carta de Kleist, con el corazón destrozado, contando cómo había destruido todas sus certidumbres, para recordarlo28. Para Nietzsche, la experiencia de Kleist todavía le parecía muy cerrada29. Por eso, Heine afirmaba que Kant había sido más destructor que Robespierre, por eso también le tacha de «apoético» y «filisteo»30. Al revelar primero los límites de la razón, y asentar después un sistema moral donde la razón vivía a expensas de la experiencia de cualquier impulso natural, Kant contribuyó a que los espíritus poéticos se sumieran en cierto estado de desesperación general e incluso de aversión a la filosofía.
El nuevo mundo de la razón compensaba con mucho a los filósofos y científicos ante la pérdida de un universo religioso seguro, pero para la gente de imaginación más ardiente resultaba intolerable. Para ellos, el reconocimiento de que «Dios ha muerto» era una tragedia. Su única esperanza era encontrar una visión poética de la realidad que pudiera colmar el vacío emocional del mundo de la prosa con máximas políticas y lógica científica. En esto, los jóvenes rebeldes de Sturm und Drang, incluso el maduro Schille, o Goethe, todos los poetas del renacimiento romántico en Inglaterra, Francia y Alemania, así como pensadores posteriores tan imaginativos como Kierkegaard y Nietzsche, estaban de acuerdo. Esta búsqueda de la conciencia infeliz, no solo su sentimiento de alienación del mundo moderno, se hallaba en el corazón del romanticismo del siglo XIX.
El romanticismo no surgió de filosofía alguna, sino que la filosofía asentó el escenario intelectual para el nuevo espíritu y entabló una guerra con la poesía. La propia filosofía proporcionaba ocasiones para la erupción de la «conciencia infeliz» y una gran parte de la historia intelectual del siglo XIX consiste precisamente en la guerra entre filosofía y poesía. La poesía trataba de «curar las heridas que la razón nos había infligido» y la filosofía buscaba defenderse del creciente predominio de las formas de pensamiento antirracional. En el curso de este diálogo, ambas partes se vieron modificadas; incluso hoy, tenemos una poesía y unos filósofos excesivamente intelectuales que constantemente exigen más vida. Al principio, sin embargo, fue la visión estética de la vida la que trató de salvar la existencia humana de los excesos del espíritu analítico.
La contienda entre poesía y filosofía
El hombre que salva a Fénelon sufre de una enfermedad que Coleridge denominaba «la alienación y autosuficiencia de la razón»31. El romanticismo protestó contra esta fragmentación analítica del hombre, más que contra la razón misma. Desde los primeros estertores de Sturm und Drang, el romanticismo se dedicó al ideal de totalidad humana, la integridad de toda la personalidad. Sus excesos de «sentimiento» eran afirmaciones de vitalidad, una fuerza viva antifilosófica. Si el héroe de Sturm und Drang era una mero Kraftgenie, si su culto a la energía y espontaneidad era exagerado, es cuestión que debe verse como un esfuerzo para redirigir el equilibrio que los excesos de la razón analítica habían alterado. La vida no se identificaba solo con la energía; se buscaba la unidad interna de los poderes humanos, en vez de su departamentalización en «sentimiento» y «razón».
Manfred se refería a todo ello cuando afirmaba que «el árbol del conocimiento no es el de la Vida», pero la cuestión real quedaba por formular: «¿qué es la vida en sí?»32. Especialmente para los últimos románticos, más reflexivos, la emoción sola no era suficiente33. Para ellos, la vida nunca estaba realmente allí, en el presente, sino que siempre era una meta distante, una aspiración, algo inalcanzable, un objeto de deseo más que algo experimentado. Para la mayoría de los románticos, la vida era un deseo, no una realidad34. Su deseo constante de más vida y menos pensamiento era, en realidad, la demanda de una nueva forma de mirar la vida –la forma del artista, para ser exactos, creativamente–. Era el deseo intenso de volver a unir todo lo que la filosofía había destrozado, razón y experiencia, deuda e inclinación. No era el análisis, sino los poderes restauradores de la imaginación creativa, los que iban a recrear al hombre y hacerlo más vivo.
La primera objeción a la filosofía, entonces, es que no era creativa. «La mente…no puede crear, solo puede percibir»35. Pero más serio resulta que la «mente» pueda destruir. Puede robarnos nuestra simple conciencia de la existencia, nuestro lugar en la creación, como señalaba Herder. «Una ocupación triste», así decía de la filosofía36. Esta fue la primera voz auténtica del romanticismo, Herder fue el primero en aplicar el punto de vista poético a todo problema intelectual y social37. En literatura, terreno de Herder, no existe «el hombre en general», como a la filosofía le gusta contemplar. Solo hay individuos concretos –el propio artista y sus personajes–. Un autor es grande si es original, es decir, no como «el hombre en general». Su obra es bella en cuanto que sus personajes son seres vivos, no abstracciones representando características aisladas. Según Herder, por eso Homero era un Prometeo creando dioses y hombres vivos, mientras que la poesía didáctica de Horacio y sus imitadores solo trataba de símbolos vacíos38. El poder del poeta, «sus dioses y hombres», depende de la unidad de su ser interior: el poema tiene que ser expresión de toda la personalidad del poeta, sus dioses y hombres tienen que ser creíbles, individuos multifacéticos. Desde este punto de vista, por supuesto, hablar de un hombre dividido en lo racional y emocional se convierte en algo poco fructífero. De nuevo, la idea de una naturaleza común humana, un hombre generalizado, parece irreal, los hombres difieren más entre sí que las diversas especies de animales, insistía Herder39. Contemplaba el proceso de individuación en toda la naturaleza. En vez de convertirnos en «el hombre en general», abstracto, filosófico, deberíamos ser más diferenciados, más «un todo»: «la convicción de nuestro egoísmo, el principio de nuestra individuación, es más profunda que nuestro entendimiento, nuestra razón o nuestra fantasía… Del mismo modo que el sentimiento o la idea residen en la propia palabra ‘ser’. La autoconciencia, la propia actividad, maquillan nuestra realidad, nuestra existencia»40. En vez de luchar contra ello, deberíamos seguir la gran ley de individuación, «despertar nuestro verdadero ser y reforzar el principio de individualidad en nosotros». Para él, no se trataba de ética subjetiva como para los últimos románticos, sino que era la afirmación de los valores de cada ser como un todo, como una simple unidad dada. Tenía la sensación de la mismidad, de la simple existencia que Coleridge vio como la salvación del hombre desintegrado.
Cuando él, por sagrada simpatía pueda hacer
de todo un ser, ¡el ser que nadie conoce!
Ser, ¡tan difuso como pueden volar las alas de la fantasía!
Ser, ¡todavía extendiéndose! ¡Pero olvidándose de sí
y de todas y todas sus posesiones! ¡Esto es fe!41
Herder tenía un sentido de la unidad no solo del interior humano, sino también de toda la existencia. Para él, la idea de que la experiencia y el conocimiento puedan no ser uno, es absurda. La prueba cartesiana de la existencia o el examen hipercrítico kantiano de la prueba de la existencia de Dios solo eran ejemplos de oscurantismo intelectual. Sabemos que existimos, que Dios existe, no porque pensamos, sino porque todo nuestro ser nos dice que es así. Somos directa e inevitablemente conscientes de la existencia, del mismo modo que no podemos imaginar el no ser. No puede haber separación entre pensamiento y experiencia, porque nuestra conciencia de la existencia, de Dios, es más que eso. Es la base de todo nuestro conocimiento y nuestra felicidad, pues es expresión de todo nuestro ser como parte de una Existencia universal42. Una y otra vez, Herder subraya cómo nuestro sentimiento de lo bello nos ayuda a verlo.
Y en el fondo de todo esto, subyace la convicción herderiana de que la intuición es nuestra guía real para descubrir la verdad; que es la forma más alta de conciencia –lo cual puede ser cierto en el arte, pero es dudoso en filosofía–. Mientras Herder se enzarzaba en lo que confundía como debates filosóficos, Goethe era muy sincero en su antipatía por la especulación y la metafísica43. Prefería partir del ámbito kantiano, con sus conflictos sin resolver, «huir a la poesía»44. Mientras Herder desarrollaba sus ideas sobre la existencia, malinterpretando a Spinoza, este último era el filósofo favorito de Goethe. Para él, Spinoza significaba que no necesitamos diseccionar el universo para entenderlo,