despidió, con voz ronca, antes de dirigirse hacia la escalera.
Estuvo a punto de tropezar y solo pudo respirar cuando cerró la puerta de la habitación.
Olvidándose del té, se dejó caer sobre la cama, angustiada. Y la llamaban «la reina de hielo», pensó. Estaba ardiendo por él. Sentía cosas que no había sentido nunca antes de conocer a Dante.
Había pensado muchas veces que le faltaba algo, que debía tener algún problema porque nunca había tenido el menor interés por el sexo.
Incluso en la universidad, cuando escuchaba perpleja la obsesiva charla de sus compañeras sobre los chicos y las cosas que hacían con ellos, a ella le parecían sucias y la dejaban con el estómago revuelto.
No había ninguna razón para ello. No había sufrido ningún trauma, nada que pudiese justificar esa actitud, pero así era. Había salido con un par de compañeros, pero ningún beso la había excitado y el roce de sus lenguas le daba asco. Y, por supuesto, hacer algo más que eso era inimaginable.
Aunque su matrimonio con Rafael le había dado una oportunidad única para curar después de la tragedia que había caído sobre su familia, la verdad era que también le había dado la oportunidad de esconderse de algo con lo que tarde o temprano tendría que lidiar.
Un matrimonio sin sexo le había parecido una bendición, pero esos sentimientos, aunque profundamente enterrados, estaban ahí. Dante los había despertado.
Mia llevaba unos días como ayudante personal de Rafael y los rumores habían empezado a circular cuando Dante Romano entró en el despacho de su padre. Y, en un minuto, en unos segundos, había entendido todo lo que se había perdido en esos años.
Sus ojos oscuros la habían dejado transfigurada y la profunda voz ronca había provocado un cosquilleo en la boca de su estómago. Su aroma, tan masculino, se había quedado grabado en su memoria y cuando le pregunto quién era tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar su voz.
Mia estaba allí para consumar un acuerdo sugerido por Angela Romano. Iba a casarse con Rafael, pero su violenta reacción al ver a Dante hizo que pensara en dar marcha atrás.
Aunque era imposible porque ya se había gastado parte del dinero que había recibido a cambio del acuerdo.
No era más que un enamoramiento adolescente, se dijo a sí misma. Pero, a pesar de sus intentos de aplastarlo, ese tonto enamoramiento había crecido y provocado un fuego que no sabía cómo apagar.
En ese momento, mientras pensaba en Dante, quería cerrar los ojos e imaginar que la besaba. Desearía que estuviera en la suite con ella, en su cama…
Mia dejó escapar un gemido de frustración, luchando para no tocarse mientras pensaba en él porque sería…
Desastroso, terrible.
«Dante te odia», se recordó a sí misma.
Solo tendría que soportar el día siguiente y volvería a ser Mia Hamilton en lugar de una esposa trofeo. Haría lo que pudiese para rehacer su vida.
Y jamás volvería a encontrarse con Dante Romano.
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