maleta y todo lo relativo al hotel. Continuaban maullando los gatos. Durante un segundo se apagó la luz de la casa, para encenderse de nuevo. Pensaba ahora en el hospital y en los acontecimientos que se avecinaban.
–¡Mamá!– oí de nueva cuenta.
Entonces abrí la puerta del baño, cogí atolondradamente a la criatura y la sostuve en alto. Tras despojarlo de su bata de casa, lo estreché fuertemente contra mi pecho, le miré por última vez y lo arrojé al inodoro. Fue un instante muy cruel –recuerdo –, mas, a fin de cuentas, era de allí de donde él procedía y yo no hacía otra cosa que devolverlo a sus antiguos dominios. Esto me confortó, en lo que cabe. Con el agua al cuello, todavía me miró, confuso, posiblemente incrédulo, e hizo ademán de salir. Pero yo le retuve allí, oprimiéndole la cabeza, y él se fue sumergiendo dócilmente, deslizándose sin dificultad, perdiéndose en una catarata de agua que lo absorbió entre su espuma. Y desapareció. Inmediatamente después, debí perder el sentido.
Amaneció el día dorado y limpio, con un vasto cielo azul. Una luz temblorosa y clara caía de lo alto sobre los tejados, y los cristales de mi ventana mostraban aún las huellas de la pasada lluvia. Reinaba un profundo silencio en la casa. Era todavía temprano y la ciudad dormía. Flotaba un dulce olor en el aire, como si a lo largo de toda la noche se hubiese mantenido encendida una gran cantidad de cirios. Las puertas permanecían cerradas. Una soledad nueva, aunque no olvidada del todo, se presentía tras aquellas puertas. Quizá conviniera habituarse. Sonaba apagadamente la música y era muy grato el sol en mi terraza. Sobre una mesa de la sala, descubrí un libro abierto. En seguida el reloj dio las horas. Bien visto, todo resultaba muy grato, aproximadamente como antes. Me senté a leer. Eran bellas aquellas páginas, conmovedoras, y valía la pena fijar la atención en ellas. Después prepararía el desayuno y, por la tarde, iría al cinematógrafo. Me habían cedido las náuseas y noté que empezaba a crecerme el bigote. En el jardín de enfrente seguían cayendo las hojas. El tiempo me pareció inmenso y propicio para toda suerte de empresas. Pero el tiempo exige intimidad, sosiego y un profundo reconocimiento. Justamente en aquel sofá había dormido yo una noche, encogido como una oruga, tiritando de frío. Me eché a reír. Había sido, sin duda, una insólita noche y me agradaría escuchar de nuevo One Summer Night. ¿Pero quién osaba insinuarme, de pronto, que nunca más, mientras viviera, me atrevería a penetrar en el cuarto de baño? Penetraría. Naturalmente que penetraría, y abriría todos los grifos, y me contemplaría en el espejo, y me sentaría, como de costumbre, en el inodoro. Allí leería el periódico. Después recorrería la casa, pieza por pieza, e iría abriendo los armarios, ordenando sus cajones, reconociéndolo todo, desechando cuanto pudiera considerar estorboso o inútil. Incluyendo aquella alcoba, es claro; y aquella ropa; y el ajuar; y la corneta. Todo junto iría a parar hoy mismo a la basura. Cuando un hombre se siente feliz, debe ordenar su casa, procurar que la felicidad encuentre grata su casa. Así fue quedando la mía: libre, abierta, florecida. A toda hora entraba el sol en ella, como en una jaula. Pasaban los días. Una mujer venía por las tardes y se ocupaba de la limpieza. Al caer la noche se iba. Yo cerraba la puerta tras ella y daba vuelta a la llave. Rara vez abandonaba mi pipa y, como el tiempo continuaba tibio y soleado, dejaba abiertas de par en par las ventanas. Me llegaban todos los rumores y, al oscurecer, se desvanecían. Eran muy tranquilas las noches, muy quietas. Yo apagaba la luz y me dormía en el acto. De tarde en tarde, se dejaba oír una corneta, pero ni aun esto me desazonaba. Más bien la corneta arrullaba mi sueño, porque sabía, en el fondo, que no podía existir tal corneta. Y sonreía. Daba una vuelta o dos en la cama y ya estaba dormido de nuevo. Sonaba todas las noches y después cesaba; pero no en el cuarto de baño, ni siquiera en su alcoba, sino en un lugar impreciso y distante o como al final de un gran embudo. Habían transcurridos diez días y la corneta seguía sonando. Mas ocurría –esto era lo sorprendente– que al cerrar bien las puertas la corneta dejaba de sonar, o, si sonaba, había que mantener el oído muy atento a ella. Comprendí que, de cualquier modo, sería preciso hacerla callar en definitiva, pues era lo único que, en cierta forma, comenzaba a perturbar mi felicidad. El sonido me llegaba a través del pasillo, en dirección a su alcoba. Hacia allá iba yo ahora, de puntillas, procurando no hacer ruido. Abrí. La pieza estaba vacía, a oscuras, y no ofrecía nada de particular. Pero la corneta seguía sonando. Me asomé al cubo de luz. Había una ventana iluminada en el piso de abajo, y un poco más al fondo estaba él, el mico. Sentado en un gran sillón tapizado de rojo, sostenía en alto su corneta. Llevaba puesta una larga camisa de seda y tenía los pies descalzos. En torno suyo un grupo de mujeres muy jóvenes, sentadas sobre la alfombra, reían y le miraban embelesadas. El mico parecía feliz. Cuanto más y más soplaba, más y más se reían las mujeres, agitando sus tiernos pechos. Todas ellas parecían encantadas con el reciente hallazgo, todas se lo disputaban y no dejaban de reír. El gran aventurero también reía. Pasaba de unas manos a otras. De pronto una de ellas lo zarandeo entre sus brazos y lo lanzó a lo alto, como una pelota. Lo lanzó así dos o tres veces y las demás se desternillaron de risa. Mas, al cabo, se vio entrar a un caballero, anunciando sin duda, que ya era hora de acostarse y de suspender el juego. Unas y otras se fueron dispersando y se apagó la luz. El caballero corrió las cortinas, y yo me sentí francamente dichoso. Después regresé a mi cama y no desperté sino hasta muy entrada la mañana. Así continué durmiendo día tras día, risueñamente, inefablemente, sin preocuparme ya más por el hechicero. Y tres meses más tarde di a luz con toda felicidad.
Un huerto frente al mar
Hoy tuve carta del ahogado –dije. Y mi madre, que tendía la ropa al sol allá en el huerto de nuestra casa, me miró desganadamente como advirtiéndome: “No debieras gastarme esas bromas”. O: “Estás creciendo demasiado aprisa”.
Era un pequeño huerto, con una pequeña cerca de ladrillos rojos, desde donde se podía mirar el mar.
Mi madre prosiguió tendiendo la ropa y mirando de cuando en cuando a lo alto, cuidando acaso de que aquellas nubes se esparcieran en dirección noroeste y la ropa no fuera a mojarse.
Yo hubiera querido leerle a mi madre la carta, pues hablaba de ella en algún momento y esto la habría halagado. Aunque hacía referencia también a otras cosas más importantes que mi madre no habría comprendido.
Ya estaba el huerto cubierto de ropa, y yo trataba, al menos, de que mirara la carta. Tenía la carta allí, entre mis dedos, mas ella pretendía ignorarla, pretendía darme a entender con su desgano que sospechaba de sobra quién había escrito la carta.
–Probaré a leértela sin que te des cuenta. Poco a poco te irás interesando en ella, pues es una hermosa carta. Podrás, si quieres, seguir tendiendo la ropa. A mi padre no le gustaría enterarse de que menospreciabas así sus noticias.
Mi padre fue en todo un hombre admirable que adivinó, Dios sabe desde qué tiempo, que habría de naufragar algún día. Así me lo prometió una vez. Y lo cumplió.
Cuando se enroló de marinero en aquel blanco trasatlántico, mi madre tuvo una contrariedad muy grave y se disgustó con él.
–Haces mal en marcharte lejos –le dijo– . ¿Qué buscas? ¿No nos tienes aquí? Por lo pronto, ya nunca comeremos juntos.
A mi madre le encantaba comer, siempre y cuando nos sentáramos todos a la mesa, incluyendo a mis diez hermanos. Y si faltaba alguno algún día o porque estuviera enfermo o porque mi padre se hallara esa tarde en el mar, mi madre se negaba a comer y permanecía malhumorada en su asiento.
–Él se va y hace muy bien –le manifesté entonces–, porque es un hombre de ambiciones. Si yo fuese un poco mayor, me gustaría acompañarle. Quiere naufragar a lo grande, en un trasatlántico de lujo, y no en su miserable barca, ¿te das cuenta? Creo que tú misma deberías animarlo.
Mi madre me observaba incrédula, imaginando que mi padre y yo tramábamos algo contra ella.
–Es claro –le insistí–. ¿O no es posible que entiendas que un hombre tenga ilusiones?
Yo era el hijo mayor y el preferido de mi padre. Algunas tardes nos sentábamos en la cerca de ladrillo, para mirar el mar. Generalmente los domingos me permitía que chupara una o dos veces su pipa. Cuando soplaba sur, el mar parecía muy blanco,