Gustavo Nielsen

Auschwitz


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a su madre cuando le decía que era poca cosa para él. Pero todo se debía a que la mirada de la gente era superficial. Él, que la había conocido por adentro, sabía lo que esa niña valía.

      —El pingo mío se me va tieso del gusto.

      Berto levantó la lata de boukhah en un brindis. Luis retribuyó el gesto.

      —También aprecio que haga estas cositas... Mira.

      Se inclinó sobre la mesa y movió las piezas de naranja hasta formar una figura. Apoyó las palmas de las manos sobre el modelo terminado y lo giró cuidadosamente, arrastrándolo sobre el vidrio. La figura formaba la palabra Luis, con los bordes dentados.

      —¡Deliciosa swami redondita! —gritó—. ¡Amor!

      Berto pensó que una mujer que hiciera semejante manualidad era prácticamente incogible.

      —Horripilante —alcanzó a decir, antes de que Luis inclinara la cabeza hacia atrás para beberse lo que le quedaba de boukhah.

      La mesa estaba tan sucia que Berto sintió que odiaba a esa chica. Luis dijo: “está por venir, la vas a conocer”. Berto se excusó. Tenía que hacer una llamada por teléfono. “¿No fuiste a trabajar?”. No. “Ah, oligraca...”. Berto sonrió y bebió de su lata hasta vaciarla. La apretó en el puño. Sobre la mesa, el bollo de aluminio era una basura más.

      —No fui porque tuve un problema.

      Luis dejó su lata vacía al lado de la otra. Se sonó la nariz con un Kleenex y también lo apoyó, hecho un bollo, sobre la mesa.

      —Un problema con una guarra.

      Luis estaba acostumbrado a oír los problemas de su vecino: todos eran de mujeres; todos eran irresolubles; de todo tenía la culpa el género femenino.

      —Esta vez va en serio —dijo Berto.

      —¿Matrimonio?

      —Ni muerto.

      Le contó lo que había pasado en la fiesta del Club Israelita: los knishes, el calor de incubadora y el preservativo. Puso especial énfasis en ese punto.

      —Esa noche no lo inflé —explicó—. Pero le hice dos nudos.

      —¿Estufa en verano?

      —Sí.

      Le contó su temor y se preguntó una vez más para qué querría el preservativo. Luis prometió fijarse en los artículos científicos. La última revista Técnica Hoy venía con una separata de las novedades genéticas y los adelantos en el campo de la fecundación. La ciencia se renovaba rápidamente en el tema de los óvulos y los espermatozoides.

      —¿Y cuál es el problema?

      Berto abrió grandes los ojos. Luis acomodó el cenicero entre los restos que había sobre la mesa y comenzó a fumar.

      —¡Mierda! Puede aparecer cualquier bebé por ahí, con mi cara. Rosana podría vender el semen, inseminarse ella misma, o regalárselo a sus amigas en los cumpleaños. Con un poco de maña, cualquiera puede tener un hijo mío. Es algo repugnante.

      Luis dejó caer la ceniza desde demasiado arriba del cenicero; parte cayó adentro y parte afuera. Volvió a aspirar su cigarrillo. Largó el humo calladamente.

      —Me da cosa... no sé. —Berto pensó que los fumadores eran la gente más sucia del mundo, porque llevaban el mal gusto instalado en la boca y, además, tiraban cenizas. Cuando él se levantaba una mujer con los dientes amarillos por la nicotina, o con un mínimo resabio de sabor a tabaco, la mandaba a cepillarse inmediatamente, como requisito indispensable para seguir siendo besada. A pesar de la pasta dentífrica o el spray colutorio, la mayoría de las veces el gusto persistía. Las mujeres fumadoras no le duraban más de tres encamadas. Berto solo fumaba en sus sueños.

      —De todos modos: ¿qué puedes hacer?

      —Nada... Aunque ahora me llamó. Dijo que lo había encontrado.

      —¿Le preguntaste para qué lo quería?

      —No atendí. Dejó un mensaje. No le creí. Por algo lo puso a congelar.

      Luis estaba diciendo “no te vengás forfai, amigo”, cuando sonó el timbre del portero eléctrico. Apagó el cigarrillo contra el fondo del cenicero. Se levantó y fue hasta la cocina, a atender.

      —¿Abre? —preguntó, levantando el auricular.

      Berto atrajo el cenicero cerca de su cara. El olor le daba náuseas, pero la colilla había quedado mal apagada y una chispa dorada seguía extrayéndole humo. La saliva se hizo una pelota líquida en la boca de Berto. La volcó de sus labios, sobre la brasa. Detestaba tocar aquellos restos con sus dedos. Luis regresó al comedor.

      —Es Xanih —dijo—. Convendríamos terminar de hablar.

      —¿Me estás rajando?

      —Un poco —agregó él, sonriendo—. Es tímida, le da rojura... ¿Cómo se dice?

      —¿Vergüenza?

      —Eso. Salvo cuando baila el flamenco...

      —¿Pesa ciento veinte kilos y baila flamenco?

      —Suena raro, pero ella está realmente entera para el flamenco. Especialmente te invitaré a que la veas...

      Por favor, no, pensó Berto. Se paró, salió al pasillo y entró rápidamente a su departamento. Tenía otros dos mensajes. La secretaria de Mondrián quería saber cuándo le podía mandar el médico de la empresa. “Merci, monsieur”. Rosana insistía con lo del almuerzo. ¿Para qué querría ir a almorzar? ¿Le devolvería el preservativo durante la comida? Él le había pedido que se quitara ese trapo progre del cuello y ella se había negado. ¿Si le pedía el preservativo, no podía negarse también? No quiero ir a comer: me siento mal del estómago. Le dolía la cabeza. Pegó un ojo a la mirilla de la puerta, cuando en el pasillo se encendió la luz. Vio pasar un gran plumón de pelos negros asentado sobre una enorme carroza color marrón. Era como si Mercedes Sosa se hubiera comido de un bocado a María Marta Serra Lima. La masa quedó temblando frente a la puerta del departamento vecino. Levantó la cabeza un instante, en un gesto que denotaba un atisbo lejano de femineidad, y Berto pudo distinguir una papa enorme llena de ojuelos, cicatrices y ramificaciones. Vio toda esa carota como el modelo terminado de una manualidad hecha a base de un enorme tubérculo marrón. Sobre la aleta derecha de la nariz llevaba un aro esférico; dorado. Luis atendió a la puerta y, al verlo sonreír, Berto se alejó de la mirilla. ¿Cómo alguien se podía coger a semejante buey? Corrió unos centímetros la cortina de la ventanita absurda, aquella que alguna vez había abierto a la derecha de la puerta de entrada, lo suficientemente grande como para pasar el brazo y alcanzar la llave. La había abierto en la época en que se olvidaba continuamente las llaves adentro, y la puerta se le cerraba con el viento. Era mejor eso que pagarles a los cerrajeros. A través del vidrio esmerilado contempló aquella sombra espesa que no terminaba de pasar por la puerta de Luis.

      Desenchufó el teléfono. Se acostó sobre la cama. El ventilador, desde el cielorraso, lo calmaba de la misma manera que hacía él, cuando era chico, con su perro. Berto soplaba y el perrito cerraba los ojos. Berto se dormía y el perro los abría. Un sueño con lunares llenó la habitación. Alguien cortaba esos lunares y, desde adentro, salía un líquido espeso y amarillo. Sobre el líquido flotaba basura. La superficie era aceitosa. Los informes científicos afirmaban que, en esa polución, nada podía existir. Sin embargo, algo se movía. ¡Un hombre nada! ¿No es Alberto, el señor del quinto treinta y nueve? ¿El contador que trabaja en las oficinas Mondrián de Retiro, frente a Plaza San Martín? ¿El hincha de Racing? ¿El que se volteó una judía que lo estafó, comercializando su semen a potencias extranjeras? ¿Cómo hace para fumar adentro del sambayón?

      Despertó con los miembros extendidos, como si estuviera estaqueado a la cama. El ventilador seguía girando. ¡Cómo no iba a hacer calor en la casa de Rosana si era enero y ella había encendido al máximo la estufa! Ni en invierno él hubiera podido soportar algo así. Idiota no haberse