dos miraron hacia la pantalla del velador.
—Lo sacaste —dijo Rosana, señalándole las manos—. Ahí: lo tenés vos.
—Lo saqué, pero del congelador —dijo Berto—. Está frío.
Ella se mordió el labio.
—Mirá lo que hay que escuchar... El marinero no sabe coger, pero ata el forro de una manera única, y le controla la temperatura... —dijo—. Sos increíble. Vení, acostate...
—No sabe coger las pelotas, si no fuera por tu pañuelito, tu estufa, tus goteras...
Rosana tiró del cobertor para volver a taparse.
—Bueno, de alguna manera tenías que ser inolvidable... —dijo.
—¿Me estás cargando? —reaccionó Berto.
—Un poquito. Vos tenés el tipo de los que, si no se les para la pija, se les para el corazón.
—¿Estás buscando que te cague a trompadas?
Rosana se calló. Él comenzó a pasearse por la habitación, como un tigre enjaulado. Se golpeaba la palma con el puño cerrado.
—Vos no sabés quién soy, no sabés nada de mí...
Tenía la cabeza roja.
—¿Qué pensabas hacer, a ver? ¡Contestame! ¿Qué querías?
—Lo mismo que quiero ahora: dormir —dijo ella, nuevamente estirada sobre el colchón.
—Parece que no toda la noche quisiste dormir. En algún momento habrás querido jugar a los experimentos...
—Qué decís, qué experimentos... —Rosana golpeó sobre la almohada vacía con su mano llena de anillos, para completar la invitación—. Vení, dale… ¿De qué experimentos hablás?
Berto se quedó callado.
—No sé —dijo—. Explicame vos.
—¿Qué tengo que explicarte?
—Qué ibas a hacer con mi preservativo lleno. Con mi esperma recién ordeñada.
Rosana parpadeó y se pasó la mano por la cara. Trató de erguirse. “No entiendo de qué esperma me hablás...”, contestó, antes de bostezar. El bostezo fue tan largo que él tuvo tiempo para guardar el preservativo en su pantalón y salir al pasillo.
—¿Dónde me escondiste los zapatos?
En el comedor entraba la luminosidad del amanecer con mayor intensidad que en la habitación. Un viento incipiente agitaba los pastizales de afuera. Ella se levantó y siguió a Berto por la espalda, hasta abrazarlo.
—No estoy loco, ¿entendés?: sos la única persona que hay conmigo en esta casa. Yo no lo puse ahí. Tenés que haber sido vos.
Los brazos de Rosana le apretaron el pecho.
—¿Y si hablamos cuando suene el despertador? —le sugirió.
—No. Deberías explicarme qué pasa.
—¿Ahora?
—Ya.
Ella lo soltó. Dio la vuelta hasta quedar de frente. Tenía cara de enojada. Lo señaló con su dedo índice extendido y acusador. Solamente en ese dedo llevaba tres anillos.
—¿Te creés que sos el único que usa forros acá en mi casa? ¿Te creés que fui así de fácil porque sos especial?
Berto bajó la cabeza.
—Todas las noches me cojo un tipo, si no andá a ver la basura. Ni me molesto en tirar las bolsas para que el próximo no vea las gomitas...
A Berto le pareció que las goteras espaciaban el ritmo, que el calor dilataba cada vez más el silencio entre esas pequeñas explosiones. Ella sonrió repentinamente.
—Me encantó estar con vos —dijo—. Mañana, mejor dicho dentro de un rato, tenemos que levantarnos. Por favor, seamos sensatos y volvamos a la cama, que ya está amaneciendo.
Berto se quedó donde estaba.
—Por favor —repitió ella—. Después será otro día.
—¿Y ahí sí me vas a explicar?
Rosana subió los hombros, como diciendo que no había nada para explicar; pero dijo:
—Bueno.
Berto llegó a la cama con los ojos semicerrados. Se desvistió rápido; las gotas espaciaron tanto el ruido que le pareció que desaparecían. Lo último que vio fue su pantalón sobre la mesa de luz y a Rosana desnuda y con el pañuelo al cuello, colgando una frazada de dos ganchos sobre la ventana sin persianas. El cuarto se oscureció. Él oyó que ella entornaba la puerta y sintió el cuerpo que se acomodaba a su lado en la cama. Entonces se entrelazó con los brazos y las piernas flacas de la mujer, para asegurarse de inmovilizarla mientras dormían. El soldado se le puso en actitud belicosa debido a la proximidad, y aunque ella hizo “mnnn”, Berto no quiso oírla. Solo iba a despertarse si la veía revisar los pantalones sobre la mesa de luz. Y para eso ella tendría que desenredarse, incorporarse, dar la vuelta, tomar los pantalones, sacudirlos, volver a rodear la cama, volver a introducirse, hacerse la dormida. Fue tanta la tranquilidad que logró Berto que hasta tuvo un sueño. Un sueño feo, como todo lo que había en esa casa.
Se encontraba fumando en el balcón de su departamento, tranquilamente, cuando escuchó ruido a llaves en la puerta de entrada. Nadie más que él tenía esas llaves. Ladrones. Soltó el cigarrillo encendido sobre la baranda. La puerta se abrió. Un hombre idéntico a Berto hizo su aparición. Tenía el mismo llavero con pelota de tachas, vestía la misma ropa, arrugaba las facciones con igual desagrado. Cerró la puerta con un golpe y fue directo al balcón para arrojar la colilla que le estaba abrasando los dedos, al vacío del patio de aire y luz. La colilla pasó rozando la oreja de Berto.
Se despertó sobresaltado. Alguien estaba parado junto a la cama, en la oscuridad. Podía percibir el movimiento. Pensó en el doble del sueño, que acababa de ver cara a cara, como al reflejo en los espejos. Palpó el cuerpo de ella, que seguía acostado, enredado, dormido. Sintió que el aire se movía apuradamente a sus espaldas, como impulsado por un ventilador de aspas humanas. Extendió la mano hacia la frazada que hacía de cortina y algo —¿una planta?, ¿un animal?, ¿un hombre?— le rozó los dedos en la oscuridad. Esa cosa estaba viva y emitía más calor que la misma estufa, era algo que estaba más sudado que la propia masa muscular de Berto. Un gato enorme, pensó, sin pelos y con la piel de gallina. ¿Todo eso había sentido en ese mínimo contacto? Su ropa cayó al suelo y el grito surgió, por fin, de la garganta de Berto, que se paró y arrancó la cortina de un tirón.
La luz caló todos los rincones de la habitación, como un detective buscando al asesino. Rosana se despertó. Berto no paraba de decir “había alguien”; se vestía otra vez y gritaba, afiebrado: “alguien, alguien”. El calor le volaba la cabeza. “Lo toqué”. Ella se levantó. Cubierta por la sábana fue hasta el comedor, miró hacia el patio, revisó el baño y la cocina y regresó al dormitorio con las ojeras puestas.
—No hay nadie —dijo.
—Pero lo toqué... —Los ojos de Berto estaban rojos de sueño y confusión, de agotamiento y sueño.
—¿A quién?
—No sé... —balbuceó—. Estaba acá...
—Vivo sola.
—Pero había alguien...
—¿Adónde?
Su cara se desencajó en un gesto desesperado. Ya estaba vestido. Tenía puestos hasta los zapatos.
—¿Se fue? —preguntó.
Rosana suspiró largamente. No había dormido casi nada.
—Está bien, me voy —dijo él.
Ella