Miguel Angel Asturias

El señor presidente


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de quejidos, a la rastra el cuerpo que le mordía el dolor de los ijares, a veces sobre las manos, embrocado, dándose impulso con la punta de un pie, raspando el vientre por las piedras, a veces sobre el muslo de la pierna buena, que encogía mientras adelantaba el brazo para darse empuje con el codo. La plaza asomó por fin. El aire metía ruido de zopilotes en los árboles del parque magullados por el viento. El Pelele tuvo miedo y quedó largo rato desclavado de su conciencia, con el ansia de las entrañas vivas en la lengua seca, gorda y reseca como pescado muerto en la ceniza, y la entrepierna remojada como tijera húmeda. Grada por grada subió al Portal del Señor, grada por grada, a estirones de gato moribundo, y se arrinconó en una sombra con la boca abierta, los ojos pastosos y los trapos que llevaba encima tiesos de sangre y tierra. El silencio fundía los pasos de los últimos transeúntes, los golpecitos de las armas de los centinelas y las pisadas de los perros callejeros que, con el hocico a ras del suelo, hurgaban en busca de huesos, los papeles y las hojas de tamales que a orillas del Portal arrastraba el viento.

      Don Lucho llenó otra vez las copas dobles que llamaban “dos pisos”.

      —¿Cómo es eso de te se pone? —decíaVásquez entre dos escupidas, con la voz más aguda que de costumbre—. ¿No te estoy contando, pues, que estaba yo hoy como a las nueve, más serían, tal vez las nueve y media, antes de venirme a juntar con vos, cortejeándome a la Masacuata, cuando entró a la cantina un tipo a beberse una cerveza? Aquélla se la sirvió volando. El tipo pidió otra y pagó con un billete de cien varas.Aquélla no tenía vuelto y fue a descambiar. Pero yo me hice una brochota grande, pues desde que vi entrar al traído se me puso que... que ahí había gato encerrado, y como si lo hubiera sabido, viejo: una patoja salió de la casa de enfrente y ni bien había salido, el tipo se había puesto las botas tras ella.Y ya no pude volar más vidrio, porque en eso regresó la Masacuata, y yo, ya sabés, me puse a querérmela luchar...

      —Y entonces las cien varas...

      —No, ya vas a ver. En lucha estábamos con aquélla, cuando el tipo regresó por el vuelto del billete, y como nos encontró abrazados, se hizo de confianza y nos contó que estaba coche por la hija del general Canales y que pensaba robársela hoy en la noche, si era posible. La hija del general Canales era la patoja, que había salido a ponerse de acuerdo con él. No sabés cómo me rogó para que yo le ayudara en el volado, pero yo qué iba a poder, con esta cuidadera del Portal...

      —¡Qué largos!, ¿verdá, vos?

      Rodas acompañó esta exclamación con un chisguetazo de saliva.

      —Y como a ese traído yo me lo he visto parado muchas veces por la Casa Presidencial...

      —¡Me zafo, debe ser familia...!

      —No, ¡qué va a ser!, ni por donde pasó el zope. Lo que sí me extraña es la prisota que se cargaba por robarse a la muchacha esa hoy mismo.Algo sabe de la captura del general y querrá armarse de traida cuando los cuques carguen con el viejo.

      —Sin jerónimo de duda, en lo que estás vos... —¡Metámonos el ultimátum y nos vamos a la mierda! Don Lucho llenó las copas y los amigos no tardaron en vaciarlas. Escupían sobre gargajos y chencas de cigarrillos baratos. —¿Como cuánto le debemos, don Lucho?

      —Son dieciséis con cuatro...

      —¿De cada uno? —intervino Rodas.

      —¡No, cómo va a ser eso; todo junto! —respondió el cantinero, mientras Vásquez le contaba en la mano algunos billetes y cuatro monedas de níquel.

      —¡Hasta la vista, don Lucho!

      —¡Don Luchito, ya nos vemos!

      Estas voces se confundieron con la voz del cantinero, que se acercó a despedirles hasta la puerta.

      —¡Ah, la gran flauta, qué frío el que hace...! —exclamó Rodas al salir a la calle, clavándose las manos en las bolsas del pantalón.

      Paso a paso llagaron a las tiendas de la cárcel, en la esquina inmediata al Portal del Señor, y a instancias de Vásquez, que se sentía contento y estiraba los brazos como si se despegara de una torta de pereza, se detuvieron allí.

      —¡Este sí que es el mero despertar del lión que tiene melena de tirabuzones! —decía desperezándose—. ¡Y qué lío el que se debe tener un lión para ser un lión!Y haceme el favor de ponerte alegre, porque ésta es mi noche alegre, ésta es mi noche alegre; soy yo quien te lo digo, ¡ésta es mi noche alegre!

      Y a fuerza de repetir así, con la voz aguda, cada vez mas aguda, parecía cambiar la noche en pandereta negra con sonajas de oro, estrechar en el viento manos amigas invisibles y traer al titiritero del Portal con los personajes de sus pantomim a enzoguillarle la garganta de cosquillas para que se carcajeara.Y reía, reía ensayando a dar pasos de baile con las manos en las bolsas de la chaqueta cuta y cuando tomaba su risa ahogo de queja y ya no era gusto sino sufrimiento, se doblaba por la cintura para defender la boca del estómago. De pronto guardó silencio. La carcajada se le endureció en la boca, como el yeso que emplean los dentistas para tomar el molde de la dentadura. Había visto al Pelele. Sus pasos patearon el silencio del Portal. La vieja fábrica los fue multiplicando por dos, por ocho, por doce. El idiota se quejaba quedito y recio como un perro herido. Un alarido desgarró la noche.Vásquez, a quien el Pelele vio acercarse con la pistola en la mano, lo arrastraba de la pierna quebrada hacia las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal. Rodas asistía a la escena, sin movimiento, con el resuello espeso, empapado en sudor.Al primer disparo el Pelele se desplomó por la gradería de piedra. Otro disparo puso fin a la obra. Los turcos se encogieron entre dos detonaciones.Y nadie vio nada, pero en una de las ventanas del Palacio Arzobispal, los ojos de un santo ayudaban a bien morir al infortunado y en el momento en que su cuerpo rodaba por las gradas, su mano con esposa de amatista, le absolvía abriéndole el Reino de Dios.

      VIII · El titiritero del Portal

      Alas detonaciones y alaridos del Pelele, a la fuga de Vásquez y su amigo, mal vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber bien lo que había sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento, por los hilos telefónicos, lo que acababa de pasar. Las calles asomaban a las esquinas preguntándose por el lugar del crimen y, como desorientadas, unas corrían hacia los barrios céntricos y otras hacia los arrabales. ¡No, no fue en el Callejón del Judío, zigzagueante y con olas, como trazado por un borracho! ¡No en el Callejón de Escuintilla, antaño sellado por la fama de cadetes que estrenaban sus espadas en carne de gendarmes malandrines, remozando historias de mosqueteros y caballerías! ¡No en el Callejón del Rey, el preferido de los jugadores, por donde reza que ninguno pasa sin saludar al rey! ¡No en el Callejón de Santa Teresa, de vecindario amargo y acentuado declive! ¡No en el Callejón del Consejo, ni por la Pila de la Habana, ni por las Cinco Calles, ni por el Martinico...!

      Había sido en la Plaza Central, allí donde el agua seguía lava que lava los mingitorios públicos con no sé qué de llanto, los centinelas golpea que golpea las armas y la noche gira que gira en la bóveda helada del cielo con la Catedral y el cielo.

      Una confusa palpitación de sien herida por los disparos tenía el viento, que no lograba arrancar a soplidos las ideas fijas de las hojas de la cabeza de los árboles.

      De repente abrióse una puerta en el Portal del Señor y como ratón asomó el titiritero. Su mujer lo empujaba a la calle, con curiosidad de niña de cincuenta años, para que viera y le dijera lo que sucedía. ¿Qué sucedía? ¿Qué habían sido aquellas dos detonaciones tan seguiditas? Al titiritero le resultaba poco gracioso asomarse a la puerta en paños menores por las novelerías de doña Venjamón, como apodaban a su esposa, sin duda porque él se llamaba Benjamín, y grosero cuando ésta en sus embelequerías y ansia de saber si habían matado a algún turco, empezó a clavarle entre las costillas las diez espuelas de sus dedos para que alargara el cuello lo más posible.

      —¡Pero, mujer, si no veo nada! ¡Cómo querés que