Federico J. González Tejera

Portugueses y españoles


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dirigida, que tenga paciencia hasta el final del libro. Que lea lo que se dice de ellos con humildad y apertura mental. Solo así podremos mejorar en las relaciones entre los dos países y construir el futuro.

      CAPÍTULO I

      UN POCO DE HISTORIA SOBRE LOS LAZOS ENTRE LOS DOS PAÍSES

      No es mi intención en este capítulo hacer una revisión profunda de las relaciones históricas entre los dos países. Hay libros excepcionales sobre la historia de Portugal y de España que dejarían cualquier intento en este sentido por mi parte en un atrevimiento, yo diría que casi irresponsable. Sin embargo, sea por claridad, sea por aportar un mínimo bagaje intelectual, creo que es importante dejar claras las distintas fases por las que, a lo largo de la historia, han pasado las relaciones entre los dos países.

      Desde que llegué a Portugal, he creído que existe un desconocimiento profundo sobre este tema por ambas partes (si bien es cierto que el desconocimiento es muy superior por parte española). Así que considero que, antes de pasar al debate que sigue en los capítulos posteriores, es necesario tener claras algunas fechas claves.

      Con la perspectiva que da el tiempo, y a la luz de la historia, la situación actual de las relaciones entre los dos países no es sorprendente. El repaso que haremos a continuación viene a confirmar que, a raíz de la independencia de Portugal, los dos países han vivido una historia en paralelo que solo converge en contadas ocasiones. No hay posiblemente en toda Europa dos países que, siendo vecinos, tengan una evolución, por un lado, tan paralela y, por otro, tan separada. Siendo vecinos, prácticamente desde la independencia de Portugal, los dos países han vivido cultural y socialmente de espaldas al otro. Por ello, no es difícil entender que las relaciones sean a veces, como veremos, complicadas: Sencillamente no nos conocemos. Y nunca el desconocimiento fue buen abono para el desarrollo de la cooperación y de las relaciones fluidas.

      Al mirar la historia parece que, sin ánimos de intentar definir una nueva teoría sobre la evolución de la lógica de la construcción de los dos países, los pueblos que en distintas alturas invaden la península centran sus esfuerzos de conquista y dominio en el área del mediterráneo y como mucho en la cantábrica, ya que el comercio en ellas era mucho más importante. Cualquier pueblo que entrara en la península debía asegurar, como prioridad, el dominio por tanto de las costas mediterráneas, ya que había que aprovechar las riquezas y potencialidades económicas y salvaguardarlas de los distintos enemigos que intentaban entrar. Así, parece que las partes atlánticas de la península quedan, si bien también expuestas a la invasión, a merced de procesos diferentes a los que marcan al resto de la península.

      Si a la agresividad de los pueblos y tribus que querían entrar por la parte mediterránea se unen las dificultades de los transportes de la época, no es difícil entender que la parte atlántica quedara en muchas ocasiones menos «ocupada» y fuera objeto de presiones de diferente grado. Primero había que asentarse en el mediterráneo y luego expandirse todo lo que se pudiera. Pero la expansión era lenta y difícil. Al mismo tiempo, hay que recordar que en aquellos momentos el Atlántico era el fin del mundo. Más allá no había nada. No tengo idea de si los primeros reyes portugueses tuvieron o no la visión de que aquello era una oportunidad. Pero, desde luego, esto tiene mucho que ver con el hecho de que la frontera entre los dos países sea la más extensa que existe entre dos países de Europa y la que más tiempo se ha mantenido sin alteraciones.

      Hacia el año 700 a. C. celtas, fenicios y griegos comerciaban en la península y habían construido ya asentamientos comerciales. Antes de la llegada de los romanos en el siglo II a. C., la península estaba habitada por los celtíberos, que habían entrado a través de los pirineos entre los siglos V y VI a. C. Los romanos quedaron sorprendidos por la resistencia de los lusitanos y en especial de Viriato, su jefe durante muchos años, pero acaban por reducirlos en el año 139 a. C.

      En el año 411 entraron en la península los bárbaros, y entre ellos se encontraban tres pueblos diferenciados: los alanos, los vándalos y los suevos. Fueron estos últimos los que se instalaron en lo que hoy es más o menos Galicia. Pronto se extendieron hacia el sur dejando de considerar el Duero como una frontera.

      En el año 416 llegan los visigodos. La división horizontal de la península se mantiene con ellos en el tercio medio y mediterráneo norte, los suevos y cántabros en el tercio oriental y cornisa cantábrica y los vándalos en el sur. En el siglo VI los visigodos ya habían expulsado o sometido a los alanos y a los vándalos, mientras que los suevos se quedan en lo que hoy es Galicia y norte de Portugal como pueblo independiente hasta que Leovigildo los anexiona a la monarquía toledana hacia el 585.

      A mediados del siglo VI llegan los bizantinos, que ocupan el área sur de la península hasta que son expulsados en el 625. Los visigodos para esa época ya se han anexionado al pueblo suevo y dominan la península por completo.

      En el año 711, tras la derrota de las tropas del último rey godo, Don Rodrigo, los musulmanes comienzan un largo período de dominación sobre toda la península. Este dominio, sin embargo, no se extiende por completo sobre lo que hoy es Portugal, ya que, solo algunos años después de la llegada, los musulmanes abandonan la zona de los territorios de Entre-Douro-e-Minho, donde con posterioridad se fundará el condado de Portucale. En el caso portugués, la cultura y la civilización árabe solo dejarán huella en los territorios al sur del Mondego, ya que Porto y Braga se reconquistan en una fecha tan temprana como el 809, Coimbra en el 1064 y Lisboa en el 1147. Y si bien es cierto que hay huellas en su lengua, estas son inferiores a las que quedaron en la lengua castellana.

      Desde finales del siglo IX ya aparecen referencias al condado de Portucale, aunque no se tiene evidencia de la fecha concreta de creación. También en los documentos de la época hay cierta confusión sobre la propia Galicia, de la que a veces se habla como reino y a veces como condado.

      El rey Alfonso VI de León y de Castilla, casó a sus dos hijos con dos miembros de la casa de Borgoña. A uno le casó con Doña Urraca y le entregó el reino de Galicia. Al otro, D. Enrique, le casó con Doña Teresa, una hija bastarda y les entregó el Condado de Portucale.

      Enrique encabezó durante los últimos años del siglo XI un movimiento de corte independentista que iba dirigido a ganar autonomía frente al monarca leonés, de quien era vasallo. Hay quien dice que, en cierta forma, también parecía dirigido a ganar fuerza frente al vecino condado de Galicia, vasallo fiel del monarca. Pero fue su hijo, Alfonso Henriques, quien, tras una decisiva victoria en Gimaraes en 1128, se proclamó rey de Portugal con el nombre de Alfonso I. Este nombramiento como rey no se oficializa hasta el tratado de Zamora en el año 1143, en el que Castilla reconoce oficialmente a Portugal como reino independiente. El proceso en sí de la independencia no es un proceso lineal, con una fecha concreta a partir de la cual la independencia es clara, sino, más bien, un proceso dilatado.

      Tras su nombramiento, el ya rey portugués aprovechó la debilidad de los almorávides para aumentar su territorio. Les venció y siguió avanzando hacia el Sur tomando todo el territorio hasta la zona de Lisboa, la cual conquista en 1147. Más tarde, en el año 1179, Alfonso Henriques pone Portugal bajo la protección del papado y a cambio es reconocido oficialmente como rey.

      La expansión del nuevo reino fue continuada por sus sucesores, siendo significativa la toma de Faro y el Algarve en 1249 por Alfonso III. Las fronteras de Portugal quedan como en la actualidad en una fecha tan temprana como 1297 con la firma del tratado de Alcañices.

      Sobre el proceso de independencia no hay duda, según muchos de los autores que he leído, de que la nobleza local jugó un papel trascendental. En aquellos tiempos, los vasallajes a un rey u otro dependían más de las «ofertas» que en materia de impuestos, derechos, privilegios y demás hiciesen unos u otros.