su confortable y lujosa suite en la casa de Luctano, Mia observaba el helicóptero de Dante aterrizando en el helipuerto de la finca.
Era un día lluvioso y gris y, deliberadamente, no miró hacia el lago, donde al día siguiente sería enterrado Rafael.
Aquella mañana, mientras montaba a Massimo, se había topado con la tumba recién excavada y se asustó tanto que salió huyendo al galope.
La residencia de los Romano estaba a las afueras de Luctano, en las fértiles colinas de la Toscana, rodeada de interminables viñedos. El nuevo propietario de esos viñedos, y de la casa, sería revelado al día siguiente, después del funeral. Y no sería ella. Había acordado mucho tiempo atrás con Rafael que no reclamaría ningún derecho sobre esas propiedades.
Pero, aunque no las quería, Mia echaría de menos aquel sitio.
Echaría de menos los maravillosos paseos a caballo y el tiempo que pasaba frente al lago o paseando por la finca, intentando ordenar sus pensamientos. Y echaría de menos el confort de su suite, que había sido su refugio durante esos años.
Era una suite preciosa, con paredes forradas de seda y exquisitos muebles. Le encantaba tumbarse frente a la chimenea del salón por las noches para leer un buen libro y el dormitorio, con su cama con dosel, era a la vez femenino y acogedor.
Aquel había sido su refugio durante los últimos dos años y, aunque de verdad no quería la propiedad, le dolería dejar atrás todo aquello. Rafael sería enterrado al día siguiente en el cementerio de la finca y ella se iría por la noche.
Podía ver los faros de varios coches que subían por la colina hacia la residencia y tomó aire, intentando armarse de valor. No había visto a ningún miembro de la familia Romano en mucho tiempo, pero Rafael había dejado claro cómo debía ser el funeral y sus deseos serían cumplidos.
Cenarían juntos esa noche. Angela no se reuniría con ellos porque, a pesar de haber conservado el apellido, ya no era parte de la familia, pero sus hijos, su hermano, su cuñada y algunos primos brindarían por Rafael antes de enterrarlo al día siguiente.
La más joven, Ariana, bajó del helicóptero y subió a uno de los coches. Era una joven morena de piernas largas, tan mimada como guapa. El siguiente era Stefano, su hermano mellizo, que había llevado a Eloa, su guapísima prometida brasileña. Stefano era tan atractivo como Ariana e igualmente arrogante.
Todos los Romano eran arrogantes, pero el hermano mayor, Dante, se llevaba la palma. Y allí estaba, bajando del helicóptero en ese momento.
Mia se preparó para la aparición de su última conquista, pero en lugar de una altísima modelo rubia quien bajó del aparato fue Angela Romano. Iba vestida de negro de los pies a la cabeza y se apoyaba en la mano de su hijo para bajar por la escalerilla.
Ah, de modo que ese era el juego, pensó. Angela haciendo el papel de la auténtica viuda.
Si ellos supieran…
Dante miró hacia la casa y Mia dio un paso atrás, aunque estaba demasiado lejos como para verla.
De todos los Romano, era él quien la ponía más nerviosa porque su odio era palpable. Insistía en que todos hablasen su idioma cuando se reunían con ella, pero no por consideración sino para dejar claro que ella no hablaba italiano y también, estaba segura, para que entendiese las pullas que le dirigían.
Mia temía encontrarse con él. Cada vez que se veían, esos ojos negros parecían clavarse en su alma, diciéndole en silencio que sabía que no amaba a su padre, que solo se había casado con Rafael por dinero y que el matrimonio era una farsa.
Y tenía razón, pero Dante no sabía toda la verdad y no debía saberla nunca.
Pero no era solo la farsa del matrimonio lo que la ponía nerviosa sino el propio Dante. Aquel hombre provocaba en ella unos sentimientos que nunca antes había experimentado y que no quería explorar…
Sylvia, el ama de llaves, llamó a la puerta y asomó la cabeza en la habitación para decirle que la familia de Rafael llegaría en cinco minutos.
Mia apretó los labios.
–¿Cómo estás tú, Sylvia?
–Bien –respondió la mujer, encogiéndose de hombros–. Bueno, un poco triste.
–Lo sé.
–Y un poco preocupada también. Mi marido y yo… en fin, echaremos mucho de menos al señor Romano. Y también a usted.
Mia sabía que la pareja había vivido allí durante muchos años y debían estar preocupados por su puesto de trabajo.
–Gracias –le dijo, dando un paso adelante para abrazarla. Mia no era particularmente afectuosa, pero adoraba a Sylvia, que siempre había sido cariñosa con ella–. Será mejor que bajemos. Los saludaré y les ofreceré una copa, pero cenaré en mi habitación.
–Sí, claro –asintió Sylvia, que conocía bien la situación.
Cuando el ama de llaves desapareció, Mia se miró en el antiguo espejo de cuerpo entero. Llevaba un sencillo vestido negro, medias negras, zapatos de medio tacón y el pelo sujeto en un moño. Iba a ponerse un collar de perlas que había sido de su madre, pero se preguntó si sería demasiado ostentoso.
No sabía cómo debía actuar y menos qué sentía en realidad. El suyo había sido un matrimonio de conveniencia, pero Rafael se había convertido en un amigo muy querido y lo echaría de menos.
Daba igual, lidiaría con sus sentimientos más tarde, cuando se hubiese alejado de aquella familia para siempre.
Mia bajó por la escalera y entró en el salón. Estaba frente a la chimenea, abrazándose a sí misma e intentando calmarse, cuando los Romano entraron en la casa.
¿Qué iba a hacer?
Todos la detestaban porque creían que era la causa de la ruptura entre Rafael y Angela. ¿Esperarían que saliese a saludarlos? No, lo dudaba.
Durante los últimos años, cada vez que alguno de ellos visitaba a su padre, Rafael estaba allí. Iba a ser muy diferente estando sola.
Poco después oyó voces en el pasillo y, entre ellas, la de Dante, con su particular tono venenoso.
–¿Dónde está nuestra madrastra?
Mia torció el gesto. Dante insistía en llamarla así y esa noche le molestó de verdad.
–Ah, aquí estás.
Ni el mínimo intento de ser amable, aunque solo fuese para guardar las apariencias. Nunca se habían tocado siquiera. Ni un beso, ni un apretón de manos.
La relación siempre había sido difícil, pero la tensión entre ellos había aumentado en las últimas semanas. Cuando iba a visitar a su padre en el hospital y ella se levantaba de la silla, Dante daba un paso atrás, como si no pudiera soportar rozarla siquiera. Desde que Rafael le dijo que era su amante, era como si entre ellos hubiese una pesada puerta de acero.
Una puerta que no se había abierto ni un solo centímetro en esos dos años.
Hablaban solo cuando no tenían más remedio que hacerlo y, en realidad, Mia lo agradecía. Dante era alto y formidable en los mejores momentos y en los peores, como aquel, podía ser el propio demonio.
Llevaba un traje de chaqueta oscuro y una camisa blanca arrugada, algo poco habitual en él, que siempre iba inmaculadamente vestido. No se había afeitado y sus ojos estaban un poco enrojecidos, pero aparte de eso nadie sabría que estaba de luto. Sí, era guapísimo, pero Mia se negaba a pensar en ello.
–Te acompaño en el sentimiento –le dijo, aunque sabía que sus palabras sonaban forzadas.
–Pero no lo compartes –replicó Dante.
En lugar de contestarle como merecía, Mia se mostró fríamente amable.
–Las habitaciones están preparadas.
–No