de oro y hablaba muy alto, como haciéndose anunciar por una corneta. Grandes mostachos pardos le adornaban la nariz como si llevara dos escobas contrapuestas debajo de la trompa roja y patatuda.
El caso es que el bueno del capador me resultó simpático. Tan pronto me extendió la mano, me clavó una mirada muy intensa y me dio la bienvenida a las tierras de Nigueiroá. «Por donde no pasó Jesucristo», dijo con un guiño de ojo que me pareció misterioso y algo así como un aviso de peligro.
Por otra parte, quiero que sepa que, según Ud. me ordenó, he acudido a la rectoral a visitar a don Plácido Mazaira. Le entregué su carta de presentación y, francamente, no me gustó la manera que tuvo de recibirme. Me pareció una persona fría y poco dada. No mira de frente y ni siquiera me mandó sentar ni me ofreció compartir con él el chocolate con roscón que tenía como merienda. Tampoco se interesó por la salud de Ud. De modo, señor tío, que si Ud. me lo permite, no daré ningún paso más de acercamiento hacia ese clérigo antipático que, evidentemente, no quiere tratos con personas desconocidas por muy sobrinas que éstas sean del señor Penitenciario de la Catedral de Ourense. Por otra parte, me ha dado la impresión de vivir muy aislado de las gentes de su parroquia.
Sin otro particular y a la espera de sus apreciadas noticias, le saluda con todo respeto.
III
5 de octubre
Querido tío:
Me llamó mucho la atención la coincidencia de que Ud. tuviese conocimiento del señor Remuñán. Sabía, eso sí, que él era entusiasta de los agrarios pero, como en esta tierra por no haber ni siquiera existe la institución consuetudinaria del foro, el abolicionismo carece casi por completo de relevancia pública y popular. Asimismo, ignoraba yo totalmente que Nicasio Remuñán fuera, como Ud. me enseña, un importante propagandista de las ideas solidarias y un amigo dilecto del señor abad de Beiro. Por supuesto, el saber que el infortunado capador había fascinado con su hablar jaranero las amenas reuniones gastronómicas y literarias a las que sé concurre regularmente Ud. en la compañía de don Antonio Rey Soto, de don Miguel Ferrín y de don Basilio Álvarez en la Pousa de Vilaseco, cedida para tan inocentes esparcimientos por doña Angelita Varela, me hizo sentir con una extraña intensidad el luctuoso acontecimiento, que parece haber sido calificado ya como suicidio por el Juez de Bande.
Qué quiere Ud. que le diga, señor tío, pero desde el día en que Nicasio Remuñán Flores murió ahorcado en la rama de un cerezo de los molinos de Lucenza, o sea Das Gándaras, en Lobosandaus todo se ha vuelto que si el capador por aquí, que si el capador por allá, que si el tío Nicasio era así, que si el tío Nicasio era asado, que parece que no haya otra conversación en casa Aparecida, donde yo hago toda la vida fuera de la escuela porque hace una semana que esto es una torrentera. Una lluvia cerrada, espesa, inmóvil como paño de luz lechosa que se pusiera ante los ojos, enturbia los días, y las noches son un arroyar de aguas parloteantes por los caminos, un ruido cambiante e idéntico a sí mismo de techos de pizarra y paja que lloran toda la soledad de este fin del mundo contra las piedras de las calzadas. Y a medida que voy sabiendo que el tío Nicasio era viudo sin hijos, que el señor Remuñán había venido de la parte de Pontevedra, de Poio, más exactamente, como oficial del herrador de Celanova, y que se había casado en Lucenza, a medida que me voy enterando por Ud. de la vida de él más allá de estas tierras esclavas, una rara sensación de peligro me viene una y otra vez al pecho, mientras se me representa la cara del difunto guiñándome el ojo en el día de mi llegada a éstas.
En la posada y tienda de Aparecida tienen una cocina de hierro con corredor de mármol alrededor donde se sientan los viajantes, cuando los hay, la gente que viene a la feria y, a diario, yo, naturalmente, para comer, cenar y demorarme, sobre todo por la noche, en parrafadas y conversaciones sin final. Allí luce mucho Clamoriñas, criada joven con cara de albaricoque que, con el pañuelo caído, deja brillar la cabeza, dorada como la mies, a la luz azulada del carburo y, mientras sorbe las berzas del caldo con la cuchara de madera, se ríe por lo bajo y comenta con chispas en los ojuelos que el viejo Hixinio tenía una querella, por ejemplo, con el difunto del tío Nicasio. Y el criado viejo de la casa, que había criado a Aparecida y a sus hermanos ya muertos o perdidos en Cuba o en el Norte, se pone a decir y contradecir con una sonrisa maliciosa de su boca sin dientes, por la que circulan migajas grandes y blandas de borona, que si esto y si lo otro. Y yo saco la conclusión de que sí, que efectivamente Nicasio Remuñán era un galanteador impenitente que no respetaba solteras ni casadas y que ya había tenido, en cierta ocasión, que pasar su tiempo en Portugal por asunto de la cosa prohibida de hacer por el sexto mandamiento y que ya el señor cura se había hartado de tirarle puntadas en misa. Eso sí, la mocedad le apreciaba, y lo cierto es que era siempre bienvenido en el filandón, donde destacaba improvisando cantares de desafío para entrar y allí era el primer danzarín de bolero y los lanceros que, como mi señor tío seguramente no ignora, son las melodías bailables que las gentes de este confín prefieren, al son de las panderetas, triángulos y sartenes. No puedo, sin embargo, dejar de decirle, mi señor tío, que una idea me está obsesionando. ¿Y si el capador Nicasio no se suicidó y fue asesinado por causa de sus malas costumbres con las mujeres?
Sin otro particular, se despide de Ud. su sobrino que lo ama.
IV
22 de octubre
Señor tío:
A la pregunta que Ud. me formula respecto al médico de aquí, Luís Lorenzo, he de responderle que se pasa mucho tiempo en Bande, que no concurre a las tertulias de casa Aparecida y que me parece hombre de ciudad y sumamente descontento de su destino en estos confines de la civilización. Apenas nos hemos cruzado el saludo unas cuantas veces. Eso sí, cuando fuimos presentados por el alcalde, que no sé si le he dicho que es Luís Pardao, el marido inútil y descolorido de la diligente Aparecida, Luís Lorenzo echó pie a tierra desde una yegua negra como el carbón, se sacó el bombín, se cuadró muy cortés y me tendió la mano al tiempo que me ofrecía su casa y sus servicios. «Soy médico interino y malamente me mantengo de las igualas», me dijo, con un frunce de asco en el hocico untuoso. Miró en torno y después encaró de frente a Pardao, como si desafiara una fuerza extraña y poderosa. No comprendí nada. Si me lo permite, señor tío, le diré que para mí el médico interino es un petimetre.
En cuanto a los pormenores de mi vida, ésta resulta de lo más simple. Voy de la escuela —allí disfruto, como Ud. sabe, de mi labor docente igual que otros gozan de los placeres prohibidos— a la posada, donde se cobija una divertida sociedad conversadora, mientras afuera, en el mundo, la lluvia no deja de caer estos días a turbiones violentos y feroces.
Y poco a poco me voy enterando de hechos relativos a la familia que me hospeda y que no me habían sido revelados al principio, si acaso por pudor escrupuloso. A saber, que Pardao y Aparecida tienen un hijo y una hija. El mayor, Turelo, o sea Artur, viaja continuamente por Portugal dedicado al negocio de compra de oro y plata y está casado con Dorinda, de la que no tiene hijos, y que es una espléndida mujer de cara morena y cuerpo abundante que a menudo pasa largas horas en casa de sus suegros, con los que se lleva bien. La hija, parece que más joven, está encamada en un lugar que yo, imprecisamente, sitúo en la parte sur de la casa. A pesar de la enfermedad que la retiene en el lecho, no tengo noticias de que Luís Lorenzo la visite nunca. Clamores me confió, con ojitos de cielo muy abiertos y un pasmo en la boca, que aquella joven tenía el cuerpo abierto. Le llaman Obdulia, a la encamada.
Sin otra cosa por hoy, pide a Ud. licencia su sobrino.
V
30 de octubre
Mi querido tío:
Por fin se ha retirado la lluvia y el cielo ha quedado limpio, azul hasta llegar a herir de pureza la vista de los ojos. La temperatura ha descendido vertiginosamente y con ella se me enfría el alma, señor tío. No tema, tío mío, por la posible carga de concupiscencia que sin duda Ud. percibió en mi mención, un poco adornada en exceso, quiero pensar, de Dorinda de Turelo. Puede creerme, sí, que de ella emana