Georges Sonnier

La montaña y el hombre


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tumores,

      de sus lomos ampulosos deplorables fealdades…

      No se puede ser menos galante. A continuación, el viajero se queja largamente del obstáculo que la montaña constituye y de los peligros a que expone. Este es el mayor reproche:

      Enojoso impedimento para nuestros justos deseos,

      ¿vais a hacer siempre inútiles nuestros esfuerzos,

      oponiendo con vuestros cuerpos el enorme retraso?

      Procediendo honradamente, sin embargo, Bussières permite responder a los Alpes, acusando a su vez al hombre de ambiciones excesivas y nefastas, que la naturaleza, con su poderío, reduce a sus justas proporciones:

      Abismo de deseos, mortal insaciable,

      elevado monte de orgullo, gruta de vanidad,

      Esas rocas cuyas fronteras quieres revelar,

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      que tú tratas de orgullo y de obstinación,

      debieran servir como brida a tus ambiciones

      y romper su furor con sus fuertes barreras.

      Curioso proceso, en verdad, bajo forma poética. La respuesta, en particular, va mucho más allá de su época. Pero la montaña apenas tiene ocasión de defender así su propia causa.

      En 1669 un cierto René Le Pays fue a «Chamony-en-Fossigny», calificándolo de «feo país». Jean d’Arenthon, obispo de Ginebra, acudió también al lugar en 1680 a petición de sus habitantes, para exorcizar los glaciares de los Bossons y la Mer de Glace, cuyos sucesivos avances ocasionaban graves daños y devastaciones en el valle. La naturaleza aún «apestaba a cosa mala» y aquel viaje constituyó una aventura. El prelado debió quedar sinceramente convencido de haber llevado a cabo una acción brillante. Como quiera, los glaciares retrocedieron dócilmente…

      Un poco más tarde, el doctor alemán Georg Detherding, de Rostock, emitió toda una teoría sobre «el aire insalubre de las montañas, que hace imbéciles a sus habitantes». Nos gustaría creer que él lo experimentó largamente… Pero hay que decir, en su descargo, que todas las descripciones de la época sobre los montañeses eran lastimosas y los hacían aparecer como auténticos hombres prehistóricos.

      En Tarare había una montaña «horrible y fea» de execrable reputación: se decía que estaba infestada de bandidos y asustaba mucho a los viajeros que iban de París a Lyon, llenando así las crónicas.

      Dom Pierre Dorlande escribía, en su Chronique de l’Ordre des Chartreux —1964—: «En el Delfinado, en las cercanías de Grenoble, hay un lugar feo, frío, montañoso, cubierto de nieves, rodeado de precipicios y de abetos, llamado por algunos Cartuse y por otros Grande-Chartreuse».

      «La Cartuja es un desierto tan feo…», escribirá por su parte Du Mont en sus Voyages —1689—. De nombre predestinado, Du Mont detestaba cordialmente la montaña… pero la recorría en todas direcciones.

      No la trataba mejor el ilustre Bossuet: las dulces colinas renanas se convierten para él en «montañas inaccesibles, precipicios… feas montañas».26

      Fléchier, por el contrario, al atravesar la Auvergne hallaba cierto encanto en sus montañas, por lo menos en las más bajas. Pero reprocha a Clermont el estar edificado a sus pies…

      Balthasar Grangier de Liverdis, doctor en la Sorbona, aconsejaba en su Journal de voyage de France en Italie —1660-1661— pasar por Marsella y tomar la vía marítima, por incómoda que sea, para «evitar las difíciles y feas montañas de las Suizas y el Mont-Cenis».

      Y he aquí como veía él el benigno «Puis-Domme» —Puy-de-Dôme—: «Esa fea montaña que no os parece muy lejos a causa de su horrible altura».

      Cuando, entre 1648 y 1651, Pascal empleaba sus famosas experiencias sobre la presión atmosférica, se contentó con ascender a la cumbre de la torre Saint-Jacques, enviando al Puy-de-Dôme a su cuñado Périer, quien no lo había encontrado feo ni horrible. A decir verdad, parece que no tuvo de él ninguna impresión, porque solo tenía ojos para su columna de mercurio…

      En fin, como puede advertirse, la execración es general. Los montes solo pueden ser feos,27 y su mero nombre suscita inevitablemente este epíteto. Se trata de un concierto delirante y sin casi discordancias, del cual solo he entresacado unas pocas citas para documentar al lector —y también hacerle sonreír—. ¿No se llega hasta el punto de reprochar a las montañas el que impidan caminar? Mucha gente tiende hoy a quejarse de lo contrario. Un digno inglés declaraba muy seriamente: «Me gustarían mucho los Alpes, si no hubiera montañas…».28 Este último rasgo me dispensa de continuar. Permítaseme, espero, esta reflexión: fundado o no, el horror es un sentimiento; es decir, frente a la montaña se da una reacción subjetiva, viva, susceptible de evolución o de metamorfosis. De los «montes espantosos» a los «montes sublimes», a pesar de las apariencias, no hay más que un matiz de la sensibilidad. Ese paso podrá ser dado gracias a una pequeña reacción contra los excesivos rigores del siglo clásico, mediante una moda, una nueva manera de ver y sentir. Así llega a su término la prehistoria de la montaña.

      NOTAS

      26 Oración fúnebre de Luis de Borbón, 1644.

      27 En el sentido de terrorífico: «belleza aterradora», pudo escribir Delille…

      28 John Spence.

LOS TIEMPOS MODERNOS

      Solo se vence

      verdaderamente

      lo que se ama.

      HENRY DE MONTHERLANT

      INVENCIÓN DE LA MONTAÑA EN EL SIGLO XVIII

      Cualquier época se define y se afirma contra lo que la ha antecedido inmediatamente. Y lo que hemos convenido en llamar progreso es más el fruto de una serie de rupturas que de una evolución continua. La historia de la humanidad apenas se explicaría sin tales mutaciones. Así, el admirable y austero rigor del siglo XVII debía dar paso con toda naturalidad a una liberación del espíritu y de las maneras de ser; la mirada interior, a una abertura nueva sobre el mundo. Pero como jamás nada se vuelve a producir de una manera idéntica, no se trataba en el siglo XVIII de recomenzar el Renacimiento, aunque fuera su heredero —como también el Renacimiento era heredero del siglo clásico, y se opuso a él—. La eterna necesidad de saber permanece, pero cambia de objeto. El conocimiento del mundo sustituye al conocimiento del hombre o lo engloba, negándose a considerarle in vitro, fuera de su medio natural y social. Más abiertamente que durante el Renacimiento, el pensamiento se ve libre y rechaza toda sujeción religiosa. La razón, si es poderosa, debe dejar su margen a la observación, al empirismo. La curiosidad intelectual es grande y se fija en toda clase de objetos: es la hora de la Enciclopedia. A un racionalismo puro sucede un racionalismo natural. ¡Hermosa época para los filósofos de la sociedad y también para los físicos y los naturalistas! Hay un deseo de conocimiento que no es nuevo, pues procede del Renacimiento. Lo que es nuevo, en cambio, es que respecto de la naturaleza, y por vez primera, esta curiosidad se desdobla pronto en un sentimiento que prefigura el romanticismo. Y esto es capital en la historia de la montaña: la actitud del hombre frente a ella no es más que una parte de una actitud general respecto al universo que le dicta su comportamiento.

      Hasta entonces, la montaña solo había sido un objeto para él; un objeto y un medio utilizados para sus fines personales, pacíficos o guerreros.29 Incluso para el pintor no era más que un decorado, es decir, un accesorio. Por el contrario, el sentimiento de la naturaleza la convierte en un tema sublime y un fin en sí misma. La anima y, de este modo, permite una identificación afectiva con el hombre. El diálogo se hace posible: el poeta, el escritor, apostrofan a la cumbre, al lago o al torrente y les hablan en segunda persona. Al hacerlo así, los nombran, y de esta época data la necesidad de atribuir a cada cima un nombre preciso.