Xosé Luis Méndez Ferrín

Arraianos


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nuevo los tiene a todos retraídos y recelosos.

      A los pocos días de haberse Turelo encamado en la casa de sus padres, decidió levantarse y todo el mundo pudo comprobar que en él se había operado una notable transformación. Empezó a pisar fuerte, y a erguir aquella cabeza que siempre se inclinaba hacia abajo. Tal domingo se presentó a la salida de misa y, tomando violentamente a Dorinda por el brazo, la puso a caminar delante de él hacia casa. Ella obedeció mansamente y hombre y mujer se han puesto de nuevo a vivir juntos. Turelo parece que ya no piensa en cruzar la Raya. Dorinda estaba sumisa, humillada, muelle como una gallina cuando relaja las plumas después de que el gallo la gallee. Dormían juntos largas siestas de invierno hasta la puesta de sol. Después cenaban y los de Lobosandaus oían risas, a través de la ventana de la cocina, como de fiesta. Turelo ha empezado a ponerse leggings bien ajustados en el tobillo, y zapatón herrado de Vilanova, y a calzar espuela, diciendo por ahí que pensaba bajar a capar marranos a A Merca cuando llegara la sazón.

      Ahorro decirle, señor tío, que en esta tierra dejada de la mano de Dios todos andan comentando que Turelo ha sido poseído por el espíritu del tío Nicasio Remuñán aprovechando el punto y hora en que estaba su cuerpo abierto a consecuencia de la paliza de la Guardia Civil, a fin de que el viejo cabrón (pido disculpas) pudiera fornicar libremente a la deseada Dorinda mediante el procedimiento ideal de apoderarse del cuerpo del propio marido de ella.

      Pero es el caso, señor tío, que, si así fuese, el espíritu de Turelo, que tuvo corazón para dar muerte dos veces a su enemigo, no parece ahora dispuesto a soportar la invasión del capador, y a veces vemos todos a Turelo vagando por ahí al estilo Nicasio, altivo y majo, valiente y charro como nadie, y otras veces, nos parece que vuelve a su ser, de vista caída y caminar furtivo pegado a las paredes. Hoy dice Turelo, en voz susurrada apenas, que está preparando un viaje a Amarante, para mañana contradecirse y ordenarle a su mujer que lleve una empanada de la carne de un corzo, que él mismo ha matado en la Serra Grande, al horno, para comérsela los dos sin testigo, en casa. Como efecto de la lucha que se libra dentro de su cuerpo abierto, Turelo por momentos se araña la cara y se revuelca por el suelo como si quisiera violentarse a sí mismo. Aparecida no deja de llorar y Luís Pardao ha perdido el habla y anda por los caminos como un fantasma.

      Esto es todo lo que pasa y yo así se lo cuento, señor tío, aun a riesgo de que Ud. atribuya mi relato a factores tales como la sugestión ambiental o cualquier otro de los que yo, constantemente, a mí mismo me represento con el fin de conjurar esta pesadilla.

      Tenga siempre presente, señor tío, mi cariño y mi respeto.

      XIV

       25 de diciembre

      Tío:

      Sin esperar su carta le envío ésta, estando este su sobrino al borde de la confusión. Esta mañana me despertaron los gritos de dolor de Aparecida, a los que pronto se sumaron los de muchas mujeres en la cocina de casa. Turelo apareció, al rayar el día, ahorcado en un árbol del soto de cerezos, donde el río. La nieve lo cubre todo y apaga las voces de la gente. El sol luce y relumbra haciendo guiñar los ojos, los ojos vacunos y abultados que todos tenemos en Lobosandaus. Aquí todos sabemos el porqué de lo ocurrido. Turelo, para librarse de alojar en su cuerpo al capador Nicasio, se arrancó la vida. Se mató por no vivir con el querido de Dorinda dentro. Me duele la cabeza y tengo fiebre. No sé por qué, me he mudado al cuarto de la finada Obdulia. Acabo de ver que Dorinda, al cruzarse conmigo en la galería, de vuelta del retrete, no llora. Y me ha sonreído, señor tío. Al darle yo mi saludo, me enseñó los dientes y las encías blanquecinas, y me sonrió con un aquel de llamada que me encendió la sangre y me puso las partes de abajo endurecidas, señor tío. Yo siento horror, noto a alguien en el cuarto y deseo a Dorinda y creo que va a volver la desgracia a Lobosandaus y que habrá otra vez cuerpos abiertos.

      Venga por mí, señor tío; por el amor de Dios, venga a buscarme y lléveme consigo a Ourense.

      MEDIAS AZULES

       A Flores Carballa y Paco Taboada

      Llevábamos los caballos al paso de andadura. Él, el criado de Xixín, conocía el lugar. Era una cabaña triste, con el poniente pegándole por detrás. Situada la casa en medio de los pinos, parecía un animal derribado. En la techumbre, brillaba un águila de hojalata. Relucía el águila y, de lejos, venía el fragor del Arnoia rompiendo por canales y cascadas indecisas. Ningún perro ladraba. El camino que nos había traído pasaba al pie de la choza. Estaba hecho de piedras grandes y antiguas, aquel camino. Poco antes de llegar, el camino se demorara en una vuelta en la que las piedras mostraban carriles labrados por eternidades de carro, y pisamos un puente altísimo en el que nuestros caballos hacían sonar ecos secos, toscos, estrechos, de mil años.

      Nada —había dicho días antes el criado de Xixín.

      Nada, que tenemos que ir a mozas a donde yo me sé. Que son dos hermanas, he oído hablar. Que son buenas mozas y de pelo amarillo. Blancas, blancas —decía el criado de Xixín, y al pronunciar la palabra blancas abría la boca con deseo y gula y dentro le brillaba una saliva pecaminosa, como espuma de mar.

      El criado de Xixín era chusco. Había adornado con cascabeles las patas del potro que le confió el amo. Me convenció y fuimos.

      Entonces lucía un sol último, de septiembre. Lateral y displicente, aquel sol acariciaba la choza y la hacía amigable. Y así llegamos, el criado de Xixín y yo, y pusimos pie a tierra enlazando él el ronzal y yo atando las riendas a las ramas bajas de un pino. Recuerdo que los caballos, que eran amigos como lo éramos el criado de Xixín y yo, se entrechocaban las cabezas.

      El caso es que tienen fama de brujas —me había dicho el día antes el criado de Xixín.

      Y eran huérfanas. Y vivían solas, aquellas mujeres a las que nosotros íbamos, por Tras da Chaira. Habitaban una tierra yerta, montesa, fría, en la que corría el corzo y se movían rebaños de cabras, como nubes sueltas. Tierra fría no da pan. Por una encañada abajo, cruzada por el sendero trillado del lobo, caía el camino, empedrado en plácidos remansos. Después estaban las casas de la aldea. Por fin, en una lomada de pinos del país, figuraba la casa de ellas, sola. Parece que eran algo brujas.

      Entramos por el ejido, el criado de Xixín y yo, haciendo sonar cada uno su espuela, que llevábamos firme, atada contra la polaina y la bota. También hacía tilín la onza de oro de mi leontina, regalo reciente de mi padre —que me empujaba así a irlo sustituyendo en los negocios de préstamo y contrabando de vacas piscas.

      Mozas aquí, mozas aquí —gritaba el criado de Xixín, y yo me reía a reventar y venga a llamar con los nudillos en la puerta verde. Vino un silencio, y creo que chirrió el águila del tejado. Después, enseguida, hubo risas dentro, que era todo negro ya, al atardecer. Risas de jóvenes frescas, como nosotros éramos mozos plantados, y se encendieron una, después dos teas, y éstas se clavaron en las paredes de cascote. Y el fuego del lar fue creciendo—. Pasen, pasen —dijeron las gargantas lindas—. Siéntense, siéntense —insistían ellas. Y todavía vino una y prendió un candil de carburo y lo colocó sobre la artesa.

      La luz azul dominó aquella cocina de techo, vigas y muros negros como el alquitrán. Las vimos rubias, lavadas, claras, con el pelo tirante y las trenzas sobre el pecho. Los pañuelos habían sido retirados y les cubrían apenas el cuello, dejando libres las cabezas, ambas como cascos de oro.

      Estaban arregladas, con los delantales y las camisas limpias. Como si nos estuvieran esperando. Y eso que no era día de cortejar. Si fuera hoy jueves, se rió una de ellas, habrían de ver ustedes la maravilla de mozos a la espera, en el banco de la era, para parrafear con nosotras. No nos tuteaban, puede que por usar espuela los dos visitantes y, yo, leontina de oro en el chaleco. Pero, poco a poco, fueron ellas entregándose francas al tú por tú.

      Tenían que ser gemelas de un parto. En un instante, cierta sombra silente se posó en uno de los escaños junto al hogar. Gache, gache —espantaban ellas. Y el gato negro nos lanzó una mirada de oro viejo antes de