Miguel Angel Asturias

El señor presidente


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más amargos. Vásquez y su amigo recorrieron el Portal de punta a punta, subieron por las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal y salieron por el lado de las Cien Puertas. Las sombras de las pilastras echadas en el piso ocupaban el lugar de los mendigos. Una escalera, y otra, y otra, advertían que un pintor de brocha gorda iba a rejuvenecer el edificio.Y en efecto, entre las disposiciones del Honorable Ayuntamiento encaminadas a testimoniar al Presidente de la República su incondicional adhesión, sobresalía la de pintura y aseo del edificio que había sido teatro del odioso asesinato, a costa de los turcos que en él tenían sus bazares hediondos a cacho quemado. “Que paguen los turcos, que en cierto modo son culpables de la muerte del coronel Parrales Sonriente, por vivir en el sitio en que se perpetró el crimen”, decían, hablando en plata, los severos acuerdos edilicios.Y los turcos, con aquellas contribuciones de carácter vindicativo, habrían acabado más pobres que los pordioseros que antes dormían a sus puertas, sin la ayuda de amigos cuya influencia les permitió pagar los gastos de pintura, aseo y mejora del alumbrado del Portal del Señor, con recibos por cobrar al Tesoro Nacional, que ellos habían comprado por la mitad de su valor.

      Pero la presencia de la Policía Secreta les aguó la fiesta. En voz baja se preguntaban el porqué de aquella vigilancia. ¿No se licuaron los recibos en los recipientes llenos de cal? ¿No se compraron a sus costillas brochas grandes como las barbas de los profetas de Israel? Prudentemente, aumentaron en las puertas de sus almacenes, por dentro, el número de trancas, pasadores y candados.

      Vásquez y Rodas dejaron el Portal por el lado de las Cien Puertas. El silencio ordeñaba el eco espeso de los pasos. Adelante, calle arriba, se colaron en una cantina llamada El Despertar del León.Vásquez saludó al cantinero, pidió dos copas y vino a sentarse al lado de Rodas, en una mesita, detrás de un cancel.

      —Contá, pues, vos, qué hubo de mi lío —dijo Rodas. —¡Salú! —Vásquez levantó la copa de aguardiente blanco. —¡A la tuya, viejito!

      El cantinero, que se había acercado a servirles, agregó maquinalmente:

      —¡A su salú, señores!

      Ambos vaciaron las copas de un solo trago.

      —De aquello no hubo nada... —Vásquez escupió estas palabras con el último sorbo de alcohol diluido en espumosa saliva—; el subdirector metió a un su ahijado y cuando yo le hablé por vos, ya el chance se lo había dado a ese que tal vez es un mugre.

      —¡Vos dirés!

      —Pero como donde manda capitán no manda marinero... Yo le hice ver que vos querías entrar a la Policía Secreta, que eras un tipo muy de a petate. ¡Ya vos sabés cómo son las caulas!

      —Y él, ¿qué te dijo?

      —Lo que estás oyendo, que ya tenía el puesto un ahijado suyo, y ya con eso me tapó el hocico. Ahora que te voy a decir, está más difícil que cuando yo entré conseguir hueso en la Secreta. Todos han choteado que ésa es la carrera del porvenir.

      Rodas frotó sobre las palabras de su amigo un gesto de hombros y una palabra ininteligible. Había venido con la esperanza de encontrar trabajo.

      —¡No, hombre, no es para que te aflijás, no es para que te aflijás! En cuanto sepamos de otro hueso te lo consigo. Por Dios, por mi madre, que sí; más ahora que la cosa se está poniendo color de hormiga y que de seguro van a aumentar plazas. No sé si te conté... —dicho esto,Vásquez se volvió a todos lados—. ¡No soy baboso! ¡Mejor no te cuento!

      —¡Bueno, pues, no me contés nada; a mí qué me importa! —La cosa está tramada...

      Mira, viejo, no me contés nada; haceme el favor de darte!

      ¡Ya dudaste, ya dudaste, vaya...!

      —¡No, hombre, no, qué rascado sos vos!

      —¡Mirá, callate, a mí no me gustan esas desconfianzas, pareces mujer! ¿Quién te está preguntando nada para que andés con esas plantas?

      Vásquez se puso de pie, para ver si alguien le oía y agregó a media voz, aproximándose a Rodas, que le escuchaba de mal modo, ofendido por sus reticencias.

      —No sé si te conté que los pordioseros que dormían en el Portal la noche del crimen, ya volaron lengua, y que hasta con frijoles se sabe quiénes se pepenaron al coronel —y subiendo la voz—, ¿quiénes dirés vos? —y bajándola a tono de secreto de Estado—, nada menos que el general Eusebio Canales y el licenciado Abel Carvajal...

      —¿Por derecho es eso que me estás contando?

      —Hoy salió la orden de captura contra ellos, con eso te lo digo todo.

      —¡Ahí está, viejo —adujo Rodas más calmado—; ese coronel que decían que mataba una mosca de un tiro a cien pasos y al que todos le cargaban pelos, se lo volaron sin revólver ni fierro, con sólo apretarle el pescuezo como gallina! En esta vida viejo, el todo es decidirse. ¡Qué de a zompopo esos que se lo soplaron!

      Vásquez propuso otro farolazo y ya fue pidiéndolo: —¡Dos pisitos, don Lucho!

      Don Lucho, el cantinero, llenó de nuevo las copas. Atendía a los clientes luciendo sus tirantes de seda negra. —¡Atravesémosnoslo, pues, vos! —dijo Vásquez y, entre dientes, después de escupir, agregó—: ¡A vos seguido se te va el pájaro! ¡Ya sabés que es mi veneno ver las copas llenas, y si no lo sabés, sabélo! ¡Salú!

      Rodas, que estaba distraído, se apresuró a brindar. En seguida, al despegarse la copa vacía de los labios, exclamó: —¡Papos eran esos que se mandaron al otro lado al coronel de volver por el Portal! ¡Cualquier día!

      —¿Y quién está diciendo que van a volver?

      —¿Cómo?

      —¡Mie...entras se averigua, todo lo que vos querrás! ¡Ja, ja,

      ja! ¡Ya me hiciste rirr!

      —¡Con lo que salís vos! Lo que yo digo es que si ya saben quiénes se tiraron al coronel, no vale la pena que estén esperando que esos señores vuelvan por el Portal para capturarlos, o... no hay duda que por la linda cara de los turcos estás cuidando el Portal. ¡Decí! ¡Decí!

      —¡No alegués ignorancias!

      —¡Ni vos me vengás con cantadas a estas horas!

      —Lo que la Policía Secreta hace en el Portal del Señor, no tiene nada que ver con el lío del coronel Parrales, ni te importa...

      —...¡de torta por si al caso!

      —¡De pura torta, y cuchillo que no corta!

      —¡La vieja que te aborta! ¡Ay, fuerzas!

      —No, en serio, lo que la Policía Secreta aguarda en el Portal no tiene que ver con el asesinato. De veras, de veras que no. Ni te figurás lo que estamos haciendo allí... Estamos esperando a un hombre con rabia.

      —¡Me zafo!

      —¿Te acordás de aquel mudo que en las calles le gritaban “madre”? Aquel alto, huesudo, de las piernas torcidas, que corría por las calles como loco... ¿Te acordás?... Sí te habés de acordar, ya lo creo. Pues a ése es al que estamos atalayando en el Portal, de donde desapareció hace tres días. Le vamos a dar chorizo...

      Y al decir asíVásquez se llevó la mano a la pistola. —¡Haceme cosquillas!

      —No, hombre, si no es por sacarte franco; es cierto, créelo que es cierto; ha mordido a plebe de gente y los médicos recetaron que se le introdujera en la piel una onza de plomo. ¡Qué tal te sentís!

      —Vos lo que querés es hacerme güegüecho, pero todavía no ha nacido quién, viejito, no soy tan zorenco. Lo que la policía espera en el Portal es el regreso de los que le retorcieron el pescuezo al coronel...

      —¡Jolón, no! ¡Qué negro, por la gran zoraida! ¡Al mudo, lo