de que hablaba con un ángel y apresuróse a dorar la píldora—, con divino modo, ¿no le parece?
El desconocido guardó silencio.
—¿Quién le pegaría a este pobre hombre? —añadió el leñador para cambiar de conversación, molesto por lo que acababa de decir.
—Nunca falta...
—Verdá que hay prójimos para todo... A éste sí que sí que... lo agarraron como matar culebra: un navajazo en la boca y al basurero.
—Sin duda tiene otras heridas.
—La del labio pa mí que se la trabaron con navaja de barba, y lo despeñaron aquí, no vaya usté a crer, para que el crimen quedara oculto.
—Pero entre el cielo y la tierra...
—Lo mesmo iba a decir yo.
Los árboles se cubrían de zopilotes ya para salir del barranco y el miedo, más fuerte que el dolor, hizo callar al Pelele; entre tirabuzón y erizo encogióse en un silencio de muerte.
El viento corría ligero por la planicie, soplaba de la ciudad al campo, hilado, amable, familiar...
El aparecido consultó su reloj y se marchó de prisa, después de echar al herido unas cuantas monedas en el bolsillo y despedirse del leñador afablemente.
El cielo, sin una nube, brillaba espléndido. Al campo asomaba el arrabal con luces eléctricas encendidas como fósforos en un teatro a oscuras. Las arboledas culebreantes surgían de las tinieblas junto a las primeras moradas:casuchas de lodo con olor de rastrojo, barracas de madera con olor de ladino, caserones de zaguán sórdido, hediendo a caballeriza, y posadas en las que era clásica la venta de zacate, la moza con traído en el Castillo de Matamoros y la tertulia de arrieros en la oscuridad.
El leñador abandonó al herido al llegar a las primeras casas; todavía le dijo por dónde se iba al hospital. El Pelele entreabrió los párpados en busca de alivio, de algo que le quitara el hipo, pero su mirada de moribundo, fija como espina, clavó su ruego en las puertas cerradas de la calle desierta. Remotamente se oían clarines, sumisión de pueblo nómada, y campanas que decían por los fieles difuntos de tres en tres toques trémulas: ¡Lás-tima!... ¡Lás-tima!... ¡Lás-tima!...
Un zopilote que se arrastraba por la sombra lo asustó. La queja rencorosa del animal quebrado de un ala era para él una amenaza.Y poco a poco se fue de allí, poco a poco, apoyándose en los muros, en el temblor inmóvil de los muros, quejido y quejido, sin saber adónde, con el viento en la cara, el viento que mordía hielo para soplar de noche. El hipo lo picoteaba...
El leñador dejó caer el tercio de leña en el patio de su rancho, como lo hacía siempre. El perro, que se le había adelantado, lo recibió con fiestas. Apartó el can y, sin quitarse el sombrero, abriéndose la chaqueta como murciélago sobre los hombros, llegóse a la lumbre encendida en el rincón donde su mujer calentaba las tortillas, y le refirió lo sucedido.
—En el basurero encontré un ángel...
El resplandor de las llamas lentejueleaba en las paredes de caño y en el techo de paja, como las alas de otros ángeles.
Escapaba del rancho un humo blanco, tembloroso, vegetal.
V · ¡Ese animal!
El secretario del Presidente oía al doctor Barreño.
—Yo le diré, señor secretario, que tengo diez años de ir diariamente a un cuartel como cirujano militar. Yo le diré que he sido víctima de un atropello incalificable, que he sido arrestado, arresto que se debió a..., yo le diré, lo siguiente: en el Hospital Militar se presentó una enfermedad extraña; día a día morían diez y doce individuos por la mañana, diez y doce individuos por la tarde, diez y doce individuos por la noche.Yo le diré que el Jefe de Sanidad Militar me comisionó para que en compañía de otros colegas pasáramos a estudiar el caso e informáramos a qué se debía la muerte de individuos que la víspera entraban al hospital buenos o casi buenos.Yo le diré que después de cinco autopsias logré establecer que esos infelices morían de una perforación en el estómago del tamaño de un real, producida por un agente extraño que yo desconocía y que resultó ser el sulfato de soda que les daban de purgante, sulfato de soda comprado en las fábricas de agua gaseosa y de mala calidad, por consiguiente. Yo le diré que mis colegas médicos no opinaron como yo y que, sin duda por eso, no fueron arrestados; para ellos se trataba de una enfermedad nueva que había que estudiar.Yo le diré que han muerto ciento cuarenta soldados y que aún quedan dos barriles de sulfato.Yo le diré que por robarse algunos pesos, el Jefe de Sanidad Militar sacrificó ciento cuarenta hombres, y los que seguirán...Yo le diré...
—¡Doctor Luis Barreño! —gritó a la puerta de la secretaría, un ayudante presidencial.
—...yo le diré, señor secretario, lo que él me diga.
El secretario acompañó al doctor Barreño unos pasos. A fuer de humanitaria interesaba la jerigonza de su crónica escalonada, monótona, gris, de acuerdo con su cabeza canosa y su cara de bistec seco de hombre de ciencia.
El Presidente de la República le recibió en pie, la cabeza levantada, un brazo suelto naturalmente y el otro a la espalda, y, sin darle tiempo a que lo saludara, le cantó:
—Yo le diré, donde Luis, ¡y eso sí!, que no estoy dispuesto a que por chismes de mediquetes se menoscabe el crédito de mi gobierno en lo más mínimo. ¡Deberían saberlo mis enemigos para no descuidarse, porque a la primera, les boto la cabeza! ¡Retírese! ¡Salga!..., y ¡llame a ese animal!
De espaldas a la puerta, el sombrero en la mano y una arruga trágica en la frente, pálido como el día en que lo han de enterrar, salió el doctor Barreño.
—¡Perdido, señor secretario, estoy perdido!...Todo lo que oí fue: “¡Retírese, salga, llame a ese animal!...”.
—¡Yo soy ese animal!
De una mesa esquinada se levantó un escribiente, dijo así, y pasó a la sala presidencial por la puerta que acababa de cerrar el doctor Barreño.
—¡Creía que me pegaba!... ¡Viera visto..., viera visto!... —hilvanó el médico enjugándose el sudor que le corría por la cara—. ¡Viera visto! Pero le estoy quitando su tiempo, señor secretario, y usted está muy ocupado. Me voy, ¿oye? Y muchas gracias...
—Adiós, doctorcito. De nada. Que le vaya bien.
El secretario concluía el despacho que el Señor Presidente firmaría dentro de unos momentos. La ciudad apuraba la naranjada del crepúsculo vestida de lindos celajes de tarlatana con estrellas en la cabeza como ángel de loa. De los campanarios luminosos caía en las calles el salvavidas del Ave María.
Barreño entró en su casa que pedazos se hacía. ¡Quién quita una puñalada trapera! Cerró la puerta mirando a los tejados, por donde una mano criminal podía bajar a estrangularlo, y se refugió en su cuarto detrás de un ropero.
Los levitones pendían solemnes, como ahorcados que se conservan en naftalina, y bajo su signo de muerte recordó Barreño el asesinato de su padre, acaecido de noche en un camino, solo, hace muchos años. Su familia tuvo que conformarse con una investigación judicial sin resultado; la farsa coronaba la infamia y una carta anónima que decía más o menos:“Veníamos con mi cuñado por el camino que va de Vuelta Grande a La Canoa a eso de las once de la noche, cuando a lo lejos sonó una detonación; otra, otra, otra..., pudimos contar hasta cinco. Nos refugiamos en un bosquecito cercano. Oímos que a nuestro encuentro venían caballerías a galope tendido. Jinetes y caballos pasaron casi rozándonos, y continuamos la marcha al cabo de un rato, cundo todo quedó en silencio. Pero nuestras bestias no tardaron en armarse. Mientras reculaban resoplando, nos apeamos pistola en mano a ver qué había de por medio y encontramos tendido el cadáver de un hombre boca abajo y a unos pasos una mula herida que mi cuñado