que sabían que aquel era el lugar en el que Clay había enterrado a su madre. Había querido traer a Tally en alguna ocasión, pero nunca había conseguido reunir el coraje suficiente para ello. Su hija tenía una curiosidad insaciable. Quería saber cómo había muerto su abuela, pero había cosas que una niña de nueve años no tenía por qué oír. No había nada que marcase la tumba ni lápida para que el único doliente de Talia Cooper pusiera una corona de flores o encendiese una vela. Solo las palabras “sé amable” talladas en la quebradiza corteza del abedul, con una letra que evidenciaba que quien las había grabado estaba llorando o era un niño. O ambas cosas.
5
Rocas, calcetines y bocadillos
—Bueno, ¿y adónde vamos? —preguntó Clay poco después de que tomaran el camino hacia Conthas.
—Lo primero es lo primero —dijo Gabriel—. Tengo que recuperar Vellichor.
—Dijiste que la habías vendido, ¿no?
—Básicamente, sí —asintió Gabe.
Clay no podía creer que estuviesen teniendo esa conversación. La antigua espada de Gabe era quizá el artefacto más preciado del mundo entero. Hacía varios miles de años (o eso solían decir la mayoría de bardos), una especie de inmortales con orejas de conejo llamados druin habían conseguido escapar por poco de la cataclísmica destrucción de su mundo usando Vellichor para abrir un sendero hasta el nuestro, que en aquel momento era una tierra llena de humanos bárbaros y monstruos salvajes. Los druin tuvieron pocos problemas para subyugarlos a ambos y no tardaron en establecer un vasto imperio conocido como el Dominio.
Los druin estaban liderados por el arconte Vespian, que desapareció en el Corazón de la Tierra Salvaje cuando varios siglos después el Dominio se vio sobrepasado por las monstruosas hordas del lugar. Saga lo había encontrado hacía unos treinta años, y el arconte les contó que estaba buscando desesperadamente al hijo que había dejado atrás. Poco después, Clay y sus compañeros de banda volvieron a encontrar a Vespian, esta vez herido de muerte, y él les confesó que el atacante había sido ese mismo hijo. El moribundo le legó su espada a Gabriel con una condición: que la usase para matarlo.
Gabriel se lo prometió, y en su lecho de muerte el arconte le dijo algo en voz demasiado baja para oírlo y en un idioma demasiado antiguo para comprenderlo. Fueran cuales fuesen esas palabras, Clay estaba muy seguro de que no habían sido: “Véndela cuando lo necesites”.
—¿Cómo que básicamente? —Clay sintió cómo su rabia iba en aumento—. Vamos, dímelo. ¿A quién le vendiste básicamente tu espada mágica? —preguntó intentando parecer mucho menos desesperado de lo que estaba en realidad.
Gabriel lo miró con vergüenza manifiesta.
—Pues... la tiene Kal.
—¿Kal?
—Sí.
—Un momento... ¿Kal de Kallorek? ¿Nuestro antiguo agente? Ese con el que Valery...
—Sí, ese con el que se fue Valery después de dejarme a mí —terminó de decir Gabe—. Gracias por recordármelo. Y lo cierto es que no se puede decir que se la haya vendido. Tenía unas deudas que saldar y Kal se ofreció a ayudarme, pero no tenía nada que ofrecerle. Me dijo que la espada sería suficiente, pero que si en algún momento volvía a necesitarla, se la pidiera. Así que eso es lo que haré.
Clay no había visto a Kallorek en casi veinte años, y tampoco se podía decir que le agradara mucho volver a contactarse con su antiguo agente. Era un tipo chillón, impetuoso y repulsivo —como Gabriel, pero mucho más chillón, impetuoso y repulsivo, y sin ese encanto natural de Gabe para hacerte olvidar de cualquier cosa.
Lo poco que Clay conocía del sórdido pasado de Kal era que había sido un matón a sueldo en las calles de Conthas antes de meterse en el negocio, para el que resultó tener muy buena mano. Él era quien les había presentado a Matrick y quien había convencido a Ganelon de que se sumase a la banda. También fue quien les encontró el trabajo en el que habían conocido a Moog. De no ser por Kallorek, Saga no habría existido.
Aun así, era más desagradable que un murlog con la boca llena de clavos.
Clay se preguntó si Valery se habría enterado de que Rosa había partido hacia Castia. Esperaba que sí, por el bien de su amigo. Una exesposa vengativa era algo mucho más aterrador que la propia Horda del Corazón de la Tierra Salvaje.
—Bueno, ¿y qué hacemos con los demás, Gabe? ¿Le has comentado algo a Moog o a Ganelon?
Gabriel negó con la cabeza.
—Tú eres el primero. Supuse que entre los dos nos sería más fácil convencer a los demás de que se uniesen a nosotros. Confían en ti, Clay. Más que en mí, al menos. Esta no es la primera vez que he intentado reunir a Saga, ¿recuerdas?
—Sí, claro. Querías que lucháramos en un anfiteatro —le recordó Clay—. Contra los dioses de no sé qué, y con más de diez mil espectadores.
—Veinte mil —corrigió Gabe.
—Pero ¿para qué? ¿Qué habríamos ganado haciéndolo?
—¡No lo sé! Es lo que se hace hoy en día. A la gente le gustan las emociones fuertes. Quieren sangre. Quieren ver a sus héroes en acción, no solo oír las historias de un bardo cualquiera que lo más probable es que se haya inventado más de la mitad.
Clay solo fue capaz de agitar la cabeza con incredulidad. ¿Acaso la gente no sabe que las historias, y las leyendas que surgen inevitablemente a partir de ellas, son lo mejor? Hasta los dioses saben que los bardos no sirven para mucho más que ser asesinados y contar mentiras, dos disciplinas que sin duda han conseguido dominar a fondo. Clay había perdido la cuenta de las veces que había sobrevivido a duras penas a una sangrienta, desorganizada y terrorífica pelea para luego oír cómo un bardo intentaba convencer a toda una taberna de que en realidad había sido la batalla entre hombre y bestia más gloriosa de la historia.
En las historias se hablaba de caminatas, pero nunca se nombraban las dolorosas llagas de los pies; también de duelos a espada, sin tener en cuenta las heridas infectadas que terminaban por matar a los héroes mientras dormían. En las historias, cuando se asesinaba a un gigante, este se derrumbaba y caía formando un gran estruendo, pero lo cierto era que un gigante moría como cualquier otra criatura: gritando mucho y cagándose encima.
Una parte de Clay siempre había sospechado que el mundo que había fuera de Coverdale empeoraba día a día, pero como había planeado no tener mucho contacto con el exterior, tampoco era que le preocupase demasiado. El único contacto que pretendía tener era servir bebidas y alquilar camas a todo el que viniese de afuera para quedarse en su posada, pero ahora había vuelto a lanzarse de cabeza al exterior y... bueno, le daba la sensación de que las cosas habían empeorado mucho más de lo que creía.
Gabriel siguió hablando, pero cambió de tema.
—El punto es que si eres tú quien les dice a los demás que vamos cruzar la Tierra Salvaje para rescatar a Rosa, te creerán.
—Si tú lo dices… —comentó Clay. Vio con el rabillo del ojo que un pájaro o que algo brillante revoloteaba entre los árboles, pero cuando se giró para verlo bien, ya había desaparecido—. ¿Sabes a qué se dedican los demás? —preguntó, ansioso también por cambiar de tema—. Menos Matrick, claro, que supongo que seguirá siendo rey de Agria.
Antes de que Gabe pudiese responder, divisaron que una mujer empezaba a acercarse a ellos por el camino. Tenía el pelo largo y castaño, enmarañado y recogido en unas trenzas sueltas que más bien parecían nudos encrespados. Sus ropas tenían mejor aspecto, pero lo que les faltaba de calidad lo suplían en cantidad: iba vestida con capas y capas de prendas sin orden ni concierto. Llevaba un arco largo al hombro, y de su mano colgaba suelta una única flecha.
—Ey, ¿qué tal, chicos? —dijo—. Un día genial para dar un paseo, ¿verdad?
—O para robar —murmuró Clay,