Me interesó la noticia y resolví dirigir al día siguiente mis pasos hacia la casa del guarda, con la esperanza de ver al Rey.
—¡Ojalá se quedase cazando toda la vida!—me decía mi huéspeda.—Cuentan que la caza, el vino y otra cosa que me callo, es lo único que le gusta o le importa. Pues que coronen al Duque; eso es lo que yo quisiera, y no me importa que me oigan.
—¡Cállese usted, madre!—dijeron ambas mozas.
—¡Oh, son muchos los que piensan como yo!—insistió la vieja.
Reclinado en cómodo sillón, de brazos, me reía al oirlas.
—Lo que es yo—declaró la menor de las hijas, una rubia regordeta y sonriente,—aborrezco a Miguel el Negro. ¡A mí déme usted un Elsberg rojo, madre! Del Rey dicen que es tan rojo como... como...
Me miró maliciosamente y lanzó una carcajada, sin hacer caso de la cara hosca que ponía su hermana.
—Pues mira que muchos han maldecido antes de ahora a esos Elsberg pelirrojos—refunfuñó la buena mujer; y yo me acordé en seguida de Jaime, cuarto conde de Burlesdón.
—¡Pero nunca los ha maldecido una mujer!—exclamó la moza.
—También, y más de una, cuando ya era tarde—fue la severa respuesta, que dejó a la doncella callada y confusa.
—¿Cómo es que el Rey se halla aquí, en tierras del Duque?—pregunté para romper el embarazoso silencio.
—El Duque lo invitó, mi buen señor, a que descansase aquí hasta el miércoles, mientras él preparaba la recepción del Rey en Estrelsau.
—¿Es decir que son buenos amigos?
—Los mejores del mundo.
Pero la linda rubia no era de las que se callan por largo tiempo, y exclamó:
—¡Sí, se quieren tanto como pueden quererse dos hombres que ambicionan el mismo trono y la misma mujer!
Su madre le dirigió una mirada furibunda, pero aquellas palabras habían picado mi curiosidad; y antes de que la vieja pudiera reñirla, le pregunté:
—¿Cómo es eso? ¿La misma mujer?
—Todo el mundo sabe que Miguel el Negro—bueno, madre, el duque Miguel,—daría su alma por casarse con su prima, la princesa Favia, que está destinada al Rey.
—¡Pobre Duque!—repuse.—Declaro que empiezo a compadecerlo. Pero el segundón tiene que contentarse con lo que el mayor le deje, y aun dar gracias a Dios de que algo le toque.—Y pensando en lo que a mí mismo me sucedía, me encogí de hombros y me eché a reír. También recordé entonces a Antonieta de Maubán y su viaje a Estrelsau.
—Lo que es Miguel el Negro...—continuó la muchacha arrostrando la indignación de su madre; pero en aquel momento se oyeron unos pesados pasos y una voz brusca preguntó, con acento amenazador:
—¿Quién habla del duque Miguel con tan poco respeto y en sus propias tierras?
La muchacha dio un ligero grito, entre atemorizada y risueña.
—¿No me acusarás a tu amo, Juan?—preguntó.
—Ahí tienes lo que nos traes con tu charla—dijo la madre.
El hombre que había hablado entró en la habitación.
—Tenemos un huésped, Juan—dijo la posadera al recién llegado, que inmediatamente se quitó la gorra. Pero al verme retrocedió un paso, como ante una aparición.
—¿Qué tienes, Juan?—preguntó la mayor de las jóvenes.—Este señor es un viajero, que viene a ver la coronación.
El guardabosque se había repuesto de su sorpresa, pero seguía mirándome fijamente, con expresión de intensa curiosidad no exenta de amenaza.
—Buenas noches—le dije.
—Buenas noches, señor—murmuró, observándome sin cesar, hasta que la rubia exclamó con gran risa:
—¡Sí, míralo bien, Juan; es tu color favorito! Lo ha sorprendido el color de su cabello, señor viajero; color que no es el que más vemos aquí en Zenda.
—Dispense el señor—balbuceó el mozo, todavía sorprendido.—No creí encontrar aquí más que a los de casa.
—Denle ustedes un vaso de vino para que lo beba a mi salud. Buenas noches a todos, y gracias, señoras mías, por su bondad y su grata conversación.
Me levante, e inclinándome ligeramente me dirigí hacia la puerta. La alegre muchacha corrió a alumbrar el camino y el joven retrocedió un paso, fijos los ojos en mí. Al llegar a su lado me dijo:
—Con perdón, señor: ¿conoce usted al Rey?
—Jamás lo he visto, pero espero conocerlo el miércoles.
Nada más dijo, pero presentí que sus ojos siguieron clavados en mí hasta que se cerró la puerta. Mi picaresca conductora iba delante y al subir la escalera me dijo:
—No hay remedio; el pelo de usted es de un color que no le gusta a Juan.
—¿Prefiere quizás el tuyo, eh?
—¡Oh! quiero decir en un hombre—replicó coquetonamente.
—Vamos a ver—dije asiendo el candelero que tenía ella en la mano;—¿qué importa que un hombre tenga el pelo de tal o cual color?
—Lo que sé es que a mí me gusta el de usted; es el rojo de los Elsberg.
—Te repito que lo del color es una bicoca, una fruslería. Como ésta; toma.—Y le di algunas monedas.
—¡Cielo santo!—exclamó.—Lo que es esta noche voy a cerrar la puerta de la cocina, por si acaso.
De entonces acá he aprendido que el color del pelo es en ocasiones detalle de la más alta importancia para un hombre.
III
francachela nocturna con un pariente lejano
La conducta del guardabosque del Duque al siguiente día, fue tan atenta y se mostró tan servicial, que hubiera bastado para reconciliarme con él, suponiendo que yo hubiese podido guardarle el menor rencor porque a él le gustase o no el color de mi cabello. Habiendo sabido que me dirigía a la capital, se presentó cuando estaba yo almorzando para decirme que una hermana suya, casada con un acomodado mercader de Estrelsau, lo había invitado a ocupar un cuarto en su casa durante las fiestas de la coronación. Que había aceptado de mil amores, pero ahora se hallaba con que sus deberes no le permitían ausentarse. Por lo tanto me rogaba que aceptase la invitación en su lugar, asegurándome que la casa, aunque modesta, era cómoda y limpia, y que su hermana se avendría al cambio con placer; acabando por recordarme las molestias que me aguardaban en los coches atestados del tren, en mis idas y venidas entre Zenda y Estrelsau. Acepté su oferta sin la menor vacilación y él fue a telegrafiar a su hermana mientras yo preparaba mis efectos para tomar el próximo tren. Pero me quedaba todavía el deseo de ir al bosque y llegarme hasta la casilla del guarda; y cuando mi linda camarera me dijo que podía tomar el tren en otra estación, andando cosa de dos leguas a través del bosque, resolví enviar mi equipaje directamente a las señas que había dejado Juan, dar mi paseo y continuar después el viaje a Estrelsau. Juan había partido ya y nada supo de este cambio en mis planes; pero como el único efecto había de ser un retraso de algunas horas en mi llegada a la casa de su hermana, no había para qué enterarlo de ello, y desde luego mi futura huéspeda no se había de preocupar por mi tardanza.
Tomé una ligera colación poco antes de mediodía, y habiéndome despedido de la buena mujer y sus