Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana)


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fue lo primero que le vino a la mente, pero lo que dijo no del todo convencido fue—: sea espectacular. ¿Cómo lo haces, cariño?

      —Los meto en el estofado —dijo de la manera más amenazadora en que una mujer podía articular esas cinco palabras.

      Algo parecido a una sonrisa asomó por las comisuras de los labios de Gabe.

      “Siempre le gustó verme avergonzado”, recordó Clay. Se sentó en una silla y Gabriel hizo lo propio. Griff se dirigió con torpeza hacia su alfombra y dio un buen lametón a sus pelotas antes de quedarse dormido. Clay reprimió una oleada de envidia al verlo.

      —¿Tally está en casa? —preguntó.

      —Salió —respondió Ginny—. A alguna parte.

      Clay esperó que fuese cerca. Había coyotes en los bosques de los alrededores. Lobos en las colinas. Demonios, si Ryk Yarsson hasta había visto un centauro cerca de la granja de los Tassel. O un alce. Cualquiera de esas cosas podía matar a una jovencita si la atrapaba desprevenida.

      —Debería haber llegado a casa antes del anochecer —dijo.

      —Pues igual que tú, Clay Cooper. ¿Estás haciendo horas extra en la muralla o eso que huelo es Meada del Rey?

      “Meada del Rey” es como ella llamaba a la cerveza que servían en el bar. Era una descripción bastante atinada, y él se había reído la primera vez que la había usado. Aunque ahora no le había hecho nada de gracia.

      A Clay, porque Gabriel parecía haberse puesto de mejor humor. Su viejo amigo sonreía como un chico que veía a su hermano recibir una reprimenda por una falta que no había cometido.

      —Fue al pantano —comentó Ginny, mientras buscaba dos cuencos de cerámica en la alacena—. Alégrate si lo único que trae a casa son algunas ranas. Dentro de poco vendrá con chicos, y entonces sí tendrás una buena razón para preocuparte.

      —No seré yo quien deba preocuparse. —masculló Clay.

      Ginny se burló de eso también, y le habría preguntado a qué venía ese gesto, si ella no le hubiera puesto delante un cuenco humeante de estofado justo en ese momento. El aroma se elevó por el ambiente, y su estómago rugió voraz a pesar de los champiñones que había en la comida.

      Su esposa tomó su capa del perchero junto a la puerta.

      —Voy a asegurarme de que Tally esté bien —dijo—. Puede que necesite ayuda para cargar todas esas ranas. —Se acercó a Clay para darle un beso en la coronilla y luego le acarició el pelo—. Que se diviertan poniéndose al día, chicos.

      Solo consiguió llegar hasta la puerta antes de titubear y echar un vistazo atrás. Primero miró a Gabriel, que ya había metido la cuchara en el cuenco como si no hubiera comido en mucho tiempo, y luego a Clay. No fue hasta varios días después (tras tomar una dura decisión y encontrándose a muchos kilómetros de distancia) cuando Clay comprendió lo que había visto en sus ojos en ese momento. Algo similar a la pena, la reflexión y la resignación, como si su amada, bella y extraordinariamente astuta esposa ya supiera que lo que estaba a punto de ocurrir era tan inevitable como el invierno o que un río serpenteara hasta desembocar en el mar.

      Una brisa fría sopló desde el exterior. Ginny se estremeció a pesar de llevar puesta la capa y se marchó.

      ***

      —Es Rosa.

      Habían terminado de comer y dejado los cuencos a un lado. Clay sabía que debería haberlos llevado al fregadero y haberles echado agua para que limpiarlos luego no fuera tan difícil, pero al oír a Gabriel sintió que no podía levantarse de la mesa. Su amigo había venido en plena noche y desde muy lejos para contarle algo. Lo mejor que podía hacer era dejarlo hablar para que aquello acabara cuanto antes.

      —¿Tu hija? —le preguntó.

      Gabe asintió despacio. Tenía ambas manos extendidas sobre la mesa y la mirada fija y perdida en algún lugar entre ellos.

      —Es... muy obstinada —dijo al fin—. Impetuosa. Me gustaría poder decir que ha salido a su madre, pero... —Volvió a sonreír como antes, poco más que un amago—. ¿Recuerdas que estaba enseñándole a usar la espada?

      —Recuerdo haberte dicho que era una mala idea —dijo Clay.

      Gabriel se encogió de hombros.

      —Solo quería que fuera capaz de defenderse. Ya sabes, clavar la parte puntiaguda y todo eso. Pero ella quería más. Quería ser... —hizo una pausa mientras buscaba la palabra adecuada—. Quería ser... grandiosa.

      —¿Como su padre?

      La expresión de Gabriel se volvió agria.

      —Eso es. Escuchó demasiadas historias y se le llenó la cabeza con esas tonterías sobre ser un héroe y pelear en una banda.

      “Quién le habrá contado todo eso, ¿eh?”, se preguntó Clay.

      —Sí, lo sé —continuó Gabriel como si oyera sus pensamientos—. En parte es culpa mía, no lo voy a negar. Pero no he sido solo yo. Los jóvenes de hoy en día... están obsesionados con los mercenarios, Clay. Los adoran. No es sano. ¡Y la mayoría de esos mercenarios ni siquiera están en bandas de verdad! No son más que un grupo de matones sin nombre que luchan con la cara pintada y se pavonean por ahí con espadas brillantes y armaduras lujosas. ¡Es que hasta hay uno que va a las batallas en mantícora! ¡Y no es broma!

      —¿Una mantícora? —preguntó Clay con tono incrédulo.

      —Sí, ¿verdad? ¿Quién demonio se sube en una mantícora? ¡Esas cosas con peligrosas! Bueno, no hace falta que te lo recuerde.

      Claro que no. Tenía una terrible cicatriz fruto de una perforación que le recordaba los peligros de relacionarse con esa clase de monstruos. Una mantícora no servía de mascota y estaba claro que mucho menos de montura. ¡Cómo iba a ser buena idea montar en un cuerpo de león dotado de alas membranosas y una cola aserrada y envenenada!

      —A nosotros también nos adoraban —señaló Clay—. Bueno, a ti. Y a Ganelon. Son historias que se cuentan hoy en día. Aún se cantan las canciones.

      Todo se exageraba en las historias, claro. Y la mayor parte de las canciones eran imprecisas. Pero persistieron. De hecho, habían durado mucho más que los hombres que aparecían en ellas, que ya no eran lo que habían sido.

      “Fuimos grandes como gigantes”.

      —No es lo mismo —insistió Gabriel—. Deberías ver la muchedumbre que se forma cada vez que una de esas bandas llega a un pueblo. La gente grita y las mujeres lloran por las calles.

      —Eso suena terrible —dijo Clay, serio.

      Gabriel lo ignoró y siguió en lo suyo.

      —Sea como fuere, Rosa quería aprender a usar la espada, así que se lo permití. Supuse que terminaría por aburrirse y, ya que iba a aprender, quién mejor que yo para enseñarle. Y eso también hizo enojar a su madre.

      Clay sabía que era de esperar. Valery, la madre de Rosa, odiaba la violencia y las armas de cualquier tipo, así como a cualquiera que utilizara ambas para cualquier fin. Había sido en parte responsable de la separación de Saga muchos años atrás.

      —El problema fue que me di cuenta de que era buena. Muy buena —continuó Gabriel—. Y no lo digo por ser su padre. Empezó a practicar con chicos de su edad y, después de darles una buena paliza a todos, salió a buscar peleas callejeras o luchas patrocinadas.

      —La hija del mismísimo Gabe el Radiante —murmuró Clay—. Debió de ser todo una atracción.

      —Supongo... Pero llegó el día en el que Val vio sus magulladuras. Perdió los estribos y, como era de esperar, me echó la culpa de todo. Se empecinó, ya sabes cómo se pone, y Rosy dejó de pelear durante un tiempo, pero... —se quedó en silencio, y Clay vio cómo apretaba los dientes, como si se preparase para decir