menos que la idea que la engendró, siendo en cierto modo el resultado visible de aquella. La conquista de la montaña es ante todo una conquista de la imaginación.
Pero el origen del alpinismo es doble: en él pesa tanto la curiosidad como el sentimiento. Para darle vida fue precisa la sorprendente conjunción, hacia mediados del siglo XVIII, de un racionalismo científico —ya no abstracto, sino basado en la observación y la experiencia— y el sentimiento, ya romántico, subjetivo, de la naturaleza. No hubiera bastado con solo el primero de ellos. La conquista de la montaña es empresa de hombres que la habían soñado y amado ya antes de acercarse a ella. Se debe al amor, en lo que tiene de desinteresado, y no al mero deseo de conocimiento. Pero es cierto que uno y otro tuvieron su justa parte y que los primeros alpinistas fueron también, a su modo, exploradores. Sabios en su mayoría: naturalistas o físicos, pero igualmente escritores o pintores, incluso ambas cosas a la vez, es decir, gentes capaces de experimentar emociones y de expresarlas; eran hombres completos, en quienes se manifiesta la doble incitación del espíritu de investigación y del sentimiento.
* * *
A comienzos del siglo, el profesor y médico suizo Scheuchzer —en quien pudiera verse en más de un aspecto un sucesor de Gesner— llevaba a sus alumnos de viaje a los Alpes suizos, con un objetivo declarado de orden científico: investigaciones geográficas, botánicas o geológicas —«Itinera per Helvetiae Alpinas regiones»—. Pero Scheuchzer y sus jóvenes compañeros mantenían los ojos muy abiertos frente a todo lo que les rodeaba. Declaraba el profesor: «Los Alpes son como un museo de las maravillas de la naturaleza». Y, por otra parte, elogiaba los beneficios que reporta la marcha por la montaña…
Pero la naturaleza —y en especial el ambiente montañoso, que seduce por su carácter agreste— se pusieron de moda sobre todo a mediados de siglo. Porque se trataba de una auténtica moda, con sus correspondientes excesos que inducían, donde faltaban las rocas verdaderas, a construir otras falsas; y las falsas rocas conducían a veces al falso sentimentalismo y a la hipérbole. Bernardin de Saint-Pierre no estaba muy lejos…Tras haber sido «feas», las montañas se habían convertido en «celestiales» e incluso «divinas».
Hoy día tendemos a considerar a Jean-Jacques Rousseau como el padre del romanticismo. Indudablemente fue su más grande precursor, pero no ciertamente el único, ni siquiera el primero. Tampoco cabe duda de que la influencia de una obra como La Nouvelle Héloïse fue muy amplia. Pero la montaña vista por Rousseau es un poco el mar visto desde la orilla, con una cierta distancia, que la hace bastante ajena a este cantor de la naturaleza. La invoca más que la describe, y no sin convencionalismo: nos encontramos en la «literatura», y el retrato demasiado arreglado deforma al modelo. Al igual que una pintura, es una visión del espíritu; y tratándose del espíritu de un hombre como Rousseau, no deja de despertar curiosidad e interés. La montaña, con todo, resultará beneficiada, haya o no confusiones. Pero unos veinticinco años antes, otro suizo, Albrecht von Haller, le había dedicado un extenso poema: Die Alpen —«Los Alpes» —, cuyo éxito fue inmenso, internacional, y del que solo en Francia se imprimieron treinta ediciones.
Al igual que Scheuchzer, este notable escritor era un hombre de ciencia: médico y botánico, enseñaba en la Universidad de Gotinga. Conocía la montaña mucho más de cerca que Rousseau y la describió con más profunda veracidad y penetración. En este plano específico, su obra tuvo una influencia no solo más precoz, sino también más decisiva. Si Rousseau es efectivamente el precursor del romanticismo, Haller fue en literatura el verdadero precursor del alpinismo. Haller había escrito —Iter helveticum—: «Viajamos para ver la naturaleza y no para ver los hombres y sus obras», con lo que se colocaba del lado opuesto de Montaigne.
Hablando de la montaña, llegó también a decir: «Esta mezcla de fealdad y de agrado…», recordándonos que el siglo XVII no quedaba todavía muy lejos y anticipando los «sublimes horrores» del romanticismo. Pero en otro lugar añadía: «Todo este conjunto tiene algo de conmovedor, de magnífico y de majestuoso: se acuerda uno de ello con un secreto encanto y continuamente se experimenta la tentación de volver».
La vida estaba entonces, más que nunca, bajo la influencia de la literatura, y se viajaba cada vez más, por el placer personal y también para descubrir aquellas maravillas de la naturaleza que ensalzaban los más grandes escritores. En aquellos viajes, las montañas ocupaban un notable lugar, sobre todo las de Suiza y de Saboya, donde la lectura de Rousseau precipitó la riada de los primeros turistas. En 1741, Windham y Pococke exploraron el valle de Chamonix, ascendieron al Montenvers y se aventuraron sobre la Mer de Glace. Hablaron de todo ello y su empeño fue muy comentado. Aquel viaje, que se hizo famoso, cimentó la reputación de los glaciares del alto valle del Arve.
Algunos de aquellos visitantes de los Alpes eran ilustres. En camino hacia Italia, Goethe se enterneció, a orillas del lago Léman, en los escenarios de La Nouvelle Héloïse. Escaló el diente de Vaulion, la Dole y el Righi, pasó el San Gotardo; más tarde, ascendería al Vesubio con Tischbein. Por supuesto, todo ello se desarrollaba todavía en los confines de la alta montaña; pero tantos reconocimientos, escritos y miradas nuevas habían preparado los caminos. El auténtico alpinismo podía nacer e iba a hacerlo.30
NOTAS
29 C. f. Episodios, pág. 45.
30 Importa observar que, como toda actividad gratuita del hombre, la conquista de la montaña es un fenómeno propio de una civilización evolucionada, que implica el esparcimiento, es decir, que supone la satisfacción previa de las necesidades esenciales de la vida. Es un lujo. En principio, y durante muchos años, fue exclusivamente europea. Este origen se refleja incluso en su terminología: aunque después se desarrollará también en otros lugares, la práctica de la alta montaña recibió el nombre de «alpinismo». Se trata de la parte tomada por el todo, y no sin razones.
NACIMIENTO DEL ALPINISMO
El nacimiento del alpinismo es, en muchos sentidos, el paso del espíritu poético a la acción. Pero la acción no era, al principio, el objetivo de los primeros alpinistas: no era más que el medio necesario para un descubrimiento en el que el espíritu se llevaba la mayor parte. Porque la conquista material de la montaña por el hombre había sido precedida por la conquista sentimental y espiritual del hombre por la montaña.
No sería exagerado decir que, cuando el hombre se decidió por fin a alzar los ojos hacia la montaña, en el primer momento no vio más que la cima, desdeñando los obstáculos que le separaban de ella: porque en aquella cima residía lo que para él resultaba más misterioso e inaccesible. Entre todas las cumbres vírgenes que se le ofrecían, comenzó por elegir, como es natural, la más elevada. Así, la conquista de la montaña debía partir de lo más alto, para desde allí ir descendiendo a medida que se extendía a las cimas secundarias.
Pero, una vez más, ¿de dónde salió el primer impulso? Hemos visto que brotó directamente de un movimiento de ideas, de una literatura —por consiguiente, de las grandes ciudades, que son su crisol—; pero también de un sentimiento. Ahora bien, el sentimiento es un lujo del alma; y a los habitantes de los valles montañeses no les apetece demasiado subir a las cimas que los dominan y forman el marco de su dura existencia cotidiana. Viviendo a su sombra, son insensibles a su claridad. Cazadores de rebecos y buscadores de «cristales» —precisamente de entre ellos nacerán los primeros guías— fueron los primeros en aproximarse al alto dominio reservado. Pero no movidos por un sentimiento, sino por un interés. Conociendo la montaña mejor que los demás, aunque parcialmente, no eran aptos ni estaban capacitados para descubrirla, ya que para ellos no era una vocación.
La visión que transfigurará la montaña, hasta hacer de ella una entidad, habrá de llegar desde más lejos. Procede más de la imaginación que de una realidad aún casi totalmente ignorada; y es más fácil imaginar lo que no se tiene continuamente ante la vista, aquello con lo que no se vive, día tras día, en medio de dificultades sin gloria. Es preciso pensar en ello. Una cima en el horizonte, suficientemente presente y suficientemente imprecisa, es la mejor incitación posible, la que concilia las exigencias de la realidad y del ensueño. Y aunque el espíritu