lo confiscó. Dice que es una amenaza para la seguridad del castillo. Y creo que tiene razón. Por los Muertos Impíos, yo mismo me había olvidado de que era un portal, si no lo habría cruzado hace mucho tiempo.
—Por la puerta principal tampoco podemos salir —repuso Moog—. Y está claro que la reina tendrá muy vigiladas el resto de las salidas.
—Clarísimo —apuntilló el rey.
—¿Y esa bolsa que tienes, Moog? —preguntó Gabriel—. Cabe de todo, ¿no? Matrick podría esconderse en el interior y nosotros podríamos sacarlo del castillo.
El mago negó con la cabeza.
—Es un vacío.
—¿Un qué? —Gabe frunció el ceño.
—Un vacío. No hay aire. No podría respirar dentro. Créeme. Tuve un gato que... —se quedó en silencio—. No... imposible.
—Podrían secuestrarme —sugirió Matrick—. Ustedes se disfrazan, me dejan inconsciente, derriban a los guardias y me sacan del castillo. Podríamos dejar una nota para pedir un rescate…
—Lilith descubriría que fuimos nosotros —dijo Clay—. Además, no me gustaría matar a nadie, a menos que sea estrictamente necesario.
Las tazas tintinearon cuando Moog golpeó la mesa con la mano:
—¡Lo tengo! —gritó. Todos se giraron hacia él. El mago sonrió y le guiñó el ojo con compasión a Clay—. Pero es un poco arriesgado.
12
El Concilio de los Reinos
Habían pasado unos cuatrocientos años desde que la Comitiva de Reyes había derrotado a la última Horda del Corazón de la Tierra Salvaje en Lindmoor y dado por finalizada la Guerra de la Restitución, pero aquel lugar aún parecía un campo de batalla. Todos los arroyos por los que corrían aguas subterráneas lo habían transformado en un cenagal infecto. A finales de verano la mayoría terminaron por secarse, excepto unos pocos charcos fétidos por aquí y por allá. El suelo era un lodazal lleno de restos a medio enterrar: armas destrozadas, armaduras oxidadas, huesos mohosos de monstruos grandes y pequeños. En la distancia se distinguían bosques de píceas al este y al oeste, tierras de labranza al norte y un río lento y ancho al sur. Al otro lado del río, en un día despejado como aquel, se veía la sombra achatada y azulada del castillo que poseía Matrick en Brycliffe.
En mitad de la turbera se alzaba un montículo cubierto de hierba llamado la Isla de las Ánimas. Era el lugar (o al menos eso les contó Matrick mientras el séquito a caballo del rey se dirigía hacia allí), en el que Agar el Calvo se había enfrentado a un infernal, una criatura que Clay suponía que era una especie de campeón de las hordas de la antigüedad. Solo las había visto en tapices y cuadros, y ningún artista las representaba de la misma manera, aunque todos tendían a colocarlas sobre una montaña de cadáveres y darles el aspecto de un monstruo horrible y muy aterrador.
—Agar consiguió matar al demonio —explicó Matrick—, pero las heridas terminaron por acabar con su vida. Su nieto, Agar el Imberbe, se proclamó primer rey de Agria. Desde ese momento, cuando los cinco reinos se reúnen para tratar temas de gran importancia, lo hacen aquí, en la isla.
Lilith soltó un bostezo largo y escandaloso. Iba junto a él, envuelta en una capa de armiño y montada en una yegua blanca e imponente.
—¿Por qué se llama isla? —preguntó Moog—. Yo diría que parece más una colina.
Matrick miró a su esposa antes de responder.
—En primavera este lugar se inunda por completo y lo único que queda a la vista en varios kilómetros a la redonda es la isla. Bueno, y la otra parte del nombre viene de que Agar el Calvo fue enterrado ahí y los espíritus de los caídos en Lindmoor acuden todas las noches a rendirle homenaje.
—¿En serio? —preguntó Gabriel con tono escéptico.
—¡En serio! —dijo Matrick con orgullo.
—¿En serio…? —repitió Moog, que había empezado a frotarse la barbilla, intrigado.
—¿En serio? —se burló la reina—. Juro por la barba del Señor del Estío que tengo lavanderas que hablan menos que ustedes tres. —Señaló a Clay con una mano cubierta por un guante blanco—. Keil al menos sabe cuándo mantener el pico cerrado.
—Me llamo Clay.
Lilith le dedicó un mohín cargado de arrogancia:
—Con lo bien que lo estabas haciendo.
La colina estaba rodeada por un grupo de curiosos boquiabiertos que tenían la esperanza de ver con sus propios ojos a un druin de verdad. Habían extendido mantas y traído cestas de merienda, y tenían la clara intención de pasar el día allí. Alguien estaba vendiendo brochetas de castañas asadas, y una emprendedora ofrecía “auténticos muñecos druin”. Moog compró uno por cinco monedas de cobre, y resultó ser poco más que un calcetín relleno, con botones en lugar de ojos y un par orejas endebles de tela cosidas en la parte superior. Aun así, el mago parecía muy satisfecho con su compra.
Al llegar a la isla y subir por la suave pendiente, encontraron a las dos delegaciones esperando junto al monumento azotado por el viento que había arriba. Los sirvientes del rey empezaron a montar un toldo alrededor de una enorme mesa de cedro que habían traído en una carreta desde Brycliffe, y Matrick y su grupo de nobles agrianos se unieron a los invitados extranjeros.
La compañía de Fantra era femenina en su totalidad. El feudo de la Reina Salina era matriarcal: los marineros, los soldados y los trabajadores solían ser hombres, mientras que las mujeres conformaban en su mayor parte el núcleo de mercaderes y tenían los puestos más importantes en el gobierno y el ejército. Aunque era un reino díscolo en el que los gremios de mercaderes aparecían y desaparecían con la frecuencia de las mareas, a los orientales les gustaba recordar al resto de Grandual que nunca habían perdido una guerra contra los reinos vecinos.
La delegación estaba liderada por una joven que se presentó como Etna Doshi. Era bajita y fornida, y caminaba con el contoneo fantrano que servía tanto para mantenerse en equilibrio en la cubierta de un barco como para dárselas de bravucona arrogante. Tenía la piel bronceada por el sol y el rostro curtido como una vela; y sus llamativos atuendos —pañuelos de colores chillones, un fajín ancho y todo tipo de joyas ordinarias—, le recordaron a Clay a Lady Jain, quien les había robado en el camino de Conthas. Etna llevaba su pelo negro recogido en una red plateada adornada con zafiros relucientes y conchas marinas de un azul brillante. Tenía también una cicatriz arrugada junto a la comisura de los labios que hacía que su gesto tuviese siempre cierto deje desdeñoso.
—¿Doshi? —saludó Matrick al tiempo que le estrechaba la mano—. ¿Tienes relación con...?
—Mi madre —respondió antes de dejarlo terminar.
—¡Espléndido! ¿Y cómo está esa vieja murciélaga ciega?
Etna se sobresaltó por un momento ante la franqueza del rey, pero su gesto desdeñoso no tardó en convertirse en una sonrisa.
—Sigue ciega —dijo, mientras le guiñaba el ojo—. Y también sigue siendo la mejor almirante de la ilustre armada de la Reina Salina.
—¿Llegó a descubrir esa isla perdida de la que siempre hablaba?
—¿Te refieres a Antica? —Etna negó con la cabeza—. Esa vieja tonta no ha dejado de buscarla, y eso que le dije que tendría más suerte encontrando un hombre honesto en Marea Baja.
Matrick rio sosteniéndose la panza con una mano. El pícaro convertido en rey siempre se había sentido como en casa en la costa de Fantra, donde hasta las abuelitas podían llegar a considerarse unas estafadoras de lengua viperina y se las estaría describiendo con benevolencia. De hecho, se llevaba muy bien con la madre de Etna y solía decir que ella le había enseñado todo lo que sabía sobre barcos. Y muchas de las cosas que sabía sobre mujeres y sobre dagas.