palabra, pero parecía muy satisfecha con ese comportamiento insolente que tiene.
Rebecca sabía perfectamente a lo que se refería la señora Williams. La chica solía adoptar una expresión aburrida, ahogaba bostezos y no dejaba de mirar por toda la habitación como si estuviera buscando algo más emocionante en lo que centrar su atención. Era la perfecta imagen de la rebelde y tenía una buena colección de admiradoras.
—¿Le mencionó a su padre el motivo por el que se le ha pedido que venga? —preguntó Rebecca.
—Pensé que era mejor hacerlo cara a cara. He reunido todos los informes de Emily para que él los pueda leer y también los numerosos incidentes en los que se ha visto implicada, que son bastantes, teniendo en cuenta que no lleva mucho tiempo entre nosotros —dijo la directora, una mujer pequeña pero de gran determinación—. Es una lástima. Es una chica tan inteligente. Estos casos le hacen a una pensar para qué sirve la brillantez cuando no hay motivación. Con una actitud diferente, hubiera llegado muy lejos.
—Ella ha tenido una vida familiar algo complicada, señora Williams. Yo, personalmente, creo que la rebeldía de Emily es un escudo para esconder su propia inseguridad.
—Te sugiero que te guardes tus opiniones —la advirtió la señora Williams—. No hay motivo alguno para enturbiarlo todo con un análisis de las causas de su actitud. Aparte de eso, no es la primera chica que afronta el divorcio de sus padres y otras no han reaccionado —añadió, mirando los papeles—, fumando a través de la ventana del dormitorio, falsificando notas para la enfermería para escaparse a la ciudad, subirse a un árbol y observarnos mientras todas nos volvíamos locas buscándola… La lista es interminable.
—Sí, lo sé, pero…
—No hay peros, Rebecca. Esta situación es inamovible y no vale la pena intentar analizarla. Los hechos son los hechos y el padre de Emily tendrá que aceptarlos tanto si quiere como si no.
—¿Y Emily? ¿Qué va a pasar con ella ahora?
—Eso tendrá que ser algo que decidan su padre y ella.
—No tiene ningún tipo de relación con su padre.
—Yo te aconsejaría que fueras algo más escéptica con respecto a lo que la niña dice en ese sentido —le espetó la señora Williams—. Las dos sabemos que Emily puede ser muy imaginativa con la verdad.
—Pero los hechos hablan por sí mismos…
En aquel momento, Sylvia llamó vigorosamente a la puerta para asomar la cabeza enseguida.
—El señor Knight está aquí —dijo Sylvia.
¿Había dicho «el señor Knight»? ¿Por qué era su apellido diferente del de su hija?
—Está bien —respondió la señora Williams—. ¿Quieres hacerlo pasar, por favor? Y asegúrate de que no tenemos interrupciones. Me encargaré de todo después de que el señor Knight se haya marchado.
—Por supuesto —respondió Sylvia, desapareciendo por la puerta.
Desde el despacho, las dos mujeres oyeron cómo la secretaría le decía al señor Knight que podía pasar. En cuanto él atravesó el umbral del despacho, Rebecca sintió que se le hacía un nudo en el estómago y que el color le inundaba las mejillas.
La señora Williams se puso de pie para darle la mano y, cuando los dos se volvieron hacia ella, Rebecca se puso de pie y extendió la mano.
El padre de Emily era muy alto y tremendamente atractivo. A pesar de llevar zapatos de tacón, Rebeca se vio forzada a levantar bien la cara. Ella había esperado a alguien más mayor y con la apariencia de un dictador doméstico.
Sin embargo, aquel hombre tenía el pelo negro como el ala de un cuervo, los ojos oscuros y unas facciones muy angulosas que le daban una impresión de poder y de superioridad sobre el resto de la raza humana.
Pero lo peor de todo era que Rebecca lo había reconocido. Diecisiete años después, lo había reconocido. A los diecisiete años se había visto tan impresionada por el hombre que era entonces como lo estaba en esos momentos por el hombre en el que él se había convertido.
Knight no era uno de los apellidos más comunes del mundo, pero al oír nombrarlo no se le había ocurrido que aquel hombre pudiera ser el mismo Nicholas Knight que ella había conocido brevemente años atrás.
Cuando le dio la mano, esta le temblaba, por lo que, rápidamente, se sentó y lo miró ansiosamente al rostro para averiguar si él la había reconocido. Pero él no mostró ninguna señal de haberlo hecho. Rápidamente se sentó enfrente de ellas y preguntó qué era lo que ocurría para llevarlo allí con tanta urgencia.
—Tenía que marcharme a Nueva York esta mañana —dijo él—. Todo esto me resulta muy inconveniente. No sé lo que Emily ha hecho esta vez, pero estoy seguro de que lo podríamos haber solucionado de la manera habitual.
Con su actitud parecía transmitir el mensaje de que, por mucho que uno supiera, él sabía mucho más. Rebecca se dio cuenta de que el objetivo intimidatorio de su atuendo no tendría ningún efecto en él. Al mirarlo, casi a través de las pestañas, sintió la misma alegría ilícita que había sentido cuando lo había visto por primera vez en aquella fiesta benéfica diecisiete años atrás.
—Me temo que no, señor Knight —respondió la directora, quitándose las gafas—. Emily se ha superado a sí misma esta vez, razón por la cual nos pareció más adecuado hacer que usted viniera aquí.
—A pesar de todo, somos conscientes de que es usted un hombre con muchas ocupaciones —dijo Rebecca. Él se limitó a mirarla con una ligera sonrisa en los labios.
A Rebecca le estaba empezando a molestar que él no la recordara. Su relación había sido breve, poco más de quince días, pero no se podía creer que a él le hubiese costado tan poco olvidarla. Evidentemente, para él solo había sido una más con la que divertirse, pero ella había tardado mucho tiempo en olvidarse de él.
—¿Cuál es el problema esta vez? —insistió él—. ¿Qué ha roto? —añadió, sacándose la chequera del bolsillo, gesto que Rebecca recibió con una expresión de aversión—. ¿Le ocurre algo? Supongo, por la expresión de su rostro, que hay algo que le disgusta.
—No creo que este asunto se pueda arreglar con una chequera, señor Knight —replicó Rebecca, decidida a no guardar silencio ni un minuto más.
Él pareció comprender que no era el típico asunto en el que su hija había roto algo o simplemente se había excedido un poco, problemas que él solucionaba habitualmente a golpe de talonario. Lentamente, guardó la chequera sin quitarle los ojos de encima a Rebecca.
—Ya veo lo que se me viene encima. Antes de que discutamos la travesura de mi hija, sea lo que sea, se me va a someter a un análisis de por qué ella ha hecho lo que haya hecho. Pero mi tiempo es oro, señorita Ryan, así que si lo que quiere es soltar el discurso que tiene preparado, hágalo rápido para que podamos solucionarlo en seguida y yo pueda seguir con mis asuntos.
—No tenemos ningún interés en sermonear a los padres de nuestras alumnas, señor Knight —le espetó la señora Williams con firmeza.
—Es ese caso, es mejor que le pase el mensaje a su empleada. Parece que está a punto de explotar.
—La señorita Ryan —replicó la señora Williams—, es una profesora con mucha experiencia. Bajo ningún concepto se permitiría pronunciar sus opiniones particulares.
—Efectivamente —confirmó Rebecca. Él se limitó a levantar las cejas con escepticismo.
En eso no había cambiado. La primera vez que lo vio había sido en la barra del bar de una sala de baile. La pista estaba a rebosar de jóvenes, pero ella se limitaba a estar a un lado, con un vaso en la mano, observando con tristeza cómo se divertía todo el mundo y arrepintiéndose de haberse puesto aquel vestido con tanto vuelo y esos zapatos tan altos. Se sentía completamente fuera de lugar ya que sus amigas eran