puse el casco y Sarto me entregó la regia espada, mirándome prolongada y cuidadosamente.
—¡Gracias a Dios que el Rey se afeitó la barba!—exclamó.
—¿Por qué lo hizo?—pregunté.
—Porque la princesa Flavia así lo quiso. Y ahora, a caballo.
—¿Está todo seguro aquí?
—Nada está seguro hoy, pero cuanto podemos hacer está hecho.
En aquel momento se nos unió Tarlein, que vestía uniforme de capitán del mismo regimiento que yo, y a Sarto le bastaron cinco minutos para ponerse también su respectivo uniforme. José anunció que los caballos estaban listos; montamos y partimos al trote rápido. Había empezado la peligrosa aventura. ¿Cuál sería su término?
El aire fresco de la mañana despejó mi cabeza y pude darme perfecta cuenta de cuanto me iba diciendo Sarto, que mostraba sorprendente serenidad. Tarlein apenas habló y cabalgaba como si estuviera dormido; pero Sarto, sin dedicar una sola palabra más al Rey, empezó a instruirme desde luego en mil cosas que necesitaba saber, a enseñarme minuciosamente todo lo relativo a mi vida pasada, a mi familia, mis gustos, ocupaciones, defectos, amigos y servidores. Me detalló la etiqueta de la Corte de Ruritania, prometiendo hallarse constantemente a mi lado para indicarme los personajes a quienes yo debía conocer y la mayor o menor ceremonia con que convenía recibirlos y tratarlos.
—Y a propósito—me dijo,—¿supongo que es usted católico?
—No por cierto—contesté.
—¡Santo Dios, un hereje!—gimió el veterano; y en seguida me enumeró una porción de prácticas y ceremonias del culto católico que me importaba conocer.
—Afortunadamente—continuó,—no se esperará que esté usted muy al tanto, porque el Rey se ha mostrado ya bastante descuidado e indiferente en materia de religión. Pero hay que aparecer lo más afable del mundo con el cardenal, a quien esperamos atraer a nuestro partido ahora que tiene una cuestión pendiente con Miguel el Negro sobre asuntos de procedencia.
Llegamos a la estación, y Tarlein, que había recobrado en parte su presencia de ánimo, dijo brevemente al sorprendido jefe de estación, que el Rey había tenido a bien modificar sus planes. Llegó el tren, tomamos asiento en un coche de primera, y Sarto, cómodamente arrellanado, reanudó su lección. Consulté mi reloj, mejor dicho el reloj del Rey, y vi que eran las ocho en punto.
—¿Habrán ido a buscarnos?—¡pregunté.
—¡Con tal que no descubran al Rey!—dijo Tarlein inquieto, mientras que el impasible Sarto se encogía de hombros.
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