Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana)


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pésimo padre que no debería haberla dejado marchar, pero no tan malo como para quedarme de brazos cruzados y compadeciéndome de mi dolorida espalda, mientras ella está atrapada y seguro que muriéndose de hambre en una ciudad a medio mundo de distancia. El problema es que no puedo hacerlo solo —rio con amargura—. Y aunque pudiera permitirme contratar mercenarios, dudo que pudiese encontrar a nadie dispuesto a ir.

      “Al menos, tiene las cosas claras”, pensó Clay.

      —Eres mi única esperanza —continuó Gabriel—. Sin ti... sin la banda... estoy perdido. Y también lo está Rosa. —Se hizo un silencio cargado de expectación y luego añadió sin piedad—: ¿Y si fuera Tally?

      Clay se quedó un rato sin decir nada. Oyó el rechinar de los tablones de madera de su casa. Se quedó mirando los cuencos vacíos y las cucharas de madera apoyadas en cada uno. Contempló la superficie de la mesa. Luego alzó el rostro hacia Gabriel, quien le devolvió la mirada. Vio cómo el pecho de su amigo subía y bajaba, subía y bajaba, debido al latido desbocado de su corazón, mientras el suyo retumbaba tranquilo. Se preguntó cómo un órgano tan simple, un músculo recubierto de sangre y del tamaño de un puño, sería capaz de intuir cosas que quizá la mente aún no había conseguido descifrar.

      —Lo siento, Gabe.

      Su amigo se quedó quieto en el sitio. Frunció el ceño al principio, pero luego le dedicó una sonrisa débil y extraña.

      —Lo siento —repitió Clay.

      Pasó otro rato y Gabriel se limitó a mirarlo con la cabeza un poco ladeada. Después de lo que pareció que había sido una eternidad, dijo:

      —Estoy seguro.

      Se puso de pie. El arrastrar de la silla resonó como el gañido de un halcón después del largo silencio entre ellos.

      —Puedes quedarte en casa —ofreció Clay, pero él negó con la cabeza.

      —Me marcho. He dejado mi bolsa en los escalones. ¿Sabes si hay una posada por aquí?

      Clay asintió.

      —Gabriel... —empezó a decir con intención de explicarse mejor... aunque no tenía muy claro qué decir. Quizá, que lo sentía (otra vez). Que no podía arriesgarse a perder a Ginny ni dejar a Tally sin padre si partían hacia el oeste y ocurría lo peor (y tenía muy claro que iba a ocurrir lo peor). Que estaba cómodo en Coverdale. Satisfecho después de tantos años sin descanso. Y que pensar en cruzar el Corazón de la Tierra Salvaje y acercarse a Castia y a la Horda que la rodeaba lo hacía cagarse de miedo.

      “Tengo miedo”, quiso decir, pero fue incapaz.

      Por suerte, Gabriel siguió hablando:

      —Dile a Ginny que el estofado estaba delicioso. Y saluda a tu hija de parte del tío Gabe. O despídete de ella de mi parte, lo que consideres oportuno.

      “Ofrécele unas botas o al menos una capa”, discurrió una parte de Clay. “Agua o vino para el camino que tiene por delante”. Pero no dijo nada, se quedó allí sentado mientras su amigo abría la puerta. Sintió la brisa helada y oyó el agitar de las ramas de los árboles del exterior, el eco de los cientos de grillos que poblaban la hierba alta.

      Griff alzó la vista desde su alfombra y, después de comprobar que Gabe se marchaba, volvió a quedarse dormido al instante.

      Gabriel titubeó en el umbral de la puerta y miró hacia atrás.

      “Ha llegado el momento”, pensó Clay. “La súplica final. El comentario mordaz con el que querrá dejar claro que él sí se habría sacrificado en caso de encontrarse en su situación”.

      Después de Vellichor, las palabras siempre habían sido el arma más poderosa de Gabe. En el pasado había sido el líder de la banda. La voz del grupo.

      —Eres un buen hombre, Clay Cooper —fue lo único que dijo antes de atravesar el umbral y cerrar la puerta tras de sí.

      Fueron palabras simples y amables, no el puñal ni la estocada que esperaba.

      Pero también muy dolorosas.

      Su hija insistió en enseñarle las ranas en cuanto entró por la puerta. Las soltó sobre la mesa antes de que su madre pudiese impedírselo. Una de las cuatro, un bicharraco enorme y amarillo con unos bultos que parecían alas que no habían empezado a crecer, intentó escapar. Saltó al suelo, pero se quedó muy quieta cuando Griff se acercó a ella entre ladridos. Tally la levantó y la riñó con un golpecito en la cabeza antes de volver a colocarla junto a las demás. Esta vez se quedó en su sitio, demasiado aturdida y asustada para moverse.

      —Limpia la mesa antes de acostarte, jovencita —advirtió Ginny.

      Su hija se encogió de hombros.

      —Claro. Papá, ¿a que no sabes cuántas ranas he encontrado?

      —¿Cuántas? —preguntó Clay.

      —¡No! ¡Adivina!

      Miró las cuatro ranas que había sobre la mesa.

      —Pues... ¿una?

      —¡No! ¡Más de una!

      —Mmm... ¿Cincuenta?

      Tally soltó una carcajada y empujó con la mano a una que empezaba a acercarse al borde de la mesa.

      —¡Cincuenta no! Cuatro, tonto. ¿Es que no sabes contar?

      Luego se dedicó a presentarle a sus prisioneros anfibios uno a uno, con el orgullo propio de una vendedora que enseña sementales premiados. Le dijo el nombre que les había puesto y las particularidades de cada uno. Atrapó la rana enorme y amarilla con las dos manos y se la acercó para que la viese mejor.

      —Esta se llama Blas. Es amarilla y mamá dice que tendrá alas cuando crezca. La tomé para el tío Gabriel —dijo y miró a su alrededor, como si acabara de darse cuenta de que el tío Gabriel ya no estaba—. ¿Dónde está? ¿Se ha ido a dormir?

      Clay miró a Ginny de reojo por un instante.

      —Se ha ido. Te manda saludos.

      Su hija frunció el ceño.

      —¿Va a volver?

      “Lo más probable es que no”, pensó.

      —Espero que sí —respondió.

      Tally se quedó pensando un rato sin quitarle el ojo de encima a la rana que tenía en las manos. Luego le dedicó una amplia sonrisa.

      —¡Seguro que Blas ya tendrá alas! —anunció, y las gibas del lomo del animal se agitaron como respuesta.

      Ginny se acercó y acarició el pelo de Tally y el de Clay al mismo tiempo.

      —Vamos, dragoncilla, hora de irse a la cama. Tus amigas te esperarán fuera mientras duermes.

      —Pero, mamá, así me quedaré sin ellas.

      —Y estoy segura de que mañana volverás a encontrarlas —dijo su madre—. Algo me dice que se alegrarán mucho de verte.

      Clay rio, y Ginny miró a la niña con una sonrisa en el rostro.

      —Sí que se alegrarán —aseguró la niña. Tomó las ranas una a una y las llevó fuera, para luego despedirse de ellas con un beso en la cabeza antes de soltarlas. Ginny arrugó el gesto con cada beso, y Clay se alegró de que ninguna se convirtiera en príncipe. Ya había tenido suficiente compañía y se había acabado el estofado.

      Tally se marchó para lavarse después de limpiar a fondo la mesa. Griff se escabulló detrás de ella. Ginny se sentó a la mesa y estrechó una de las grandes manos de Clay con las suyas.

      —Cuéntame —dijo.

      Y él se lo contó.

      Tally dormía. El farol que había junto a su cama estaba cubierto por una plancha de metal en la que había agujeros hechos con forma de estrellas,