de fatiga y se quedó dormido.
La situación no me pareció sencilla y, por lo pronto, cerré precipitadamente el grifo, pues la bañera se había llenado hasta los bordes y comenzaba a derramarse el agua. Cogí una toalla y lo sequé. Era una piel muy maleable la suya, y tan escurridiza, que aun a través de la toalla resultaba difícil apresarlo. Aquí empezó a tiritar de frío, y ello me sobrecogió. Cerré de golpe la ventana y me encaminé a mi alcoba. Allí abrí el embozo de la cama y lo acomodé cuidadosamente entre las sábanas. Resultaba extraña la amplitud del lecho con relación a aquella insignificante cabeza, del tamaño de una ciruela, reclinada sobre mi almohada. De puntillas, bajé sin ruidos las persianas, cerré cautelosamente la puerta y me dirigí al salón. Después coloqué otro disco, preparé mi pipa y me senté a reflexionar.
De entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni una sola situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de otoño. Esto me alentó, en cierto modo, confirmándome lo excepcional del suceso. Mas, a la vez, ninguna orientación aprovechable se me venía a la mente, con respecto a los que pudieran ser mis inmediatos deberes. El consabido recurso de informar a la policía se me antojó de antemano risible y por completo fuera de lugar. ¡No sé lo que la policía pudiera tener que ver en semejante asunto! Y esta conclusión desalentadora me sumió, en el acto, en una soledad desconocida, en una nueva forma de responsabilidad moral que yo afrontaba por primera vez, puesto que si la policía no parecía tener mucha injerencia en todo aquello, ¿quién, entonces, podría auxiliarme y compartir conmigo tan desmesurada tarea? Me avergüenza confesar que durante breves instantes creí haber dado con la solución aconsejable, al aceptar que mi deber de ciudadano no podía ser otro, en este caso, que recurrir sin pérdida de tiempo al Museo de Historia Natural. He de convenir incluso en que llegué a descolgar el teléfono, para volverlo a colgar en seguida. ¡El Museo de Historia Natural! ¿Y con qué fin? Una sola relación podía ser establecida entre mi inesperado huésped y la insigne institución, y era ésta el recuerdo que yo guardaba de unas largas hileras de tarros de cristal, alineados en los anaqueles, y en cuyo interior se exhibían las más exóticas variantes de lo que ha dado en llamarse la flora y la fauna humanas. Otro pequeño incidente nada común –la llegada del cartero– me reafirmó en mi error. Acepte, pues, sonriente, el sobre que me tendía y regresé al salón.
Como no disponía de otra cama, sería preciso instalarse en el sofá. Y así lo hice, provisto de una gruesa manta. Fue una noche ingrata, poblada de oscuras visiones, pues si en alguna ocasión logré conciliar el sueño, pocos instantes después despertaba sobresaltado, dándome la impresión, no solo de que no despertaba, sino que, por el contrario, más y más iba sumergiéndome en el fondo de una turbia pesadilla. A intervalos, me sentaba en el sofá y cavilaba aturdidamente. No acertaba a descifrar, en principio, la procedencia de aquel impertinente viajero que compartía hoy por hoy mi casa, y todas las conjeturas que llegué a hacerme en tal sentido resultaron a cuál más estúpida y descabellada. Aunque esto por otra parte, tampoco me demostraba nada, ya que existe tal cantidad de hechos sin explicación posible, que éste no parecía ser, a fin de cuentas, ni más necio o disparatado que otros muchos. Cabía, sí –y éste fue otro desatino mío –, sospechar del crimen de una mala madre, perpetrado dentro del propio edificio, con el propósito de deshacerse a tiempo de su mísero renacuajo, y el que, por una lamentable confusión de las tuberías, había ido a desembocar justamente en el seno de mi bañera. Pero el hecho de sentirme arropado en aquel sofá, a altas horas de la noche, cuando debería estar ya desde hacía tiempo en mi cama, me prevenía de que el suceso, fuese cual fuese la causa, era a tal punto evidente que no tenía más que incorporarme, dar unos pasos hasta mi alcoba y comprobarlo con mis propios ojos. Así lo hice una vez, tentado por la duda, aunque sin encender la lámpara, sirviéndome de mis fósforos. Allí estaba él, en efecto, contra mi almohada, pequeño y rojo como una zanahoria, y ligeramente sonriente. Rebosaba felicidad. Su rostro se había serenado y en su cabeza apuntaba tal cual cabello rojizo, cosa en que no había reparado. Sus ojos se mantenían cerrados y plegaba de vez en cuando la nariz, del tamaño de una lenteja. ¿Soñaba? Estoy por decir que sí, aunque no hacia movimiento alguno, limitándose a arrugar la nariz, tal vez con el propósito, puramente instintivo, de demostrarme cuán confortable encontraba mi cama y, en general, todo lo que le rodeaba.
De regreso en el sofá, debí quedarme profundamente dormido, cuando ya los primeros rayos del sol se filtraban a través de los visillos. Al despertar, horas más tarde, comprobé con extrañeza que nada a mi alrededor había cambiado. O digo mal; algo fundamental había cambiado, y era que, a partir de aquella fecha, irremediablemente, seríamos ya dos en la casa.
Fue en el transcurso de la mañana siguiente cuando creí advertir que mi pequeño huésped mostraba cierta dificultad en abrir y cerrar los ojos, bien como si la luz del día le resultara insoportable, o más probablemente como si empezara a ser víctima de un agudo debilitamiento. Había olvidado neciamente todo lo relativo a su alimentación, y esta grave contingencia me llenó de confusión y alarma. ¡Cómo conseguir nutrirlo por mí mismo y la eficacia requerida? ¡Qué poder ofrecerle a aquel desmedrado organismo, cuyo estomago –admití con un escalofrío– no sería capaz de alojar en su seno ni siquiera una gota de leche? ¿Y cuántas gotas de leche deberían administrársele al día sin correr el riesgo de exponerlo a un empacho? Corriendo fui a la cocina y regresé con una tacita de leche, en la que introduje un gotero. Anhelante, apliqué el gotero a aquellos diminutos labios, que se entreabrieron, y dejé caer una gota. Con un gesto de repulsión, volvió a cerrarlos, y la gota se desparramó. Ello agravó mi ansiedad, situándome ante un nuevo enigma. Ciertamente el migajón resultaba aún prematuro y sospeché, por otra parte, que el agua no bastaría para reanimarlo. No obstante, hice, por no dejar, la prueba. Aquel gesto de complacencia, de inmensa dicha, que dibujaron sus labios al aceptar la primera gota de agua, bastó para confirmarme la idea que venía ya desarrollándose en mí: que se trataba, de hecho, de un ser eminentemente acuático. Esto, que si en un sentido favorecía mi tarea, me plantaba un nuevo conflicto, ya que la resequedad de la atmósfera que se respiraba en la casa terminaría por resultarle nociva a aquel complicado organismo. Tan rápidamente como pude, me encaminé de nuevo a la cocina, vacié un gran tarro de compota y, tras lavarlo con todo esmero; lo llené de agua hasta los bordes. A toda prisa lo transporté a mi alcoba, lo deposité en la mesita de noche, tomé entre mis manos a la criatura y la fui sumergiendo lentamente en él. A medida que el agua iba acogiéndolo en su seno, una plácida sonrisa de bienestar fue invadiendo sus tristes labios. Bien pronto empezó a moverse –a desperezarse, diría yo– y a entornar sus ojos azules, que pestañearon con perplejidad. Dejé el tarro sobre la mesita y me senté a su lado para contemplarlo, absorto en aquel súbito regocijo